Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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La voz le cortó para decir suavemente:

– Cuidado, Torres.

– ¿Por qué?

– Puede ser un infiltrado de la policía.

– No, no lo creo.

– ¿Por qué no?

– No es su estilo. Ni tampoco está de acuerdo con su historia.

– La historia cambia -dijo la voz, con la misma tranquila suavidad-. Parece mentira que tenga que decirle eso precisamente a un profesional como usted. Son precisamente las personas garantizadas por su pasado las que la policía busca para ofrecerles algo muy importante a cambio de algo también muy importante. De ese tal Galán no sospecharía nadie, Torres, ni siquiera usted. Por lo tanto, es el hombre ideal para estar actuando como confidente.

– Pero entonces, ¿por qué se ha quitado ya desde el principio la careta y me ha demostrado que está enterado de todo?

La voz contestó con otra pregunta:

– ¿Y por qué está enterado de todo?

Hubo una vacilación.

– ¿Usted no se lo ha dicho? -musitó Torres.

– ¿Yo…?

– ¿Puede haber una organización paralela dispuesta a hacer lo mismo que nosotros? ¿Y puede esa organización paralela haber contratado a Galán? -preguntó Torres.

– Teóricamente es posible, aunque en ese caso, ¿cómo sabría la tal organización paralela que existimos nosotros, y especialmente que existe usted?

Fernando Torres, que prácticamente no vacilaba nunca, vaciló otra vez.

– Pues Galán lo sabía todo -dijo al fin.

– Entonces desconfíe de él. Desconfíe. No haga nada de momento, excepto reunir toda clase de datos sobre ese tal Galán. Mañana vuelva a llamarme a esta hora. Lo hace desde una cabina pública, por supuesto.

– Sí, claro.

– No lo olvide.

Al otro lado de la línea colgaron. Fernando Torres colgó también. Miró como si no fuese suya aquella mano que temblaba. Miró la calle que de pronto parecía un tubo vacío y hostil, tan profundamente español y contradictorio que tenía en su extremo una iglesia, es decir un monumento a Dios, y en el otro extremo el monumento a un presidente de la República. Salió de la cabina, siguió andando como un autómata y cuando sus pensamientos empezaron a serenarse estaba ya en la calle del Cardenal Cisneros, viejo lugar de tascas y mesones, vinos en trance de consagración, orinas bautismales y quesos fermentados a la luz de la luna. Salió a Fuencarral: brillantes oficinas con una sola empleada y un solo archivador, viejas pegadas a un cristal, un mosaico o una foto, relojeros que habían aprendido a medir el tiempo hacia atrás, bares desde cuyos escaparates te miraba un pulpo resignado a todo y chicas que habían salido a la calle a comprarse dos palmos de vida.

¿Qué le pasaba? ¿Por qué notaba de pronto aquel miedo y se dejaba invadir por aquella sensación de fragilidad? Ni siquiera el Hotel Palace, cuando se reintegró a él, le pareció como otras veces un mundo de valores permanentes y verdades establecidas, donde las cosas tenían que ocurrir con un ritmo lógico y consagrado desde 1914. De pronto sucedían en el Hotel Palace cosas increíbles, como por ejemplo encontrar a Gandaria completamente solo en un pasillo, sin sus guardaespaldas, encendiendo un cigarrillo y esperando, al parecer, que él hiciera con toda facilidad el difícil trabajo de matarle. Gandaria estaba allí, quieto e indefenso, sin ni siquiera mirarle, tratando de hacer funcionar un monumental encendedor de oro que no funcionaba. De pronto vio venir a Torres, señaló y preguntó:

– Perdone, ¿me da usted fuego?

– Pues claro que sí.

Torres se estremeció al pensar en lo fácil que era todo. En lugar de sacar el encendedor podía sacar el corto estilete que siempre llevaba acoplado a uno de los bolsillos de su americana. Un solo golpe en el pasillo solitario, un golpe al corazón, suave y acariciante, y el asunto terminaría. Incluso el ascensor que él acababa de dejar seguía en el piso, de modo que en cuestión de segundos podía tomarlo y desaparecer. Cuando descubrieran a Gandaria, cuando sonara el primer grito, él ya estaría en el bar charlando del porvenir de España, es decir de su porvenir exclusivamente personal, con cualquier político.

Pero vaciló en los instantes cruciales, justamente a causa de su sorpresa. Un hombre como él nunca debería pensar, pero eso lo comprobó demasiado tarde. De repente la voz de Gandaria dijo con suavidad:

– Gracias, amigo.

Un guardaespaldas apareció entonces al extremo del pasillo. Era enorme. Ahora se dio cuenta Torres de eso, al verlo moverse en un espacio relativamente pequeño. A aquel tipo lo colocaban en un ring y el ring se hundía. El guardaespaldas miró recelosamente a Torres -a quien sin embargo conocía por haberle visto varias veces en el hotel- mientras preguntaba:

– ¿Necesita algo, señor Gandaria?

– No, gracias. ¿Dónde estabas?

– Revisando el ascensor del otro lado. Perdone si me he retrasado un momento.

– No tiene importancia. Adiós, señor.

Miraba a Torres. Este musitó:

– Adiós.

Los vio alejarse mientras él se quedaba absurdamente parado en el pasillo. Con un retraso impropio de un hombre de su experiencia, se dio cuenta de que no se estaba comportando normalmente, de que había olvidado lo básico: la naturalidad. Fingió que él también buscaba tabaco, encendió al fin un cigarrillo y se alejó. Pero en el momento de volverse aún le pareció sentir clavada en él la mirada recelosa del guardaespaldas.

Había perdido una magnífica ocasión, y lo que era peor, había dejado que se fijaran expresamente en él. Ahora ya era tarde para lamentarlo.

Quizá por eso, aquella noche apenas pudo dormir. En un profesional como él, un detalle así era inconcebible.

Pero la conversación que tuvo al día siguiente -desde una cabina telefónica, como le habían ordenado- con el hombre de la voz tranquila, le quitó el sueño durante muchas horas más. Le ordenaron algo que no hubiese esperado nunca.

19 EL HOMBRE DE LA MIRADA QUIETA

Méndez había logrado ingerir en un bar de Atocha, no lejos de allí, unos buenos tragos de anís barato, seco y duro, y estaba convenientemente amodorrado en el salón rotonda del hotel cuando la vio pasar. Méndez había hecho una peregrinación a las casetas de libros viejos de la Cuesta de Moyano, sin encontrarlas ya, y había dado fin a sus problemas culturales metiéndose en aquel bar donde terminó haciéndose amigo del camarero y confidente del limpiabotas, además de enterarse de que muy poco antes había quedado embarazada la dueña. Confortado con estos efluvios del alcohol, de la amistad y de la vida que pasa, Méndez estaba medio adormilado cuando -hay que insistir en ello- la vio cruzar la rotonda a poca distancia. Se dio cuenta una vez más de que no era ya joven ni demasiado guapa, y además, al margen de eso, tenía la desgracia de ser ciega. Méndez pensó que se fijaba en ella, la señorita Alonso, sólo porque lo sabía todo sobre su vida -incluidas sus terribles desdichas- y porque era increíble que una mujer sin visión se moviese con aquella soltura. Pero luego se dio cuenta de que eso no era cierto, de que en realidad estaba pensando una mentira.

La señorita Alonso tenía para él un cierto interés como mujer. Según sabe todo el mundo -y según el curioso lector puede comprobar en diversos archivos cardenalicios- a Méndez le interesaban las mujeres más bien crepusculares, armadas con una corsetería eficaz, que tuviesen un cierto sentido barroco del amor y a las que no importara empezar por la mañana y no haber tenido todavía un orgasmo a la hora de la cena. Quizá la importante señorita Alonso daba la imagen en esos profundos pensamientos de Méndez, al menos de una forma inconsciente. O tal vez no tan inconsciente, pues Méndez la había visto desnudarse en su habitación, y todos sus amigos sabían que Méndez, incluso en sus pensamientos más fugitivos, era profundamente malvado.

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