Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Manrique le puso delicadamente la mano en el antebrazo. Era un gesto suplicante, un gesto que marcó un paréntesis en el aire y no necesitó ir acompañado de ninguna palabra. Méndez miró a aquel hombre, vio que el tiempo le estaba contemplando desde el fondo de aquellos ojos y sintió algo así como un escalofrío.
El tiempo siguió allí, entre los dos, igual que otra mano quieta.
– ¿Le ha dicho Antonio -preguntó Luis Manrique- que vivimos en la calle de Serrano, en una casa con carácter, entre cuyos inquilinos podrían figurar el pintor Vázquez Díaz y un viejo presidente de sala del Supremo? Quedan menos edificios de esa clase cada día que pasa.
– ¿Es que viven los tres allí? ¿Juntos?
– Sí.
– Infiernos… Entonces tengo que insistir: ¿ella de quién es hija?
– No lo sabemos.
– Pero ¿qué me dice? ¿O es que la madre era una mujer que se acostaba con todos?
– Por favor, no la insulte.
– No la estoy insultando. Quiero saber la verdad.
– Muy bien. Pues entonces le voy a contar la verdad, señor Méndez, porque no es ningún secreto y porque no será usted el único en saberla. Yo, al igual que Antonio, soy un hombre muy rico. Él le habrá contado cómo vivimos, ¿no? Seguro que se lo ha contado, porque Antonio es de los que se tranquilizan hablando. En fin, eso me ahorra decirle que tengo tantos bienes como él. Los dos éramos muy ricos y jóvenes cuando empezó la guerra civil.
Méndez se acordó de la permanente miseria en que vivía la gente de sus barrios y dijo solamente:
– Leches.
– Éramos muy jóvenes, ¿sabe, Méndez? Unos críos el año 36. Pero sabíamos muy bien que nos matarían si nos atrapaban, y por eso tuvimos que escondernos.
– Por lo que veo, con éxito.
– No crea.
– ¿Por qué no he de creerlo?
– Porque nos atraparon en los últimos días de la resistencia de Madrid. Fue cuando lo de Casado, que a mí, aunque en aquel momento se me podía considerar un fascista, siempre me pareció un traidor. Y tampoco me gustan Besteiro ni Mera, ¿sabe? Tampoco me gustan. Con el enemigo no se pacta pensando en tu propia vida y no en la vida de los otros. Pero, en fin, ¿por qué le hablo de esto? Quizá sea injusto, y encima ya es historia. El caso fue que cometimos un descuido y nos atraparon a los dos.
– ¿En los últimos días? Eso es tener mala suerte.
– Sobre todo teniendo en cuenta que, en un juicio rapidísimo, nos condenaron a muerte, pensando que éramos espías. La ejecución fue señalada para la madrugada siguiente, con todo Madrid ya lleno de tiros y de muertos. Le juro que a veces aún los veo en las calles. Los muertos están allí, como mirándome. Se lo juro. Siguen en sus puestos.
Méndez guardó silencio.
Miraba a aquel hombre con una fijeza casi hipnótica.
Manrique continuó:
– ¿Sabe quién era la secretaria del tribunal?
– No, claro que no.
– Una hermosa mujer llamada Marta Alonso.
– ¿La… la madre de Clara?
– Sí.
– Infiernos…
– Era una roja convencida. La mujer más roja que he visto en mi vida, a pesar de que Madrid estaba perdido, la guerra estaba perdida, ella estaba perdida. Pero ella no quería rendirse, ella dijo que aún empuñaría un fusil. ¿Y sin embargo sabe lo que sintió por nosotros?
– ¿Qué?
– Piedad.
Hubo un brusco silencio, un silencio tan espeso como si la rotonda estuviese vacía, el hotel vacío, el tiempo vacío. Méndez tuvo la brutal sensación que ya había tenido otras veces, la sensación de que el tiempo es una broma, de que en realidad no existe.
– ¿Intentó salvarles? -musitó.
– No podía.
– ¿Entonces qué hizo?
– Traernos comida, pero no quisimos. Traernos bebida, pero no quisimos. ¿Qué podía darnos? Nos dio su compañía, nos dio su palabra. En aquel momento era lo único que queríamos realmente: la palabra de alguien que fuese capaz de sentir piedad.
– ¿Se quedó toda la noche?
– Sí.
Su mirada volvía a ser la de la serpiente vieja.
Y quizás eso no era malo. Quizás en su mirada había algo de eternidad.
– ¿Estaban solos? -susurró.
– Sí. Aquella noche éramos los únicos condenados a muerte.
– Dígame que es mentira lo que estoy pensando.
– No es mentira, Méndez.
– Dios santo…
– Algo me dice que usted nunca invoca a Dios.
– Tiene razón. Apenas lo invoco. Dios tendría toda la razón si de vez en cuando se molestara en escupirme desde una nube.
Y Méndez volvió a mirar al vacío. No se movía nada en el hotel, nada, ni una mano, ni la ceja de un político, ni el ojo de un mercader, ni el labio inferior de una mujer ansiosa. Todo estaba inmóvil de pronto en aquel pedazo de tiempo que ellos dos habían dejado suspendido en el tiempo.
– ¿Cómo se lo propuso? -preguntó Méndez en voz muy baja.
– No nos lo propuso. Marta Alonso estaba ante nosotros, apoyada en el alféizar de una ventana, jugueteando con el borde de su falda rural, mostrándonos sus rodillas sólidas, de chica que ha ido a pie hasta el frente del Guadarrama, y sus manos finas, de chica que ha tocado esa misma noche la última melodía en el último piano de Madrid. ¿Sabe, Méndez? Es como si lo estuviera viendo otra vez, como si distinguiera a través de la ventana, como enmarcando el cuerpo de Marta, la puerta de Alcalá, cargada de historia que venía vestida con la Marcha de Infantes , y que hoy simplemente ahí está, ahí está, en el fondo de una canción pasota. La puerta de Alcalá, las ventanas del Banco de España, el Madrid viejo, desesperado y hambriento donde sólo estallaba la juventud de aquella mujer roja. ¿Me sigue escuchando, Méndez? No dijo una palabra. Sólo se subió la falda. Los dos sabíamos que no nos podía dar más. Que no podía haber otras verdades, otros consuelos, otros catecismos ni otras lenguas. Antonio se mantuvo entero, pero yo me puse a llorar. Y así la poseí, Méndez, así poseí su piedad, porque ella no me daba otra cosa ni quería darme otra cosa. Hay una piedad, Méndez, más auténtica aún que la del corazón: es la piedad del vientre. Así la tuvimos los dos, uno detrás del otro, y cuando le dimos las gracias ella nos dijo que éramos unos chiquillos y nos besó en la frente. Ni mi madre me había besado nunca así, ¿sabe, policía de las esquinas?, ni mi madre. Porque en los besos de mi madre estuvieron siempre la casa y la familia, y en aquel único beso de Marta Alonso estuvo la calle. Hay en la calle una sencilla verdad que entonces aprendí y que no he olvidado nunca. Luego Marta desapareció.
Luis Manrique hundió la cabeza.
Seguía teniendo un hermoso nombre.
Quizás en su vida todo había sido hermoso, aunque no lo supiera.
– ¿Por qué no les mataron? -susurró Méndez-. ¿Por qué?
– El oficial que había de mandar el piquete se las apañó para aplazar la ejecución. No quería comprometerse, no quería jugarse la cabeza cuando los moros estaban a veinte pasos. Pudo alargar aquello sólo un día, pero fue suficiente. Unas horas más tarde, las tropas de Franco entraban en Madrid y terminaba una etapa de la historia de España. O continuaba, no sé. Hay quien dice que duró hasta 1975. ¿Qué importa eso, cuando la única verdad histórica está en la piedad de una mujer? La buscamos por todas partes. Pensamos que, al igual que tantas otras, la habrían fusilado enseguida.
Méndez cerró los ojos.
– No la fusilarían, supongo -musitó-, si Clara tuvo tiempo de nacer.
– La buscamos por todas partes -continuó Manrique, como si no le hubiese oído-. Por las cárceles, por las calles, por los campos de refugiados y hasta por las casas de putas. A veces, ¿me sigue escuchando, Méndez?, nos sorprendíamos con lágrimas en los ojos cuando veíamos a una mujer que se le parecía en las esquinas del viejo Madrid con la camisa nueva, gloria-a-la-patria-que-supo-seguir-en-el-azul-del-mar-el-caminar-del-sol. Nos deteníamos en las celdas de una comisaría, en el patio de una cárcel, veíamos a las mujeres y sentíamos unos horribles deseos de rezar. Porque el deseo de rezar, Méndez, también puede ser horrible. Por fin la encontramos, pero ya había sido condenada a muerte. ¿Sabe por qué no la habían ejecutado aún, viejo policía especialista en nazarenos? Porque la ley prohíbe ejecutar a una mujer encinta. Sí. Ella estaba encinta. Fue en enero de 1940 cuando dio a luz a una niña, a la que había de ser la importante señorita Clara Alonso, en un jergón de una cárcel, medio desangrada, desnutrida, infectada, rota por dentro, sin ganas de vivir. Sí. Marta Alonso era todo eso. Nunca supo que su hija había nacido ciega.
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