Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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– Buenos días.

Méndez vio con el rabillo del ojo cómo Galán empujaba la silla hasta el borde de las escaleras y, sujetándose a la baranda con una mano, bajaba el peso con la otra, dejando resbalar las ruedas peldaño a peldaño. Tenía fuerza aquel condenado Galán, pese a ser un hombre ya mayor. Vaya si la tenía.

Méndez acabó su segundo gin.

Y entonces los vio.

Llegaban pronto. Antes de lo que había esperado. Descendían del autocar que les traía desde el aeropuerto, se congregaban un momento en el embarcadero para comprobar con ojo crítico las virtudes del Nile Dream , intercambiaban ya las primeras risas de felicidad y se agrupaban junto al guía, rebaño al fin de turistas limpios, vitaminados y con todos los cheques a punto. Méndez vio a la ciega, que había quedado en segundo término, vio a Cañada, a Manrique, a la niña…

Y vio a alguien más.

En el primer momento no pudo creerlo.

Susurró, pensando en voz alta:

– Infiernos… Que me agarren entre cuatro si ese que viene con el grupo no es Gandaria.

Y Méndez añadió, terminando su pensamiento:

– … Que me agarren entre cuatro y me hagan lo que me tienen que hacer.

El camarote era amplio, con dos camas, aunque Salomón lo iba a ocupar en exclusiva. A la izquierda, entrando, había un cuarto de baño relativamente modesto dada la categoría del buque. A la derecha había un armario empotrado. La pared del fondo -y eso era lo más notable del camarote- estaba en su mayor parte ocupada por una gran ventana de cristales deslizantes, más allá de los cuales se divisaba el azul turbio de las aguas y la orilla opuesta del Nilo.

Galán cerró la puerta, dejó de guiar la silla y murmuró:

– Ha hecho mal en presentarme, Salomón. Ese buitre me ha reconocido enseguida.

– Precisamente por eso. Así ha quedado todo más natural, de sitio donde no hay nada que ocultar. Y usted, Galán, también se ha convencido de que es el mismo hombre que estaba en el Palace. Necesitaba tener esa certeza para no cometer ningún error.

– De acuerdo, la necesitaba. Pero me pregunto qué hace aquí. Porque ese tío es un policía.

Salomón se desprendió del monóculo. El ojo que el cristal aumentaba fue haciéndose pequeño, mezquino, hasta parecer el de un pollito.

– Muy sencillo -dijo-. Tiene el encargo de proteger como sea a Gandaria.

– ¿Y usted cree que el Gobierno español se gastaría tanto dinero…?

– Naturalmente. El Gobierno español se gasta el dinero en lo que le da la gana.

Galán produjo un brusco chirrido con sus dedos, mientras miraba a Salomón de reojo.

– Eso complica las cosas -susurró-. ¡Todo parecía tan sencillo después de lo de Madrid! Pero nada. Ahora se vuelven a complicar las cosas. Usted va y me dice: «Gandaria, después de fracasar el intento de asesinato contra él, va a poner tierra de por medio, por si acaso. Va a viajar por Egipto en plan lujo, sabiendo que allí no le pasará nada. Incluso ha despedido de momento a sus dos guardaespaldas. De modo que nosotros no tenemos más que intentar que nos den el mismo barco y entonces lo tendremos metido en el ataúd». Oiga bien, Salomón, eso fue lo que dijo.

– Es verdad, eso fue lo que dije.

– Pues la espichó. Siguen temiendo un atentado contra Gandaria y lo siguen protegiendo. Ese policía de casa de putas no está aquí precisamente para tomar baños en el Nilo.

– Lo sé.

– Protegerá a Gandaria.

– ¡Maldita sea, lo sé!

Se produjo un brusco silencio. Salomón hizo una maniobra violenta con su silla, como si deseara descargar los nervios. Los muelles, pese a ser de primera calidad, chirriaron lúgubremente.

Galán puso un cigarrillo en sus labios.

– Quiero hacer bien este trabajo, Salomón -musitó, como si hablara consigo mismo-. Lo protejan o no lo protejan, acabaré con Gandaria.

– Procure no cometer errores. El hombre que tenía el mismo encargo, falló.

– Aquel hombre, Fernando Torres, era un novato. Además, yo tengo a Gandaria bien ubicado. Lo tengo acorralado en un barco pequeño.

– Fernando Torres lo tenía acorralado en un hotel.

– No es lo mismo.

Galán hizo un silencioso gesto de asentimiento. Fue hacia la puerta y se dispuso a abrirla. Pero de pronto se volvió para preguntar en voz baja:

– ¿Por qué quiere que Gandaria muera? Usted no está metido en sus negocios.

– No.

– ¿Gandaria le debe dinero?

– No.

– ¿Espera usted ganar dinero con su muerte?

– No.

– ¿Pues entonces por qué desea usted tanto su muerte? ¿Por qué le odia?

– Cosas.

– ¿Mujeres?

Salomón emitió una risita sorda, mientras volvía a ajustarse el monóculo. Su ojo volvió a adquirir las dimensiones inquietantes del de un pez.

– ¡Qué tontería! -musitó-. Yo nunca mataría ni haría matar por causa de una mujer.

Impulsó de nuevo la silla de ruedas y fue hacia la puerta. Tenía tanta habilidad, tanta destreza que hubiera podido participar en un campeonato de básquet para minusválidos. Abrió mientras Galán le dejaba paso.

Vio el pasillo alfombrado, las puertas color caoba, el obsequioso camarero egipcio que transportaba unas bandejas.

Vio a Méndez.

Y vio a Gandaria.

Gandaria estaba en primer plano, materialmente junto a la puerta. Casi tropezó con él.

Gandaria barbotó: -Pero…

Y Salomón exclamó, estirando los brazos en un gesto casi ansioso, como si quisiera impulsar su amor más allá de la silla:

– ¡Qué casualidad! ¡Querido hermano mío…!

24 LA NIÑA

Méndez se hundió de lleno en el mundo de los placeres del crucero. Por primera vez desde que tenía uso de razón se dedicó a mirar, a pensar y a disfrutar de la vida.

Las dos primeras cosas las había hecho siempre; la tercera no. Mirar, pensar y al mismo tiempo disfrutar de la vida eran cosas antagónicas. Pero ahora estaba tan convencido de que no tenía nada que hacer, de que nadie corría peligro alguno y de que él hacía menos falta en el barco que un bombero en el infierno, que se dejó ganar por la paz.

La cosa, de todos modos, no resultó tan fácil. En el mercadillo indígena de Asuán, al que llegó guiado por el olfato, se hizo amigo de unos vendedores, les enseñó unas fotos de Marta Sánchez con medias negras y consiguió a su vez que una vendedora le bailase la danza del vientre. Méndez empezaba a interesarse por el ombligo de la mujer, es decir por la cultura egipcia, cuando le vinieron a rescatar. Eso le sumió en una profunda postración durante todo un día.

Asuán -le habían dicho- era la ciudad más abierta y simpática de Egipto, quizá porque siempre fue comercial y siempre fue la puerta por la que penetraban los productos del África negra -pieles, especias, maderas y, por supuesto, alguna tía dispuesta a todo- en las tierras del Faraón. ¿Qué le esperaba en otras tierras más austeras, más islámicas, más aburridas? ¿Qué mujeres opulentas bailarían la danza del vientre para él? ¿No era de temer que, en vez de mujeres en edad de parir, le ofreciesen algún morito primerizo?

De todos modos, la calma del viaje le apaciguó. Egipto tenía una gran personalidad -se dijo- porque su campo no parecía haber cambiado desde los tiempos de la Biblia. Aún imperaban los elementos naturales que nacieron con el mundo, como la palmera, el asno, la calma, la luz, la mano del campesino. La familia de Jesús podía volver allí con la sensación de encontrar viejos amigos y viejos acreedores; en fin, con la sensación de no haberse ido. En todo lo que la vista podía alcanzar, no se apreciaba la bastardía de una máquina.

Y fue la niña la que se lo dijo. Fue la niña que no sabía nada la que resumió sus pensamientos en una sola palabra:

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