Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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Historia de Dios en una esquina: краткое содержание, описание и аннотация

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Como ya había estudiado el terreno muy bien, se metió en el portal de la casa. Vio allí a un hombre ya mayor hurgando en los buzones de la correspondencia, como si depositara en ellos propaganda comercial, pero no le importó. Llamó con toda naturalidad a la puerta, sabiendo que le abriría una mujer ya vieja.

– Hola, ya estoy aquí -dijo amablemente Valle-. Me envían del hotel.

No permitió que la otra contestara. Con rapidez simiesca, pasó entre la mujer y la hoja de madera, se coló dentro y cerró. La víctima dijo, sin entender nada:

– Pero ¿quién es usted…?

Lo que sucedió a continuación fue tan rápido como un fogonazo. Descargó sobre el cráneo de la mujer la barra de hierro que había llevado remetida entre la camisa y el pantalón, y en el silencio de la habitación resonó un crac siniestro. Valle no supo si había matado a la mujer, pero eso le importaba bien poco. Tampoco por eso iba a estar ni un día más en la cárcel, aun en el absurdo caso de que llegaran a identificarle. Cuando la primera víctima hubo caído, Valle avanzó velozmente unos pasos, se dirigió a la otra habitación y entonces vio a la ciega.

Estaba sola.

Mejor.

Le habían hablado de la posibilidad de encontrarse con una señorita de compañía bastante joven, en cuyo caso el trabajo sería más difícil, aunque quién sabe si también más placentero. Pero ni ese problema existía. La señorita Alonso estaba sola. Sin entender nada, murmuró:

– Pero ¿qué pasa…?

No tuvo tiempo de preguntar nada más. Una especie de bola se le metió en la boca como un pelotazo, llegándole hasta la garganta. En aquel momento no comprendió que era un pañuelo prensado. Lo único que comprendió fue que no podía gritar y que además se estaba ahogando.

Lo que pasó a continuación, en menos de un segundo, aún fue peor. Estaba braceando en el aire, sin saber lo que ocurría, cuando una ancha tira de esparadrapo le selló la boca. La sensación de ahogo, de angustia fue tan intensa que cayó de rodillas, convulsionándose. Había estado a punto de tragarse el pañuelo, pero a pesar de eso no podía ni toser.

Rosendo Valle la miró desde arriba, lanzando una risita. Todo estaba resultando maravillosamente fácil. Contempló a la mujer, que movía la cabeza angustiosamente, y pensó que, después de todo, le parecía más bonita que la primera vez que la vio. La primera vez que la vio no tuvo para él más atractivo que el dinero que iban a proporcionarle por ultrajarla; la segunda vez pensó que tenía un no sé qué de decadente, de mujer antigua, bien educada y bien limpia, que a lo mejor daría juego en la cama. Ahora, en una rápida progresión de su capacidad artística -apreciar la belleza allí donde la haya-, Valle se dio cuenta de que la señorita Alonso tenía unas buenas y seguramente satinadas nalgas. Por lo tanto le subió la falda con un movimiento brusco mientras decía:

– Zorra.

Ella cayó de bruces, estremeciéndose de horror. Valle la sujetó con fuerza, para mantenerle la grupa en el aire.

Sabía que podía hacer con aquella mujer cualquier cosa, mientras no la matase. Matarla era el único lujo que de ningún modo se podía permitir. Mientras le mantenía la grupa en el aire con su poderoso brazo izquierdo, empleaba la mano derecha para rasgarle las braguitas de un solo tirón seco.

Ella volvió a estremecerse.

Pero él se estremeció también.

¿Qué hacía aquel hombre allí?

¿Por dónde había entrado? ¿Por qué se había sentado tranquilamente en una de las butacas, como si quisiera contemplar la escena? ¿Por qué le estaba mirando?

Rosendo Valle balbució:

– ¿Quién eres tú…?

Oyó la risita. El hombre no contestó, pero se puso a reír suavemente. Sus ojos parecieron hacerse más grandes y adquirieron la fijeza de los de una serpiente. Y ahora se dio cuenta Rosendo Valle de dos cosas: de que era el mismo hombre que había visto antes trajinando en los buzones y de que, pese a ser efectivamente un hombre ya mayor, era bastante más joven y fuerte de lo que había creído al principio.

Repitió como un eco:

– ¿Quién eres tú…?

El otro no contestó tampoco. Se puso en pie. Seguía riendo silenciosamente, como si se dispusiera a hacer algo placentero que ya había hecho docenas de veces, como si se anticipara el placer de un festín abyecto. Y entonces Rosendo Valle se sintió acometido por la desesperación. Soltó a la mujer y trató de saltar de costado hacia la puerta, mientras lanzaba un gritito. Nunca había sentido miedo de la ley, pero en cambio sintió que el horror le helaba la sangre al encontrarse ante aquella especie de verdugo.

No iba armado para no correr el riesgo de matar a la mujer, y porque tampoco hubiera podido pasar con armas el control del aeropuerto. De todos modos aún tenía a su alcance la barra de hierro. Intentó sujetarla.

El desconocido dijo brutalmente:

– Te la meteré por el culo.

Y abrió la navaja. Era una pieza enorme, una especie de cuchillo de desollar que arrancó reflejos a todos los metales y a todos los espejos que había en la habitación. Rosendo Valle, mudo de horror, intentó dar otro salto y chocó contra un ángulo, quedando completamente clavado allí como si las paredes tuviesen manos, como si el aire le ahogase, como si la luz irreal de aquella habitación destilase una especie de baba.

Sólo pudo balbucir:

– No… no lo hagas.

Mientras tanto, sin cambiar de posición, intentó dar un puntapié al bajo vientre de su enemigo, pero éste esquivó con la facilidad de un auténtico profesional, una facilidad increíble para su edad y sobre todo para su peso. Entonces tendió la mano derecha.

La hoja de acero brillaba en ella.

Hubo un chispazo.

Un grito.

El desconocido susurró:

– Te gustará mi servicio de afeitado en seco.

Rosendo Valle ahogó un grito de horror.

No podía moverse.

Sabía que estaba ante un sádico.

Y entonces sintió el primer pinchazo. La hoja de acero le llegó hasta el fondo de la garganta. Le perforó la tráquea.

Valle sintió que sus rodillas se doblaban y que un líquido caliente y pegajoso le llenaba la boca.

No sabía que aquello era «la pajarita».

Murió sin saberlo.

La sangre saltó hasta la pared.

Pero en todo tiene que notarse la pericia de un auténtico profesional: ni una sola gota de sangre salpicó la mano del hombre que estaba haciendo la carnicería.

Rosendo Valle se derrumbó. Bajo su cuerpo, la sangre se estaba extendiendo con tal velocidad que pronto todo el suelo de la habitación se volvería rojo. Antes de que eso sucediera, el hombre limpió la navaja en las ropas del muerto y se alejó.

Ni siquiera se preocupó de la señorita Alonso, por la sencilla razón de que ella se había desmayado.

Después de todo, lo peor que ahora le podía pasar era que se pusiese perdida de sangre.

20 EL HOMBRE DE LA SILLA DE RUEDAS

Galán salió de la casa, observó en torno suyo y se dio cuenta de que nadie se fijaba especialmente en él. Por lo tanto avanzó con expresión tranquila, sin alterarse, llegó a la plaza de las Cortes y descendió sin urgencia hacia el laberinto de Neptuno y el Prado. Caso de tener tiempo libre hubiese ido a pie hasta alguna tasca de Atocha cuyo ambiente no hubiese variado en los últimos treinta años -«pues haberlas haylas», pensó- pero el reloj apremiaba. De modo que tomó un taxi a poca distancia de Cibeles y se hizo conducir a la plaza de la República Argentina, a un Madrid apacible y donde aún piaban algunos gorriones que habían podido escapar al último censo. Desde allí volvió a salir a la Castellana y tomó otro taxi, al que dio la dirección definitiva, o aproximadamente definitiva. El sitio donde el taxi le dejó estaba a una parada de autobús de su destino.

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