Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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– Una última pregunta, Galán. ¿Usted ha notado, ahora que sabe que son hermanos, si los dos se aprecian?

– Mucho.

– ¿Y cómo lo ha notado? ¿Por sus gestos al encontrarse? ¿Usted cree en eso?

– Oh, no… Tampoco soy de los que, cuando ven un abrazo, piensan que ese abrazo es de verdad. Pero al darme cuenta de que Salomón también se llama Gandaria, me permití entrar en su camarote y revisar los papeles mientras él estaba en el bar. Es curioso, ¿sabe? Tiene un álbum de fotos. Y en todas está con su hermano Ismael, abrazándole continuamente. Parece como si fuera la única persona que quisiera en el mundo.

– ¿Fotos de cuando eran niños?

– No. Fotos de hace apenas un par de años.

Méndez acarició el pelo de la niña, que iniciaba sobre sus rodillas un movimiento de vaivén. Olga se estaba riendo. Galán la seguía mirando cuando musitó:

– ¿En qué piensa, Méndez?

– Nada. En que éste sí que es un verdadero viaje de placer. No hay nada que hacer, ¿sabe? Nada… Gandaria no corre aquí ningún peligro.

Siempre con sus facciones impasibles, Galán dijo:

– No.

Y Méndez, mientras miraba al horizonte con los ojos entornados, suspiró:

– Llegamos a Kom Ombo.

25 PRIMERA REVELACIÓN

– Quizá la gente piense, quizá ustedes piensen -explicó el guía- que cuanto más se acerca uno a las profundidades del Nilo, más antiguo es lo que va a ver. Pues es al contrario. La verdadera antigüedad de Egipto está en las pirámides que todo el mundo conoce, y especialmente en Sakkarah, la antigua Menfis, con su ensayo de pirámide. O sea que la pirámide de Sakkarah es mucho más antigua que las de Gizeh, Kefrén, y Mikerinos. El sitio en que están ustedes ahora, en cambio, pertenece al Egipto decadente, el de los Tolomeos, cuando los griegos ya habían sustituido a los primitivos faraones. Mañana, en Edfu, veremos precisamente un magnífico relieve en el que se representa la coronación de uno de los Tolomeos. Observarán que se le está colocando la doble corona, la del Alto y la del Bajo Egipto unidas en una sola, pues fue el faraón Menes, el más antiguo, el que logró unir el Alto y el Bajo Egipto en un solo país, quien simbolizó esa unión en la doble corona, uniendo las dos en una. Se darán cuenta también de algo que verán con mucha frecuencia: mientras se le coloca la corona, el rey Tolomeo, que se encuentra en pie, tiene la pierna izquierda ligeramente adelantada, como si fuese a andar, lo cual significa que está vivo. Ése es un dato básico en la egiptología. Cuando la estatua de un faraón, por ejemplo, tiene la pierna izquierda adelantada, es que ese faraón estaba vivo cuando la estatua se hizo. Si tiene ambos pies unidos, es que estaba muerto. Y ahora fíjense en el dios Sebeth, el de la cabeza de cocodrilo…

Méndez escuchaba con atención. Vestido de negro en un grupo donde todos vestían de blanco, hubiera podido hacerse pasar por el notario que redactó el testamento de Tutankamon. Escucho la historia del «nilómetro», un pozo con unas escaleras. Según el nivel del agua en las escaleras, los recaudadores de impuestos, por lo visto una plaga que no se ha extinguido jamás, calculaban la capacidad de riego de los campesinos, y por lo tanto la cuantía de los tributos. Escuchó luego con la misma atención la historia de los que venían al templo a preguntar al dios lo que debían hacer en su vida. Si un campesino llegaba -naturalmente con una ofrenda- a preguntarle al dios si debía casarse o no con una determinada mujer, se le exigía que diera incesantemente vueltas al templo hasta oír la palabra del dios. Y la palabra, o sea la respuesta divina, siempre llegaba. Se ocupaba de eso la voz de otro sacerdote debidamente camuflado, naturalmente. Si la ofrenda había sido buena, se le decía al campesino que se casara y se fuera, a ser posible bien lejos. Si la ofrenda, en cambio, había sido mala o mediocre, se le comunicaba que el dios tenía serias dudas, y que lo mejor sería que volviese otro día a buscar una respuesta más completa. Naturalmente, una segunda visita significaba una segunda ofrenda, o una tercera, o una cuarta. De hecho, el pobre tío estaba volviendo hasta que la ofrenda les parecía digna a los representantes del dios. Méndez estaba maravillado.

La historia de las costumbres humanas, que él consideraba tan moderna, era en realidad una historia muy antigua.

La historia de las plagas humanas, que él consideraba tan moderna, era en realidad también una historia muy antigua.

Verdaderamente, seguía pensando Méndez, la relación hombre-poderes públicos poco ha mejorado. Y hasta estaba dispuesto a admitir que, en los viejos tiempos, las fuerzas vivas tenían más imaginación para engañar a la gente, y por lo tanto más mérito.

Pero había algo más en el fondo de todos esos pensamientos.

Algo que no podía precisar.

Algo a lo que no sabía dar nombre.

Pero que existía.

Méndez cerró los ojos.

Infiernos…

¿ Qué era ?

– Los muertos eran transportados al otro mundo en una barca -seguía diciendo el guía-. Mañana verán precisamente en Edfu una magnífica muestra de «Barca del Más Allá». Esa barca, a la vez esperanzadora y siniestra, llevaba delante y detrás la imagen del sol. Aunque a veces, como la que verán mañana en Edfu, ostentaba la imagen de un dios.

La voz iba y venía.

Se alejaba.

No lograba penetrar en Méndez.

Y Méndez se detuvo.

¿Qué diablos le estaba pasando?

Entonces la mole pareció proyectarse sobre él.

Era el gorila.

Quílez dijo:

– Seguro que lo está pasando bomba, Méndez.

– No lo sabe bien.

– Yo no entiendo para qué coño han venido aquí con la chiquilla Cañada, Manrique y Clara Alonso. Éste es el reino del Más Allá, Méndez, el reino de los pobrecitos y jodidos muertos. No hay más que piedras y tumbas. No hay garitos. No hay tabernas. No hay sitios donde puedas meter un casquete. No hay higos. No hay culos. No hay tías. Ya me dirá usted.

Méndez dijo finamente:

– Sí. Es una mierda.

– ¿Entonces, qué…?

– Tiene un alto interés cultural.

– No me venga ahora con esas mandangas, Méndez. ¿Desde cuándo cree usted en la cultura?

– Yo leo en las paradas de los autobuses.

– Pues si lee tanto, a lo mejor sabe para qué leches han venido aquí. Y encima lo tenían proyectado, por lo que se ve, hace muchísimo tiempo.

– Han venido para poner tierra de por medio, Quílez.

– ¿Tienen miedo de que intenten secuestrar a Olga, como hicieron con la otra?

– Yo opino que sí -dijo Méndez pensativamente-. El miedo es libre, pero sin embargo creo que a esa pequeña no le puede ocurrir ya nada. El hombre que secuestró a su hermana Mercedes está muerto. El que le dio las instrucciones, un policía, está muerto también. Ya no quedan enemigos, Quílez. Como dice el himno de la Guardia Civil, la patria goza en calma. Además, ¿quién va a secuestrar aquí a Olga? Estamos en un pequeño barco. Nos envuelve el Nilo. Nos rodea el desierto. No hay modo humano de salir clandestinamente de aquí. Y por si fuera poco a la niña la protege un gorila.

Quílez preguntó torvamente:

– ¿El gorila soy yo?

– Mejorando lo presente.

– La madre que lo parió, Méndez.

– No hay que ofenderse, Quílez, no hay que ofenderse. Lo único que trato de decir es que aquí no corre peligro Gandaria y no corre peligro tampoco la niña. No va a pasar nada.

– Pero usted sigue con su cara de muerto, Méndez.

– Me sigue rondando el maldito pensamiento por la cabeza.

– ¿Qué clase de pensamiento? Dígalo de una vez.

– No lo sé… Ni siquiera es una idea. Lo mejor que puedo hacer es olvidarlo todo. Aquí se respira un clima especial que me ha trastornado los nervios. No hay más que eso.

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