Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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¿Le gustaba Clara Alonso? Qué leches le iba a gustar. Le resultaba atractiva, eso sí, pero era muy mayor y nunca podría despertar en Méndez una pasión capaz de sacarle de sus pudrideros de la calle Nueva. Ni ella ni ninguna mujer. En los últimos tiempos, Méndez, cada vez que había intentado hacerse el macho, había tenido grandes reclamaciones por parte de la clientela. Las mujeres desengañadas no sólo juraban no volver jamás con él. Algunas amenazaban con quejarse a la Generalitat y a la Organización de Consumidores. Hubo una que a medio polvo aseguró que llegaría hasta el Defensor del Pueblo.
La explicación que Méndez se daba -y ahora, mientras masticaba su toscano, se la dio por enésima vez- era de lo más incierta. Su viaje venía motivado por una especie de duda y al mismo tiempo por una incertidumbre sentimental: Ángel Martín, el que asesinó a Mercedes, la niña autista ahijada de Clara Alonso, era un experto en historia del antiguo Egipto.
Pero ¿y eso qué importaba? Además, Ángel Martín estaba muerto. Méndez ya había podido dedicar a su memoria el más cariñoso de sus homenajes: que le den.
Y sin embargo estaba allí. Era como una obsesión, como una llamada. Méndez, durante dos noches seguidas, dando vueltas y más vueltas en la cama, había sido incapaz de desoírla. Sabía que todas las cosas tienen un principio y vuelven al principio. En fin, acabaría por volverse loco.
Arrojó el toscano a un cenicero y siguió a los nuevos visitantes una vez éstos hubieron pasado los trámites de policía y aduana. La aduana había consistido en un arquear de cejas del funcionario y la policía y la estampada de un sello y un timbre en el pasaporte de un empleado de la misma agencia de viajes.
Méndez no sabía nada de El Cairo. Todo lo que había conocido, a lo largo de dos horas de espera, había sido aquella sala del aeropuerto.
Por lo tanto, a la expectativa de las maravillas que había de ofrecerle la ciudad, su atención se centró en la única persona del grupo que aún no conocía: en la niña. Debía tener unos diez años. Iba de la mano de Clara Alonso, y enseguida despertó en Méndez la sensación de estar viendo algo extraño. Porque era evidente que la niña guiaba a la ciega en aquel territorio absolutamente desconocido. Pero era evidente también que la ciega la estrechaba con fuerza, la envolvía, la protegía. ¿Protegerla de quién?
La sensación de Méndez, aquella sensación de ver algo que no era normal, se transformó de pronto en certeza y en asombro. Fue al ver a la niña de perfil, aunque a alguna distancia. Ya le había llamado la atención su aspecto algo pesado -que no correspondía a su edad- y su modo rígido de andar. Ahora se dio cuenta, viendo su perfil, de que la chiquilla era una mongólica.
Méndez conocía lo suficiente del síndrome de Down para poder hablar de sus características: los ojos achinados, la lengua exhibiéndose entre los labios, la nuca más ancha, la configuración del cuerpo más maciza y carente de gracia. No obstante el viejo policía se dio cuenta de que aquella niña, de no haber sido por el síndrome, hubiera resultado una auténtica belleza. Tenía la cabellera larga, rubia como el oro, la piel finísima y los ojos de un color azul casi transparente. Resultaba imposible, viendo la niña que era, no pensar en la niña que podía haber sido.
Méndez estaba asombrado.
¡Infiernos!
¿Qué era todo aquello?
Comprendió que necesitaba un trago.
Pero ¿un trago dónde? En la sección de Internacional del aeropuerto aún se lo hubieran podido servir. Pero aquí… ¡qué diablos! De modo que se tragó su saliva, se tragó su asombro y tomó un taxi en seguimiento del grupo que acababa de llegar. Sabía ya, por medio de la agencia de viajes, que iban al Hotel Mena House.
Con su inglés de alta escuela, Méndez le indicó al taxista: -Me go Hotel Mena House. Inmediatly. You detrás of that luxurious car .
Le entendieron, lo cual empezó a afincar sutilmente en Méndez la sensación de que era un políglota. Si seguía por aquel camino, si se esforzaba un poco, podía incluso ascender. Miró a través del parabrisas el «luxurious car», nada menos que un Rolls que sin duda habían enviado los del hotel a recoger a tan ilustres huéspedes. Por una avenida que a Méndez le pareció ancha y de escaso sabor oriental -él había esperado encontrar ya en el aeropuerto una legión de vendedores de alfombras fumando pipas turcas- dejaron a la izquierda el Hotel Sheraton y se adentraron en el corazón de El Cairo, hasta enfilar la avenida de las Pirámides. Y aunque todo, en aquel sector, seguía teniendo un aire occidental, a Méndez le fue gustando progresivamente lo que vio. En efecto, sus ojos descubrieron un número razonable de chiringuitos tronados, tenderetes ambulantes y gentes sentadas en los bordillos, es decir dispuestas a aceptar una charla, preferiblemente sobre mujeres, hasta las tantas de la madrugada.
El Mena House, según pudo ver al apearse ante él, debía de ser uno de los mejores hoteles de El Cairo, y además unos de los pocos que conservaban la vieja estructura oriental. Situado al pie mismo de las pirámides, constaba de una parte central, característica y antigua, donde estaban la recepción, los restaurantes y las habitaciones de lujo, y de unas alas más modernas donde se encontraban las habitaciones tipo estándar. Desde una cierta distancia, sabiendo que no sería observado entre el ajetreo del vestíbulo, Méndez vio que un guía particular se ocupaba de los recién llegados y pedía la suite presidencial, en el tercer piso. El guía elogiaba en español que el departamento era inmenso, con salones, despacho, dos baños, uno de ellos enteramente en mármol blanco, ventanas que daban a las pirámides y un dormitorio principal con una cama de más de cuatro metros de ancho. Ultimo resto, pensó con envidia Méndez, de épocas de pasada grandeza, cuando un hombre se atrevía a acostarse con tres mujeres a la vez y sobrevivía. Pero hoy ya nadie se acuerda de las virtudes antiguas.
Una vez hubieron desaparecido, Méndez se acercó tímidamente a recepción y mostró todos sus documentos de la agencia de viajes. Le asignaron una habitación standard en el ala izquierda del hotel, fuera del recinto central. Una vez hubo depositado su única maleta, el tronado policía se maravilló de todo aquel lujo, aquella pulcritud, aquel estilo rigurosamente impersonal de la habitación, hecha para no despertar ningún recuerdo, y pensó de nuevo que él allí no sobreviviría.
Estaba pensando en eso cuando la puerta se abrió de repente.
Sin duda habían utilizado una llave falsa.
La boca de un Magnum del 44 asomó por el hueco.
Méndez lanzó una maldición.
A causa del viaje aéreo, no había podido traer consigo su colt de la Gran Guerra. Las alarmas en los aeropuertos se habrían disparado de tal modo que hubiesen acabado sonando hasta en el dormitorio de Jordi Pujol. Y era una lástima, pensó fugazmente Méndez, una verdadera lástima, porque un duelo entre su colt y aquel Magnum, dos auténticas piezas de artillería naval, hubiese sido digno de la batalla de Jutlandia.
La cara de Pepe Quílez asomó detrás del Magnum.
Pepe Quílez dijo educadamente:
– Mierda, Méndez.
– ¿De dónde coño has sacado la llave falsa?
– Es una llave maestra que llevo siempre. Y la sé manejar bien.
– ¿Y el revólver?
– No hubiera pasado el control de los aeropuertos, naturalmente. Pero me lo ha dado un corresponsal sólo llegar al hotel. Estaba acordado que lo tendría.
– Leches, no me he dado ni cuenta.
– Lo cual indica que está perdiendo facultades, Méndez -murmuró el gorila después de cerrar a su espalda-. Ya ve: podía haberle matado perfectamente. Un par de disparos con este cacharro le hubiesen dejado a usted convertido en la montañita de ceniza de un cigarro faria.
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