Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– ¿Paz…?
Le señalaba el paisaje. Le tendió la mano. Méndez, quien pensaba en aquel momento en viejas rameras de su distrito, mujeres que no habían visto en su vida más que una cama, un bidé, un pene, un terrado y un gato sintió que su mano quedaba lavada sólo con el contacto de la mano de la niña.
– ¿Paz…?
Estaba claro que era un juego. «¿Amigos?» Sí, claro, amigos. Méndez, el podrido Méndez, le estrechó la mano y le sonrió. Vio sus ojos un poco oblicuos, sus facciones un poco anchas, su piel que parecía de seda, sus manos que daban amor, su frente detrás de la cual nunca había germinado un mal pensamiento, una mala palabra, y se sorprendió al darse cuenta de que su sonrisa se hacía más ancha. Incluso rió. En nombre de todos los santos…, ¿cuánto tiempo hacía que no reía Méndez? En todos los anales del Barrio Chino barcelonés -que como se sabe son largos, profundos, discutidos y respetables- nadie podía decir que había sido testigo de un prodigio semejante. ¡Méndez riendo! ¡Y Méndez riendo ante una niña!
– Amigos -dijo Méndez-. Amigos toda la vida.
A la pequeña, sin duda, le habían enseñado buena educación. «La buena educación -le habían dicho seguramente-, será tu única defensa ante la vida.» «La buena educación de los otros -pensó amargamente Méndez, mientras su mirada se enternecía-. Que las calles no te traguen, pequeña. Que siempre tengas unos ojos que te esperen, una mano que te guíe, una boca que sepa pronunciar tu nombre. Que encuentres siempre amigos, pero que sean mejores que Méndez.»
La niña le tendía la mano.
– ¿Cómo se llama usted, señor?
– Yo, Méndez.
– Yo, Olga.
Se sentó en sus rodillas. Tenía una impudicia infantil, una naturalidad de perrillo que te mira en una esquina y se acerca porque piensa que todo el mundo es bueno y le van a regalar una caricia. Miró a Méndez y rió, pero sin sacar la lengua. «También te han educado para eso -pensó Méndez-, también…» El dinero de Clara Alonso estaba siendo empleado en la mejor obra del mundo. Méndez sintió un casi irreprimible deseo de besar a la niña.
No lo hizo.
No quería mancharla.
– Bésame tú -pidió.
– ¿Por qué?
– Porque en el sitio donde tú me beses, no me saldrá ningún grano jamás.
Miraron juntos el paisaje maravillosamente verde que se extendía a ambos lados del barco. La tierra fértil ocupaba apenas unas franjas junto al río, pero tenía que ser -pensó Méndez- la mejor tierra del mundo. Los minaretes de las mezquitas se elevaban aquí y allá, entre las palmeras, rompiendo con una mancha blanca aquel azul del cielo que se hubiera hecho agobiante. El aire, en mitad del río, era fresco, y tan inmensamente puro que Méndez empezó a pensar en serio que no lo resistiría.
– ¿Tú tienes una hermanita? -preguntó.
– Sí. Mercedes.
– ¿Dónde está?
– Ha ido al colegio.
Méndez cerró los ojos.
Olga susurró:
– ¿Qué te pasa?
Infiernos… -pensó Méndez- ¡Qué bajo he caído! Hasta ahora mis pensamientos sólo los adivinaban las tías que llevaban al menos veinte años en el oficio. Y ahora resulta que los adivina hasta una niña.
– Nada, pequeña.
– ¿Estás contento?
– Pues claro que sí.
Olga se apoyó en su hombro.
A Méndez le pasaba lo que no le había pasado nunca. Hubiera querido cerrar los ojos otra vez.
En aquel momento una sombra se proyectó sobre los dos.
Una voz opaca preguntó:
– ¿Ha tenido usted hijos, señor Méndez?
– No.
– Pues se comporta como si los hubiera tenido.
Méndez miró la cara inexpresiva de Galán, el hombre de confianza de Salomón Gandaria. Su guardaespaldas, vamos. Méndez había visto a tantos hombres muertos -y a tantos de sus matadores- que sabía distinguir en el fondo de los ojos el hilillo de la sangre. Y Galán ni siquiera lo ocultaba en el fondo de los ojos. Tenía fuera, en la mirada, el hilillo de la sangre.
Méndez torció la boca.
– He visto niños en las calles -susurró-. Aunque no fuesen míos.
– ¿Y qué?
– Nada. Sólo que los niños te enseñan cosas.
– Ya.
Galán miró el paisaje. Pero era extraño. Con un ojo lograba mirar el paisaje y con el otro lograba mirar a la niña. De una forma lenta, estudiada, le tendió la mano, pero Olga no la recogió en el aire. Al contrario, desvió la mirada. La rechazó.
Ella también parecía haber visto el hilillo de sangre que no sólo estaba en los ojos, sino que bailaba ante los ojos.
Galán musitó:
– Usted ha adivinado mi oficio, ¿verdad, Méndez?
– Sí.
– ¿Qué cree que soy?
– Hay un viejo y honorable gremio.
– ¿El de los asesinos?
– Sí -musitó Méndez-. Sí. Y digo que es viejo porque ha existido siempre. Y digo que es honorable porque verdaderos profesionales ya quedan muy pocos. Hay que cuidarlos.
– ¿Cómo ha adivinado que yo pertenezco al clan?
Méndez rió delicadamente.
– Sé oler la mierda aunque la hayan perfumado -dijo.
– No me ofende, Méndez.
– Tampoco he tratado de hacerlo.
Y Méndez volvió a sonreír. Su rostro tenía ahora una expresión casi delicada, lo cual sugería malos presagios. Mientras acariciaba el pelo de la niña, musitó:
– ¿Ha tenido usted hijos, Galán?
– Sí. Tengo… una niña.
– ¿La ve con frecuencia?
– Sí. La veo con frecuencia.
– Su trabajo no se lo debe permitir…
– Es verdad. Pero aun así la veo con mucha frecuencia.
Méndez pensó que mentía.
Olga se había apoyado en el hombro de Méndez. Quizás era la primera vez que una chiquilla se abandonaba así a él. Procurando no rozarla apenas, le acarició el pelo de nuevo. Y clavó en Galán unos ojos que parecían una radiografía.
– ¿Casado, Galán? -musitó.
– Separado.
– ¿Me equivoco si supongo que usted trabaja sólo por su hija?
– No, no se equivoca, Méndez.
– ¿Y que por ella no quiere fracasar?
– Exacto. Por ella no quiero fracasar.
Méndez meneó la cabeza.
– Me parece extraño hablar aquí -musitó.
– ¿Por qué?
– Porque yo siempre hablo en bares y en habitaciones oscuras.
– No crea. Yo también. Pero no puedo permitirme el lujo de elegir los sitios, ¿sabe? He tenido que dar varias veces la vuelta al mundo.
– Y está aquí porque protege a Salomón, ¿verdad? -susurró Méndez-. Es un cuento eso de que le ayuda. Verdaderamente lo que hace es protegerle.
– Sí.
– ¿Usted sabía que Salomón es hermano de Ismael Gandaria?
– Esto no es un interrogatorio. Le contestaré si quiero, Méndez.
– Pues no me conteste.
Galán rió. Otra vez tendió la mano hacia la niña y otra vez notó, de una forma rápida e invisible, el instintivo rechazo de ésta. Galán retiro la mano poco a poco.
– No me ha contestado, Galán. Le he preguntado si usted sabía que Salomón es hermano de Ismael Gandaria.
– No. ¡Qué voy a saberlo…! Me he enterado aquí. Desconocía incluso el apellido de Salomón, por la sencilla razón de que los hombres como yo hacemos muy pocas preguntas. Cuanto menos sabes, menos te comprometes.
– En su caso es absurdo, Galán. Los hombres como usted quieren saber a quién protegen.
– Tiene razón, Méndez. Pero es que Salomón no se hace llamar Gandaria. Usa siempre el apellido de la madre.
– ¿Por miedo de que lo puedan matar como a su hermano?
– No… Las cosas no van por ahí, Méndez. A Salomón no pueden haberle amenazado nunca porque ni siquiera ha puesto los pies en el País Vasco. Ismael Gandaria tiene sus intereses, sus ramificaciones y sus negocios en el Norte. Salomón, por lo que he ido sabiendo, no quiere ni puede moverse de Madrid. Y tiene negocios completamente distintos de los de su hermano, porque Salomón, por lo que he deducido, se dedica a la banca. Y eso es todo. Pero, por lo que pueda ocurrir, le acompaña siempre un hombre como yo.
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