Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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No tenía más que agacharse y desenfundar. El estampido de la pequeña pistola no se oiría apenas en el tráfago de la calle, si lograba disparar a quemarropa.
Pero Gandaria no le puso las cosas tan fáciles. No fue al estacionamiento subterráneo, como Fernando Torres había supuesto. De pronto cambió de dirección hacia la izquierda y avanzó hacia un coche estacionado muy cerca de la entrada de la rampa.
Fernando Torres sintió que sus músculos se tensaban.
Pero era igual. De todos modos, no fallaría. Porque el coche hacia el que se dirigía Gandaria, un Rover azul que Torres no había visto nunca, estaba vacío. Sin duda iba a abrirlo y subir a él.
Magnífico.
Torres respiró hondamente ahora.
No podía soñar una oportunidad mejor.
De modo que sonrió.
Se agachó con suavidad felina, fingiendo ajustarse un zapato.
La pistola.
Le pareció que sus dedos estaban más completos ahora. Que su mano era lo que siempre había anhelado ser.
Gandaria acababa de abrir la portezuela.
Torres estaba a dos pasos.
Pensó: «Ahora».
Y entonces oyó la voz.
¡La voz!
¿La voz?
La palabra saltó como un dardo:
– ¡Idiota!
Fernando Torres se volvió con la boca abierta.
En su derecha brillaba el arma. Al girar, había dejado caer el periódico que la ocultaba.
Vio la cara.
De los dos guardaespaldas, era el más delgado. En su boca flotaba una mueca de asco. Torres sólo pudo balbucir: -Pero…
Estos disparos sí que llenaron la calle. El guardaespaldas había hecho fuego dos veces, y encima con una estridente Baretta del nueve largo. Todo el mundo se volvió al oír las detonaciones. Una mujer lanzó un grito.
Pero Fernando Torres ya no llegó a darse cuenta de nada de aquello. Las dos balas de grueso calibre le habían penetrado por la boca. Una le destrozó las vértebras cervicales, y la otra le perforó la base del cráneo.
Giró sobre sí mismo antes de desplomarse.
Sus ojos estaban espantosamente abiertos.
21 HISTORIA DE DIOS EN UNA ESQUINA
Méndez fue prácticamente el primero en llegar. De hecho había seguido a Torres cuando éste salió del hotel, porque empezaba a estar seguro de que era el único sospechoso entre todos los que se alojaban en el Palace. Casi tuvo que detenerse en seco para no tropezar con el muerto mientras éste se desplomaba.
El guardaespaldas no se movió.
Sólo dijo:
– Sabía que iba a llegar, inspector Méndez.
Méndez masculló:
– La madre que te ha parido.
– ¿Por qué se enfada, inspector?
– ¿Cómo cojones sabes que me llamo Méndez?
– Porque se ha inscrito con su verdadero nombre -dijo el guardaespaldas tranquilamente, mientras miraba el cadáver de Fernando Torres-, y porque la propia policía nos advirtió que usted estaba allí para ayudarnos. Aunque su misión fuera secreta, a nosotros sí que nos lo podían decir.
Méndez abrió repentinamente la boca, ahogando una maldición.
De modo que la propia policía…
Claro que, de todos modos, no tenía por qué asombrarse. Era natural. Quizá no hubiesen advertido al propio Gandaria, pero a sus guardaespaldas sí. Los guardaespaldas, al fin y al cabo, eran como policías: tenían una licencia para hacer su trabajo.
Gandaria no se había movido. Miraba aterrorizado el cadáver y el círculo de gente que se iba formando alrededor del coche. Aquel círculo aumentaba tan rápidamente y se iba haciendo tan espeso que Méndez hubo de mostrar su placa, para imponer el buen sentido y la serenidad de la ley:
– ¡Atrás! ¡ Atrás ! ¡ Policía ! ¡Me cago en la leche! ¡Al que se acerque un paso más, le pateo los cojones aquí mismo!
No hizo falta que Méndez pateara los cojones a nadie, en el improbable caso de haber llegado a tenerlos a su alcance, porque desde el cercano Palacio de las Cortes llegó una patrulla. No en vano la muerte se había producido en el lugar más vigilado de Madrid. Inmediatamente la multitud fue alejada. Gandaria fue sacado del coche y el cadáver cubierto con una manta.
Méndez volvió al hotel, tras indicar el número de la habitación en que podían encontrarle. Gandaria y sus guardaespaldas fueron conducidos provisionalmente al retén de las Cortes, donde fue avisado el juez. Por el momento nada más se podía hacer, excepto esperar que se iniciara el tedioso rosario de trámites legales, después del cual -Méndez lo sabía muy bien- el caso se daría por definitivamente cerrado y resuelto. Porque si había muerto el hombre que iba a matar a Gandaria, ¿para qué buscar más…?
Se sentó en una de las butacas del hotel.
Sus ojos estaban nublados.
Sentía una extraña sequedad en la boca.
Casi no vio al hombre que venía hacia él.
Claro que no era un hombre que llamara la atención de una forma especial, aunque pertenecía sin duda -eso lo pensó Méndez de una forma maquinal- a viejas culturas desacreditadas y extintas: la cultura del casino, la tertulia ilustrada, la silla del ateneo y el café con leche a horas fijas. Pertenecía, en fin, a una de esas especies que están desapareciendo rápidamente de Madrid, y que sin duda acabarán extinguidas del todo a menos que una ley las proteja. Claro que los supervivientes, si los hay, siempre podrían quedar confinados en parques naturales, como el Café Gijón, los peldaños de acceso a la Biblioteca Nacional o los bancos menos buscados del paseo de Recoletos. Méndez, aunque estaba hundido en sus propios pensamientos, no dejó de sentir un inmediato interés por él, al captar en aquel hombre ciertos rasgos que lo identificaban como un animal de su especie.
Aquel hombre era más viejo que Méndez. Eso se notaba, aunque conservaba parte de su agilidad. Se inclinó un poco sobre la butaca en que estaba el policía y susurró:
– Perdone. No sé si me permitirá hablar un solo minuto con usted.
– Por supuesto que se lo permito. Siéntese… Mire, aquí estará usted muy bien.
– No quisiera ser inoportuno. Por cierto, permita que me presente. Me llamo Antonio Cañada. Supongo que usted me ha visto bastante por el hotel.
– Sí, es verdad… Le he visto.
– Quisiera invitarle a algo, si me lo permite. ¿Qué le apetece? Algo me dice que usted es, como yo, hombre de vino viejo.
– Sí, es verdad. Soy hombre de vino viejo y, por desgracia, de mujeres viejas. Un jerez.
– Ahora mismo se lo pido, señor Méndez.
– ¿Cómo sabe que me llamo Méndez?
– Me he tomado la libertad de preguntarlo. Espero que no le sepa mal.
– Perdón, pero ¿por qué ese interés?
– Es que quería disculparme por una cosa, y para eso necesitaba saber antes su nombre.
– Yo no recuerdo que usted me haya ofendido en lo más mínimo, señor Cañada. ¿Por qué quiere pedirme perdón?
– Por el error que ha cometido mi hija.
La cabeza de Méndez fue sacudida por un breve estremecimiento. Musitó:
– ¿Su hija…?
– Sí. Se metió por error en la habitación de usted. Yo estaba cerca de los ascensores y lo noté en el último momento. Pero verá… No me atreví a darle explicaciones entonces, delante de la doncella.
Méndez arqueó una ceja mientras sorbía unas gotas del jerez recién servido. Acababa de averiguar una cosa que no sabía: la señorita Alonso tenía un padre. Lo que no acababa de cuadrar era que la señorita Alonso tuviese un padre que no se apellidaba Alonso sino Cañada.
Pero decidió aparcar ese pensamiento por unos segundos. Vio que el que ahora iniciaba el gesto de beber era Antonio Cañada. Levantó la copa y, al hacerlo, no pudo evitar que le temblara la mano, como si le dominara un lejano Parkinson. De todos modos consiguió frenarlo.
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