Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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El viejo policía trató de reír.

– Bueno… -susurró-, al fin y al cabo tal vez lo tenga. Estamos en Egipto, ¿no?

– ¿Y qué?

– Nada… Que supongo que por eso estoy oyendo la voz de un muerto.

23 UN BARCO LLAMADO NILE

El buque se llamaba Nile Dream , y pertenecía a la lujosa Presidential Line. Había otros llamados de forma parecida: Nile Moon, Nile Beauty … Nile leches, pensó Méndez, mientras lo miraba desde la parte alta del embarcadero.

Se sentía mal. El sol le castigaba implacable la naciente calva, le quemaba la piel, y amenazaba con hacerla saltar, privándole de sus últimas virtudes de vampiro. La ropa que llevaba tampoco era la más adecuada. Se había puesto un traje negro, un traje de Madrid apto para ir a pedir trabajo al registro de Últimas Voluntades. Además, el corto vuelo entre El Cairo y Asuán le había sentado fatal. Méndez, policía endurecido por todas las cazallas del Barrio Chino barcelonés, empezaba a notar los efectos del aire puro y estaba a punto de sufrir una arcada.

Pero se dominó. Descendió con precaución las empinadas escaleras de piedra y se metió en el Nile Dream .

Era un barco grande. Pese a que el Nilo no admitía buques de gran porte, éste tenía tres cubiertas de dormitorios, una inferior casi al nivel del agua, otra en el centro, que era la principal, y una superior, donde estaba el restaurante. Todavía un último puente albergaba un enorme salón bar amueblado con gusto clásico y una zona descubierta donde estaban la piscina, las tumbonas y la promesa de todos los soles de Egipto.

Méndez captó los olores espirituosos del bar y subió sin pérdida de tiempo. Había tomado un vuelo inmediatamente anterior al que sabía iban a tomar Clara Alonso y su familia, para seguir pasando inadvertido ante ellos. Claro que en el barco se encontrarían todos, pero entonces ya sería demasiado tarde para que le mostraran su rechazo. Además, los otros aún tardarían en aparecer por allí. Desde el aeropuerto de Asuán, en el extremo sur de Egipto, habrían tomado otro avión para visitar Abu Simbel, que era -le habían dicho a Méndez- la maravilla más notable del viaje. Una montaña artificial -le habían contado-, toda una montaña artificial sostenida por una cúpula inmensa, mucho mayor que la de San Pedro en Roma, dentro de la cual, como una caja en cierto modo diminuta, estaba el reconstruido templo de Ramsés II, antes tragado por las aguas del Nilo. Una obra de ingeniería tan fabulosa -le aseguraban- que por una vez palidecía ante ella todo el arte del Antiguo Egipto.

Pero Méndez no había querido verla. Había preferido inspeccionar el barco, conocer el terreno, ver llegar a los pasajeros, observar sus primeras reacciones y clasificarlos a su modo. Además, a la fuerza tenía que haber algo terriblemente amargo en aquel viaje de Clara Alonso. ¿Qué podía ver ella? ¿Y qué podía entender la niña mongólica?

Sin embargo había también algo de maravilloso, había una maravillosa piedad en aquella imposible aproximación a la vida. «Enamórate de la vida aunque la vida no se enamore de ti.» ¿Quién había dicho eso? ¿Un poeta? ¿Un pensador mal visto por los poderes públicos? Bueno, era igual. Merecía haberlo dicho.

Méndez se zampó un gintonic, porque a bordo se servía alcohol. Empezó a sentirse mejor. Pidió otro.

– ¿Tienen ustedes bastantes provisiones? -le preguntó al camarero, que chapurreaba el español-. Le advierto que yo voy a necesitar un petrolero cargado de alcohol. Pero no sé si un buque así podrá remontar el Nilo.

Y Méndez empezó a beber su segundo gin. Se sentía cada vez mejor, más en forma. Y entonces una voz le sacó de sus abstracciones y de su reconciliación con la vida.

– Buenos días, señor Méndez.

El policía giró la cabeza, pero no vio a nadie. Tuvo que bajar la vista.

Y es que el que le hablaba tenía una estatura normal, pero estaba sentado en una silla de ruedas.

Ofrecía un aspecto barroco, un poco extravagante, aunque eso llamara menos la atención en el fondo de un viejo imperio. Llevaba bisoñé, foulard y monóculo.

El policía preguntó:

– ¿Cómo sabe que me llamo Méndez?

– He visto la lista de pasajeros. Y me han dicho que usted y yo somos los únicos que estamos a bordo. Los demás embarcarán más tarde, porque han ido directos a Abu Simbel.

Le tendió la mano.

– Deje que me presente. Tengo un nombre bíblico y extraordinariamente apropiado para estas tierras. Me llamo Salomón.

– Estaba usted predestinado. Supongo que habrá ido antes a Oriente Medio. Y que tendría grandes deseos de hacer este viaje.

– Claro que sí. Es la segunda vez que lo hago, de todos modos, vale la pena volver, porque Egipto siempre tiene nuevas cosas que ofrecer. Pero he estado también en Jerusalén, Ammán, Damasco y otros sitios donde los dueños de los hoteles querían hacerme rebaja al oír mi nombre.

Méndez le miró de soslayo.

Y Salomón adivinó su pensamiento.

– Se está usted preguntando cómo puedo moverme en el barco, ¿verdad? -preguntó-. En el barco hay escaleras.

– Cierto.

– La verdad es que puedo subirlas, haciendo un gran esfuerzo y sujetándome a la barandilla muy bien. Bajarlas, en cambio, me es imposible, porque me caería. También puedo dar algunos pasos, aunque de forma excepcional. Me quedo destrozado enseguida.

– ¿Y qué hace con la silla?

– ¿Se refiere a cuando subo unas escaleras? Pues la dejo vacía al pie de los peldaños y mi ayuda de cámara me la sube luego. Para bajarlas es distinto. Para bajarlas, tengo que ir en la silla, ¿comprende? Y para mi ayuda de cámara no es entonces tan difícil. Le basta con sujetar bien la silla y dejarla resbalar poco a poco, peldaño a peldaño. En fin… Todo esto son simples cuestiones personales. No le voy a abrumar con mis desgracias.

– De todos modos -dijo Méndez-, parece que esas desgracias no le impiden disfrutar de la vida.

– Eso es relativo. Aquí, por ejemplo, no podría hacer nada si no fuera por mi ayudante. Espere, se lo presentaré.

E hizo una seña.

Méndez vio entonces acercarse por el salón a un hombre situado al fondo, y en el que por lo tanto no se había fijado antes. Era un hombre ya mayor. Pasaba de los cincuenta. Pero se adivinaba en él la fortaleza, la agilidad del que ha estado haciendo ejercicio toda su vida. Sus ojos eran quietos, fijos, hipnóticos. Eran unos ojos siniestramente grises.

Salomón presentó con una sonrisa:

– El señor Méndez.

Y añadió:

– Mi ayuda de cámara. El señor Galán.

Méndez arqueó una ceja.

El podía ser lo que se quisiera, pero tenía buena memoria.

Susurró:

– A usted le he visto alguna vez.

Galán contestó sin inmutarse:

– Seguro que en el Hotel Palace de Madrid.

– Los ayudas de cámara no suelen alojarse en hoteles como el Palace -dijo Méndez con una amable sonrisa.

– Pues seguramente ha tenido que ser allí, porque yo también le recuerdo a usted. En cuanto a su extrañeza por verme alojado en un hotel de lujo, le diré que yo no vivía allí. De vez en cuando iba a llevar recados para algunos huéspedes que eran amigos del señor Salomón, eso es todo.

Méndez comprendió que el llamado Galán le había dicho la verdad. Caso de tratarse de un huésped, quizá le hubiera visto con más frecuencia. De modo que miró su gin confusamente, no sabiendo qué decir. En realidad aquella pareja del tullido y su guardaespaldas -porque era evidente que además se trataba de su guardaespaldas- le interesaba realmente poco. Fue el propio Salomón el que le sacó de su apuro diciendo:

– Beba tranquilo, señor Méndez. Tendremos tantas ocasiones de hablar que no voy a molestarle ahora. Galán, ¿quiere usted llevarme a mi habitación? Para lo que guste mandar, señor Méndez, estoy en la primera habitación junto al restaurante. Buenos días.

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