Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Aquel hombre, pues, fue retratado por Méndez, pero inmediatamente Méndez lo archivó, mientras seguía avanzando hacia la rotonda. Una vez allí oteó el panorama de rostros ya conocidos, de transeúntes por conocer, damas otoñales a las que no valía la pena archivar, porque a Gandaria sólo hubieran podido matarle de aburrimiento, y señoritas inútiles para todo servicio en las que Méndez se fijó especialmente por puro placer estético, pero diciéndose a sí mismo que era por un sacrificado cumplimiento del deber. En efecto, nada garantizaba que no fuese una mujer la que había recibido el encargo de matar a Gandaria.
Mientras tanto, el hombre en quien Méndez se había fijado sólo un momento salía del hotel, dirigía una mirada hacia la bulliciosa glorieta de Neptuno y atravesaba la plaza de las Cortes para remontar la
Carrera de San Jerónimo. Miró de soslayo el Congreso, que al parecer no despertaba en él ningún interés, y se detuvo unos instantes ante los escaparates de un anticuario situado a mano izquierda. Bañados por una luz declinante acechaban en el interior una consola isabelina, un tocador ante el que debía de haberse desnudado una mujer de Monet, una delicada palangana de Talavera que parecía hecha para abluciones pecadoras y una jarrita que cabría en el segundo piso de un bolsillo de obispo y que parecía hecha para los óleos más santos. En un cuadro de dama con tafetán y perrito, situado al fondo, moría una luz que hubo una vez en el paseo de Recoletos, y en unos azulejos colgados cerca de la puerta brillaba un sol que estalló una vez en un huerto de Valencia. La vida desfilaba tras las anchas espaldas del hombre, se detenía en Lhardy, alquilaba una ilusión en el teatro y se escondía ante un mostrador y un reguero de vino junto a la plaza de Canalejas. El hombre de la cara gastada y el cuerpo joven pareció darse cuenta de que tenía el tiempo detenido entre los dedos, dio un cuarto de vuelta y siguió andando.
La Puerta del Sol, los despachos de la primera detención y los cafés de la última copa solitaria. Los policías que te enseñan a guardar distancias, la extinguida librería San Martín, especializada en temas militares, donde te enseñaban a ganar todas las batallas que ya pasaron. La calle Arenal, con el Hotel Moderno -que, por descontado, es muy antiguo- y la charcutería de lujo donde un letrero indica que allí sólo entran géneros, es decir carnes, sangres y se supone que clientes, de primera calidad. Jóvenes que esperan ver nacer en la acera un trabajo, abogados que esperan una pasantía prometida ya a sus padres, hombres y mujeres parados en espera de algo que podría ser la luna llena.
Y en el café, cerca de la plaza de la Opera, el otro hombre. En el café cercano a la plaza de la Ópera se encontraba Fernando Torres.
Fernando Torres estaba vuelto de espaldas, pero el que había salido poco antes del Palace lo reconoció enseguida. Entró con pasos tranquilos, hasta ponerse a su lado.
– ¿Todo bien, Fernando? -preguntó amistosamente.
Fernando Torres estaba distraído. Por primera vez en su vida podían haberle sorprendido como a un niño. Su derecha quedó un momento en el aire mientras volvía con rapidez la cabeza.
Miró a su interlocutor como si éste fuese un aparecido.
– Galán… -musitó. Y enseguida añadió, reaccionando después de la primera sorpresa-: No sabía que estuvieras en Madrid. Vaya… ¡qué cosas tiene la vida! ¡Pero qué cosas! ¿Desde cuándo no nos habíamos visto?
– Desde México, hará unos cuatro años. O tal vez nos vimos un poco más tarde -dijo Galán mirando al vacío-. Sí, eso es… Nos vimos un poco más tarde. Fue cuando yo te di las instrucciones para el trabajo de Panamá y después te lo pagué. Me parece que la última entrevista la tuvimos en el aeropuerto Kennedy. Hay que ver la de cosas que han pasado desde entonces, la de cosas.
– No muchas. La gente que antes pagaba, paga. La gente que antes cobraba, cobra. La vida es una comedia que siempre se repite. Oye, Galán…
– ¿Qué?
Fernando Torres pareció perder un instante, sólo un instante, su aplomo, mientras apoyaba ambas manos sobre la barra.
– ¿Estás ya retirado? -preguntó.
– No, qué va.
– Pero tienes muchos años.
– Cincuenta y cinco.
– Para este oficio eres una mierda de viejo.
– Te equivocas. Ni viejo ni nada. Estoy en mi mejor momento. Los que pagan lo saben muy bien. Por eso siguen pagando.
– ¿A qué has venido a Madrid?
Galán tomó ostensiblemente la cerveza que Torres tenía delante y que aún no había probado, se la bebió con toda tranquilidad, se pasó el dorso de la mano por la boca y dijo:
– He venido a ver a los amigos.
– ¿Qué amigos?
– Por ejemplo, tú.
– No me digas…
– Claro que te digo. Fui a buscarte al Hotel Palace porque sabía que te hospedabas allí y quería que hablásemos un rato. Nada importante, claro… Cosas de colegas. Pero me di cuenta de que salías poco a pie y usabas con frecuencia un Mercedes despampanante, supongo que sólo para que la gente te mirara. En realidad no ibas con él a ninguna parte, porque lo solías dejar en un aparcamiento a poca distancia. Luego me di cuenta de que frecuentabas algunos sitios. Uno de los sitios es este café. Y tú sin darte cuenta de nada, Fernando, sin darte cuenta de que te tenían controlado. Has perdido facultades y además tienes un exceso de confianza. Ya no actúas como un ejecutor, sino como un cartero. Es admirable.
Desde el lugar solitario de la barra que ocupaban los dos hizo seña al camarero, que estaba algo alejado, y le encargó dos cervezas más, con dos bocadillos de calamares. Galán había dado varias veces la vuelta al mundo, había vivido fuera de España años y años y sin embargo no había logrado olvidar los calamares baratos de Madrid, el pan blanco y denso, el bocadillo de apaño, de urgencia y de trasiego, con sabor a cristal viejo de la calle San Bernardo, a noche de la Plaza Mayor y a rayo de sol muriendo en un mostrador de Atocha. Lo mordió casi con ansiedad, reencontrando olores clausurados y salivas perdidas, mientras evitaba mirar a Fernando Torres. Pero notaba que éste, pese a aparentar tranquilidad, pasaba demasiadas veces los dedos por la barra manchada de cerveza.
Fernando Torres no probó nada. Solamente entreabrió los labios para musitar:
– ¿Cómo has sabido que estoy en el Hotel Palace?
– Llevo muchos años de oficio, Fernando. Para trabajar, yo sólo necesito tres cosas: un nombre, una ciudad y veinticuatro horas de tiempo. Ah, y que me paguen, naturalmente.
– ¿Eso quiere decir que estás trabajando?
– Sí, digamos que sí.
– ¿En qué?
– En algo muy bien tarifado y que necesito terminar a modo. Estoy dispuesto a que sea el mejor trabajo de mi vida. Últimamente he estado algo olvidado, quizás algo enfermo, y… Bueno, hay quien considera que ya no hago las cosas como antes. Por descontado, el que piensa así se equivoca de medio a medio, pero ya sabes lo que ocurre con todos los artistas: de vez en cuando necesitas tener un éxito.
– ¿Qué trabajo es ése?
– Uno en el que estás metido tú.
– ¿Yo? ¿Y qué sabes tú del trabajo en que estoy metido?
Galán terminó su bocadillo, bebió un largo trago de cerveza y pronunció a continuación un solo nombre:
– Gandaria.
Por la calle, más allá de los cristales del café, desfilaban unos jóvenes con una gran bandera blanca. Sin duda se trataba de jóvenes que acudían a una concentración de seguidores del Madrid, para ir juntos al partido con sus banderas, sus canciones y sus gorras. Seguramente había en el Bernabéu encuentro entre semana: Galán no lo sabía. Pero viéndolos pasar recordaba otros tiempos, de cuando él, con sólo diez años, iba a visitar a su padre preso y le llevaba algunos alimentos robados en las tiendas de la Cava Baja o en el mercado de la Cebada, hasta que no hizo falta robar más porque a su padre lo ejecutaron habiendo recibido los santos sacramentos y la bendición apostólica. Eran otros tiempos, cuando el viejo Chamartín constituía casi una reunión de familia, cuando en el Madrid aún se recordaba a un portero artista llamado Esquivia, a un medio ala llamado Lecue, que parecía un intelectual, y las últimas temporadas de Quincoces. El Madrid de finales de la Guerra Mundial era, en los recuerdos de Galán, una ciudad gris, con campos de fútbol siempre embarrados, árbitros gordos y franquistas, una calle recta -la Castellana- que se perdía de vista y unos cafés llenos de humo donde siempre había algún hombre que chillaba y alguna joven melancólica que leía un libro de poesía en riguroso secreto. Por la gran recta de la Castellana sólo pasaban uno o dos automóviles particulares, invariablemente ocupados por cuatro amigos que iban a casas de putas lejanísimas, perdidas en la noche, y luego veían amanecer en una taberna de lágrima flamenca.
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