Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– No se preocupe, Méndez. Si triunfa, volverá pronto a la calle Nueva. Si fracasa, también.
Le apuntó con la llamita del puro y añadió:
– Ahora voy a decirle una cosa.
– ¿Qué?
– Usted ha llegado a la conclusión de que Gandaria es una especie de héroe. El pueblo también ha llegado a la misma conclusión, y eso aumenta la moral colectiva. Pero una vez dicha esta gran mentira, voy a decirle la gran verdad, Méndez. Conviene que usted la sepa porque necesita trabajar con todos los datos en la mano. Nosotros y los de arriba -señaló el techo de la habitación, como si allí estuviera vigilando la santísima trinidad del Cuerpo- tenemos la convicción de que ya ha pagado importantísimas cantidades a ETA.
Méndez carraspeó de nuevo.
– ¿Qué les hace pensar eso? -murmuró.
– Las cuentas corrientes de Gandaria. Su situación financiera, vamos. Ya le he dicho que tengo un importante puesto en el Banco de Crédito Industrial, y desde esa atalaya puedo otear lo que pasa en el campo del dinero español, que por cierto es un campo adornadísimo. Gandaria ha gastado enormes sumas en los últimos tiempos, sin lógica aparente, y ha hecho viajes sospechosos al extranjero, todo lo cual concuerda con la actitud de empresario que paga a ETA. No tenemos pruebas, pero pensamos que las cosas ocurren así. Y a partir de aquí sé que usted me hará dos preguntas, Méndez.
– Justo. Le preguntaré primero por qué razón Gandaria, si ha pagado, sigue con la comedia de que no paga. Y le preguntaré en segundo lugar por qué ETA quiere matarlo, si ETA ya cobra.
– Le contestaré, claro que le contestaré -dijo Besteiro, abandonando por unos momentos el cigarro-. Gandaria, si es que efectivamente paga como pensamos, no lo reconocerá nunca por varios motivos. Primero, por su propio carácter. Segundo, porque si se mantiene como un héroe, puede hacer una carrera política en la derecha española, cosa que ya ha empezado a insinuar. Y tercero, porque todo pago a ETA en el extranjero presupone una alta evasión de divisas, es decir un delito.
Méndez cabeceó afirmativamente.
– Buena respuesta -dijo-. Ahora explíqueme por qué ETA quiere matar a la gallina de los huevos de oro.
– Eso habría que preguntárselo a los terroristas, claro. Pero permítame tener mi propia hipótesis: Gandaria ya se ha cansado de pagar. O ya no puede pagar más. Es decir, la gallina ya no pone huevos. Reconozco que, hasta ahora, la banda terrorista ha sido bastante seria en sus tratos, es decir si se llegaba a un acuerdo en una cantidad, no exigía más. Pero últimamente ETA ha degenerado tanto que puede haber perdido hasta lo último que le quedaba: la seriedad. O puede que Gandaria no haya pagado aún todo lo que prometió. Y hasta pienso en una maniobra propagandística: si Gandaria quiere mantener su prestigio diciendo que no paga, ETA puede querer mantener el suyo matando al que dice que no paga.
– Ha pensado usted mucho en todos los detalles -elogió Méndez.
– En el Hotel Villamagna no sé qué hacer.
– Maldita sea, no es fácil encontrar policías como usted, Besteiro. A lo mejor incluso ha leído a los filósofos griegos de la escuela cínica y se ha pasado una tarde de domingo con Tom Wolfe y con Henry Miller. Pero lo único que ha hecho ha sido darme detalles sobre una misión que ya sé. Y ahora soy yo el que quiere preguntar cosas, ¿entiende? Soy yo.
– Naturalmente que sí. Pregunte, Méndez, aunque ya imagino lo que quiere saber.
– Es esto: yo descubrí en Barcelona el cuerpo de una chiquilla de unos doce años que había sido asesinada.
– Lo sé.
– Pues oiga bien, Besteiro: no se conocía la identidad de esa chiquilla. La última vez que la vi estaba hecha un bultito conmovedor en el depósito del Clínico. Y ahora la encuentro aquí, en Madrid, casi al lado de donde estamos ahora. Y se ocupa de su cadáver una mujer que encima es ciega y que reside en el Hotel Palace.
– Claro, Méndez. La señorita Alonso.
Méndez pestañeó.
– Tengo la sensación -dijo- de que dentro de poco empezaré a necesitar un trago.
– Pues espérese un poco, porque todo lo que sé sobre este asunto se lo puedo explicar. La niña se llamaba Mercedes y, en efecto, tenía doce años. La señorita Alonso es su madre adoptiva.
– ¿Insinúa que Mercedes fue una niña abandonada?
– No lo insinúo. Lo afirmo.
– ¿Y por qué la adoptó una mujer ciega?
– ¿Y por qué no?
Méndez se encogió de hombros casi imperceptiblemente, sintiendo que se movía en un terreno inseguro.
– Claro -dijo-, ¿y por qué no? Pero tal vez lo que estoy pensando es otra cosa. Yo entiendo mucho de mujeres, Besteiro, pero no de mujeres que adoptan a niños. Sin embargo siempre he pensado que la madre adoptante tenía que poder garantizar la protección de la hija adoptada. Dígame: ¿qué garantías de protección puede dar una ciega? ¿Eh? Dígame: ¿qué garantías?
– Toda la protección que usted quiera. La señorita Alonso es enormemente rica.
– ¿Muy rica…?
– Una de las principales fortunas de España.
Méndez quedó pensativo, sintiendo otra vez que se movía por terrenos resbaladizos. Y es que él, cuando le hablaban de dinero -del gran dinero-, se desconcertaba. Pero trató de ordenar sus ideas, porque aquél era un caso que había empezado y terminado él. Terminado en todos los sentidos, con el asesino muerto y metido ya en la fosa. Pero aún había muchos detalles que ignoraba, de modo que preguntó:
– ¿La señorita Alonso tiene otros hijos?
– No. Es soltera.
– ¿Por qué adoptó a Mercedes?
– Porque no la quería nadie.
– ¿Qué quiere decir eso de que no la quería nadie?
– Esa chiquilla era autista -informó Besteiro con paciencia-. Vamos a ver si me explico bien, aunque quizá le estoy diciendo algo que usted ya sabe, Méndez. En España hay unos cinco mil niños autistas. ¿Y qué les ocurre? Pues que no conectan con la vida, las personas y las situaciones. Se puede decir que las personas de su alrededor no existen para ellos. No existen tampoco para ellos los sonidos o los estímulos habituales. Usted puede disparar una pistola junto a su cara y ni siquiera pestañean. No miran directamente a los ojos, y si quieren una cosa, en vez de señalarla con el dedo por ejemplo, tomarán la mano de una persona adulta para conducirla hacia esa cosa. También tienen una enorme resistencia física. A veces repiten gestos agotadores e inútiles centenares de veces, de tal modo que otra persona acabaría reventada, pero ellos ni se enteran. Hay algunos que consumen sus propios excrementos, porque sólo lo que es auténticamente suyo les interesa. En resumen, son unas personas conmovedoras, imposibles de definir, que arrastran consigo todo un mundo propio. Nuestro mundo está hecho de pedazos que repartimos entre los demás. El suyo no. No sé si me he explicado bien, Méndez. No sé si usted ha comprendido ya por qué una niña de esa clase pudo despertar la compasión de una supermillonaria.
Méndez sintió un pinchazo en el fondo de sus ojos, quizá cansados de ver los pedazos de su mundo que tantas veces había repartido inútilmente. Musitó:
– Claro que lo comprendo.
– Bueno, pues ésa era la niña.
– ¿Por qué mataron a una desgraciada así?
– Por dinero.
– ¿Qué dice?
Todo el cuerpo de Méndez estaba ahora tenso. Sus ojos ya no eran melancólicos sino duros y crueles. Volvían a ser los ojos de la serpiente vieja. Sacó la lengua que parecía dividida en dos mitades para repetir:
– ¿Qué dice…?
– La pequeña fue secuestrada. Nada tan fácil como secuestrar a una chiquilla así. No tienen voluntad. Se dejan conducir a donde sea. Y confían en todo el mundo. Su propia vida no les importa.
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