Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Méndez ladeó la cabeza.

Miraba las columnas del salón.

Pero no veía nada.

Susurró:

– ¿Cuándo la mataron?

– Justo en el tope legal. Cuarenta días después.

– ¿Ustedes no pudieron evitarlo?

– Dios santo…

– Tengo la sensación de que usted tampoco invoca demasiado a Dios, amigo mío.

– No lo hago apenas desde entonces. Y sin embargo noto que Dios me envía a veces mensajes desde las esquinas. ¿Me ha preguntado si no hicimos nada, Méndez? Dios santo, he dicho yo. Llegamos hasta el que entonces llamaban el Caudillo. No hubo nada que hacer. Todos los miembros del Tribunal Popular, se nos dijo, tenían que morir. Se nos dijo eso como si fuera la última revelación de la Patria. Pero no nos dejaron acompañarla la última noche, no nos dejaron darle, como ella había hecho con nosotros, ni el pobre milagro de la palabra. Yo no sé cómo murió, Méndez, pero la imagino cara al pelotón, recordando unos versos de Machado, de García Lorca, de Miguel Hernández o de Rafael Alberti. Ése es el milagro de los poetas, Méndez: ellos son los únicos capaces de regalarnos la última palabra. Fue entonces, ¿sabe?, cuando Dios me empezó a enviar mensajes desde las esquinas. De pronto salía a mi encuentro y me susurraba unos versos de Hernández, o se escondía astutamente en una bocacalle y me arrojaba a la cara una poesía de Alberti transformada en canción del puente de Toledo o el paso del Ebro. Yo volvía a casa y encontraba absorto a Antonio, con la mirada perdida, y entonces me daba cuenta de que él también había estado en la misma bocacalle, en la misma esquina, y de que Dios había estado jugando con él y con el viento que trae las palabras. No nos decíamos nada, pero los dos nos dábamos cuenta de que habíamos quedado anclados en un tiempo que no iba a pasar nunca. Y así es, Méndez, aquí estamos Antonio y yo, con Dios todavía espiando en la esquina.

Méndez hundió la cabeza.

La serpiente había muerto en sus ojos.

Susurró:

– ¿Dónde está enterrada Marta?

– En una tumba de La Almudena. Es, al menos, una tumba hermosa.

– ¿Qué dice el epitafio?

– Es muy sencillo.

– Sí, ¿pero qué dice?

– «Tuvo fe.»

– ¿Lo sabe Clara?

– No. ¿Para qué, si tampoco podría ver la tumba?

– ¿Cuándo la adoptaron?

– Enseguida que fue posible. Y vivimos para ella, ¿comprende?, vivimos para ella. ¿Aunque para qué se lo digo? Claro que lo entiende. Y como usted también debe ser de los que han recibido mensajes en las calles, comprenderá muy bien que ni Antonio ni yo nos hayamos casado ni hayamos admitido nuestra separación a causa de una mujer. Porque entonces, ¿quién se quedaba a la niña? Nos hemos hundido en la calle Serrano, hemos mirado la puerta de Alcalá y le hemos regalado a Clara lo que nos regaló su madre: el amor y la palabra. La hemos vestido con tiempos que ya no existen, la hemos bañado en músicas antiguas. Le hemos destapado versos de Aleixandre y le hemos descrito un Madrid del año cuarenta, pero ella ignora que no existe. Por lo tanto todo es una gran farsa, una gran mentira, pero sin embargo es la única verdad de nuestra vida. Y oiga esto, Méndez: Clara ha sufrido dos pruebas terribles porque ella ignoraba la existencia de la maldad. Pero ya no sufrirá ninguna prueba más. Estará del todo a salvo cuando nos alejemos de aquí. Nos la vamos a llevar enseguida, ¿entiende?

– ¿Adonde? -preguntó Méndez, aunque ya lo sabía.

– De momento, a Egipto.

22 UN HOTEL EN EL CAIRO

Méndez lo identificó enseguida en el aeropuerto de El Cairo. Aquel tío, Pepe Quílez, era el gorila. Acompañaba a Clara Alonso, a Antonio Cañada, a Luis Manrique y a una niña.

Méndez, de momento, sólo se pudo fijar en el gorila. Lo recordaba muy bien, a pesar de que habían transcurrido bastantes años, porque, ¿cómo olvidar a Pepe Quílez? Seguía pesando unos cien kilos, midiendo dos metros, teniendo dientes de caimán y mirada de hiena. En fin, era un zoo. Méndez lo había conocido a principios de los años setenta, cuando Quílez se dedicaba al noble oficio de proteger tahúres y proteger putas. Por descontado, gente de altura, o sea tahúres con buenas manos y putas con buenas piernas. Luego Quílez hizo unos cuantos trabajos para la policía, protegiendo a diplomáticos, políticos extranjeros, banqueros y otras gentes de vida encomiable. Esas actividades piadosas le obligaron a matar a dos hombres, pero Méndez podía garantizar que los dos hombres ni se enteraron. Quedaron en forma de ovillo, con la columna vertebral rota. Fue entonces cuando Méndez pensó que Quílez seguía siendo un zoo, pues además de dientes de caimán y mirada de hiena tenía la fuerza de un buey. Era, por lo tanto, una persona de toda confianza.

Si los dos amigos lo habían contratado para proteger a Clara Alonso, Clara Alonso podía estar tranquila.

Méndez los vio llegar, junto con otros pasajeros, al vestíbulo donde él aguardaba pacientemente. Porque el viejo policía había llegado dos horas antes, en otro avión.

Encendió un toscano, pese a que ahora empieza a estar prohibido fumar en todos los aeropuertos, las embajadas y los meublés , y pensó en sí mismo con una creciente lástima. ¿Qué se había hecho de aquel Méndez de creencias sólidas, de virtudes inalterables, que jamás salía del Barrio Chino a no ser para ir al entierro de un amigo? ¿En qué simas de perdición había caído para gastar todos sus ahorros en un viaje de alto turismo, después de pedir unas vacaciones para pasarlas -por primera vez en su vida- fuera del balcón de la comisaría? Y sobre todo, ¿qué sería de su estómago, qué sería de su piel? Habituado a trabajar de noche y a levantarse a las cinco de la tarde, ¿cómo podría soportar el sol de los faraones? Sólo podría salvarse si tenía la suerte de quedar encerrado en una tumba donde hubiese alguna faraona, preferiblemente una faraona de vida dudosa.

Su piel -Méndez lo sabía- saltaría convertida en escamas y en polvo, pero no era eso lo que más le atormentaba. Lo que más le atormentaba era su estómago. El estómago de Méndez ya venía descrito en la Gran Enciclopedia Catalana como un ejemplar de suma delicadeza. Sólo soportaba pulpo a la gallega, pimientos de Padrón, pochas a la navarra, carnes de buey con chile, bacalaos a la llauna, codillo leonés y, sobre todo, fabadas preparadas con paciencia por la cocinera de un obispo. Méndez, según sabían bien sus amigos, era hombre dado a esos y otros ayunos. Para compensar la flojedad y el desinterés de tales alimentos los regaba, eso sí, con algún vino sustancioso, como podían ser prioratos, cariñenas, jumillas y otros caldos de camionero altoaragonés, de esos que dejan dos viudas después de sufrir una muerte súbita. Su catálogo de cazallas, roñes, orujos, grapas y pingas -esos detalles Méndez los cuidaba mucho- también estaba puesto rigurosamente al día.

Y un hombre así, que había cuidado durante años su salud con tantos desvelos y tantos sacrificios se veía ahora abocado a una aventura que de ninguna manera podía tener buen fin. En el avión le habían dado una comida fría cocinada a base de aspirinas y polietilenos. Para beber, le habían suministrado una limonada tan virtuosa que parecía hecha con lágrimas de vírgenes de la Albufera. Y no había hecho más que empezar: porque Méndez se daba cuenta, con creciente horror, de que estaba en un país islámico, es decir, un sitio donde no podría pedir un ron y ni siquiera algo tan inocente como unos pies de cerdo amenizados con un par de botellas de gandesa. No sobreviviría.

¿Por qué, pues, había gastado casi todos sus ahorros en un viaje así? ¿Por qué quería estar cerca de Clara Alonso?

Méndez sabía que no iba a poder contestar a esta pregunta de una manera razonable. Pero sabía también que las preguntas que se pueden contestar de una manera razonable no tienen el menor interés. Justamente aquella situación le fascinaba porque no podía explicársela.

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