Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Miró con renovada atención a la señorita Alonso. Sus dos batallas perdidas, las dos arrugas en el cuello, aparecían estampilladas bajo un rostro que sin embargo estaba cargado de vida. Sí, a pesar de todo lo que le había ocurrido, el rostro de aquella mujer seguía estando cargado de vida. Méndez clavó sus ojos en ella por una serie de pequeñas cosas, que sin duda empezaban -desvergonzadamente- por el secreto de haberla visto casi desnuda y seguían -por orden decreciente, según la más respetable escala de valores- por su asombrosa facilidad de adaptación a un mundo sin luz, por la gracia de sus andares -propios de una señorita que ha sido instruida en academias de baile y conciertos de piano con audiencia limitada- y la distinción de sus movimientos -por supuesto, propios de una señorita que ha sido enseñada a evolucionar entre cortinas de Valenciennes y tapices de La Granja-. Ninguna de estas virtudes tan inconcretas podía borrar, desde luego, la virtud concreta de un desnudo, pero para un hombre tan pasado de moda como Méndez eran cosas que aún conservaban vigencia. Por eso la siguió con la mirada hasta que ella desapareció por la puerta de la calle, esta vez sin ninguna escolta, lo que era sencillamente asombroso. Por eso Méndez la siguió a toda velocidad -es decir, a dos kilómetros por hora- mientras se preguntaba con inquietud si la señorita Alonso era de verdad una ciega, es decir si allí no existía una gran farsa.
Una vez en la calle se dio cuenta de que la mujer no iba sola. Su dama de compañía, a la cual él ya conocía, la había estado esperando fuera para guiarla a través del tráfico incivil de la calle del Prado. Es decir, la señorita Alonso no sorteó sola los peligros del asfalto. Fue a la cercana casa donde había estado el cadáver de su hija adoptiva y se metió en ella. La dama de compañía entró esta vez también. Méndez permaneció fuera, con la mirada perdida.
Nada extraño en aquella actitud de la señorita Alonso. Aquel piso modesto, cercano al hotel, había de significar tanto para ella que era normal que lo frecuentase. Por lo tanto Méndez olvidó sus malditas sospechas, hizo una mueca, volvió la espalda y se dirigió de nuevo al hotel.
Fue entonces cuando lo vio. El rostro le recordó inmediatamente algo, pero no estaba seguro de que aquel tipo que ahora cruzaba la calle fuera el mismo que estaba archivado en algún rincón de su memoria. Méndez había visto tantas caras de asesinos, atracadores, violadores y otros tipos aptos para triunfar en un festival de ratas que ya le era imposible precisar identidades. Quizás a aquel tipo no lo había visto jamás. Pero le recordaba a Valle, un tipo que violó a dos niñas y mató a otra. El tal Valle era de estatura mediana, manos grandes, buena musculatura y mirada terriblemente fija. El tipo que ahora cruzaba la calle era de estatura mediana, manos grandes, buena musculatura y mirada terriblemente fija. Fue ese detalle, el de la mirada, el que devolvió a Méndez a otros tiempos más dados a la paz cristiana, cuando aquellos tipos, antes de ser ejecutados, recibían toda clase de seguridades sobre su vida futura. Pero era evidente que estaba equivocado. Aquel tipo no podía de ninguna forma ser Valle, ya que Valle tenía que encontrarse en la cárcel. Por su parte, el paseante en corte también le miró a él, y si pensó algo pensó que no podía ser Méndez, puesto que Méndez no podía encontrarse en los barrios altos de Madrid, sino en los barrios bajos de Barcelona.
En fin, Méndez se olvidó de él y regresó al hotel a pasos más bien veloces, buscando de nuevo el placer de su butaca y de su somnolencia en la rotonda. Entonces se encontró -lo cual nada tenía de extraño, puesto que le ocurría frecuentemente- con aquel hombre joven que usaba corbatas de seda italiana y leía el Financial Times . Los dos se saludaron con una leve inclinación de cabeza. A aquellas alturas, Méndez ya sabía que el hombre con el que se acababa de cruzar se llamaba Fernando Torres, del mismo modo que conocía los nombres de prácticamente todos los clientes del hotel. En cambio Fernando Torres, al no disponer de tantos medios de investigación, no sabía aún que Méndez era un policía. Y caso de saberlo no lo hubiese creído, entre otras cosas porque un policía que está siempre dormido cerca del bar no merecerá nunca que le den un destino de lujo en el Hotel Palace. Por supuesto que Fernando Torres, un buen profesional en otros aspectos, no conocía en absoluto la historia de España.
Después de cruzarse con Méndez, Fernando Torres se dirigió hacia
Cibeles en busca de una cabina telefónica libre y en buen uso. Ardua tarea en la que han fracasado los más notables talentos del país. Pero como disponía de tiempo, como había salido con mucha antelación, encontró al fin una que le permitió hacer la llamada durante la media hora del plazo convenido. La voz tranquila le contestó con la indiferencia de siempre:
– ¿Torres…?
– Sí. Quedamos en que llamaría a esta hora. Puede estar tranquilo, porque hablo desde una cabina pública.
– De acuerdo. He estado haciendo averiguaciones sobre ese hombre del que me habló, Galán.
– ¿Y…?
– Es realmente muy bueno. Ha trabajado en todo el mundo, y parece que no falla nunca. -Se lo dije.
– Ha trabajado incluso en Estados Unidos, para el Sindicato del Crimen. Y en América del Sur, sobre todo en América del Sur. Me han asegurado que una vez, en Bogotá, pusieron tras su pista a otro asesino a sueldo, y Galán no sólo lo mató, sino que envió la cabeza a la casa del hombre que había hecho el encargo. Me han asegurado también que es muy bueno con el cuchillo. Hace lo que llaman «la pajarita».
Sin transición, añadió:
– La «pajarita» consiste en dibujarla en el cuello con la punta de una navaja, pero pinchando muy adentro. El que tiene la desgracia de encontrarse con ese adorno, cuando se entera ya se ha quedado sin garganta.
– Me está hablando de cosas que ya sé -dijo con impaciencia Fernando Torres-. Fui yo quien advirtió que Galán es muy bueno, aunque esté ya viejo y necesite una oportunidad. Si fuese un paquete, no me hubiera molestado en telefonear. Pero ahora, en cualquier lugar del mundo se contrata a hombres como nosotros, y los primeros que nos contratan son los gobiernos. Galán no hubiera llegado hasta esa edad si no fuese una verdadera figura.
– Lo sé… Y precisamente por eso no me ha sido difícil averiguar cosas sobre él. Pero lo más importante no he podido averiguarlo de ninguna manera. No tengo la menor pista de la persona que le ha podido contratar. Y tampoco lo entiendo. No doy con la menor organización que tenga interés en soltar dinero, mucho dinero, para poder tocar el cadáver de Gandaria.
– Maldita sea, pues es muy sencillo -gruñó Torres con la misma impaciencia que antes.
– ¿Sí? ¿Quién?
– ETA
– Mire, amigo Torres, usted no tiene que pensar, pero tampoco tiene que hablar. Hablar nunca. Con nadie, y hasta le diría que casi ni conmigo. Yo soy un intermediario, un agente que le conocía muy bien a usted y ha hecho todos los contactos por teléfono, excepto el de depositar dinero en su cuenta bancaria. Naturalmente, a mí me pagan una comisión, pero ni voy a decirle quién me la paga ni voy a decirle quién me ha hecho el encargo. ¿Tiene monedas?
– Las suficientes.
– Bien, entonces oiga esto: no entiendo quién puede haber contratado a Galán para hacer lo mismo que ha de hacer usted. Pero ETA no ha sido.
Fernando Torres dijo con voz nerviosa:
– Usted está seguro por una sola razón.
– ¿Por qué?
– Porque ETA es usted.
La voz siguió sonando tranquila, apacible, casi abacial, al otro lado del hilo.
– Mire, Torres, yo sólo soy un intermediario, un hombre que le ha contratado a usted para hacer un trabajo, del mismo modo que podía haberle contratado para pagar un rescate en Francia. Pero no le voy a decir nunca quién me ha contratado a mí. Hasta me avergüenza tener que explicarle eso. ¿Usted piensa que me ha pagado ETA? Bueno, pues piénselo. Puede hacerlo mientras no hable. Pero lo que sí puedo garantizarle es que a Galán no lo ha contratado ETA. Tengo los suficientes contactos para saberlo.
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