Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Era una escalera antigua, con peldaños de madera, lámparas ovaladas, barandas de forja y quién sabe si inquilinos que aún pagaban el alquiler en duros de plata. Pero la señorita Alonso, que parecía saber muy bien adonde se dirigía, no subió por aquellas escaleras. Volvió a girar a la derecha, sin equivocarse, y penetró por una puerta entreabierta que estaba en la misma planta baja.
Méndez la siguió sin vacilar. Sabía que no estaba cumpliendo con su deber, sino haciendo una cosa estrafalaria y probablemente absurda, pero no le importaba. Aparte de eso, ¿cuál era su deber? De modo que entró inmediatamente detrás de la ciega, dio dos pasos, entrecerró los ojos, contuvo un grito, sintió otra vez en su pecho aquel vacío y en sus rodillas aquella debilidad, aquel resto de su reuma barcelonés, solapado y antiquísimo.
Porque el sitio en el que la señorita Alonso y él acababan de entrar era una habitación modesta, preparada para un velatorio.
Había un ataúd blanco.
Y dentro el cadáver de una chiquilla.
Méndez lo recordaba muy bien.
¿Cómo no, si lo había descubierto él mismo, mientras buscaba un cachorrillo entre las ruinas de una fábrica…?
17 UN DESPACHO JUNTO A LOS LEONES
Méndez volvió a notar aquel dolor en las articulaciones, aquella flojedad en las rodillas. Él, que creía haberlo visto todo, que creía haber bajado hasta los infiernos más familiares y discretos, se dio cuenta de que nunca se había encontrado ante un infierno tan familiar y discreto como aquél. Por unos momentos se sintió vacilar, se dio cuenta de que las paredes avanzaban hacia él y luego retrocedían, como en una alucinación.
En la habitación, aparte de la ciega, había una mujer ya mayor, también vestida de negro. Aquella mujer, sentada en una silla al lado del ataúd blanco, no le había visto. No hubiera visto tampoco a un caballo entrando en la habitación, porque tenía la mirada perdida y los ojos anegados en llanto.
La ciega avanzó hacia el ataúd, acarició con las yemas de los dedos el rostro de la muerta y de pronto lanzó un grito ronco, ahogado, que no parecía surgir de una garganta normal, sino de un amasijo de músculos rotos. Méndez, incluso sin verla, porque la tenía de espaldas, se dio cuenta de que las lágrimas resbalaban por las mejillas de la señorita Alonso.
Y algo se rompió en él. Algo le dijo que no podía estar allí, espiando el dolor de las dos mujeres, ensuciando aquel dolor con su presencia. Además estaba tan confundido, tenía el cerebro tan paralizado que para empezar a pensar en algo necesitaba salir de allí.
Dio media vuelta en silencio.
Se encontró en la calle sin saber cómo.
La señorita Delia estaba a unos pasos, pero no se había dado cuenta de su presencia. El que se dio cuenta fue aquel hombre alto, más joven que Méndez -cosa nada difícil- vestido mejor que Méndez -cosa menos difícil aún- y con una cierta expresión de desdén en el rostro, como si se encontrara ante una situación demasiado consabida para merecer su interés. Tocó suavemente el hombro del policía mientras susurraba:
– Inspector Méndez.
Él lo miró. Como el tío era más alto, tuvo que alzar la cabeza.
– ¿Quién es usted?
– Soy el subcomisario Ceballos.
– ¿Qué pasa? ¿Me ha estado vigilando?
– No, pero he estado vigilando esta casa.
Méndez suspiró con cansancio, porque seguía sin entender nada. Y eso lo desalentaba. Miró de soslayo al otro hombre y musitó:
– No sé si será ridículo pedirle que me explique lo que sucede.
– Precisamente me he acercado a usted porque quiero darle una explicación.
– Entonces entremos en cualquier taberna -sugirió rápidamente Méndez-. Hay tabernas tan estupendas en Madrid que bien merecen se gaste en ellas lo que le quede de honor posterior a un hombre.
– ¿Puedo hacerle una sugerencia? -musitó Ceballos, después de mirarle fijamente.
– Sí, claro.
– No nos metamos en ninguna taberna.
– ¿Por qué?
– Porque a lo mejor a usted no le queda ya ninguna porción de honor posterior por gastar, Méndez.
– Se ve que me conoce. Nunca creí que mi fama hubiera llegado tan lejos.
– Me han hablado de usted y además he repasado su expediente. Aunque le parezca mentira, Méndez, tiene usted una hoja de servicios en el Ministerio.
– Supongo que la desinfectarán de vez en cuando.
– Es una idea. Pero ahora acompáñeme por favor, Méndez.
– ¿Adonde? Si no vamos a una taberna, ¿dónde diablos podemos hablar?
– Nos basta con atravesar la Carrera de San Jerónimo. Vamos a un despacho que está al lado mismo de las Cortes.
En efecto, estaba tan cerca que daba la sensación de que con un salivazo desde la ventana podías dejar tuerto a un león de la entrada. Era un local amplio y luminoso, lujosamente enmoquetado, con muebles refinados y selectos que enseguida gustaron a Méndez. Eso significaba, sin duda alguna, que eran muebles de anticuario. Otra cosa que agradó a Méndez fue el ambiente quieto y sereno de aquel despacho, donde nada más entrar se tenía la sensación de que todos los asuntos, por importantes que fuesen, podían esperar. Y una última virtud nada desdeñable de aquel recinto: las cinco únicas personas que parecían trabajar allí eran mujeres, mujeres selectas, bien vestidas y bien lavadas, de las que intimidaban a Méndez. Mujeres, sin duda -pensó él- de gran inteligencia y con una alta solvencia sexual, pues seguro que podían hacer el amor mientras recitaban unos apuntes para oposiciones a cátedra. Mujeres bien aposentadas y sin duda con una ropa tan exquisita por dentro que podías estar deshaciendo un nudo durante un mes, y así, mientras tanto -siguió pensando Méndez- ibas tomando fuerzas.
Una de ellas dijo:
– Buenos días, señor Ceballos.
– Buenos días, Mónica. Quisiera ver al señor Besteiro.
– Enseguida le anuncio.
En las paredes, según observó Méndez mientras iba recuperando facultades poco a poco, se alineaban viejos títulos de la Deuda, lujosamente enmarcados como si fueran cuadros de valor. Eran títulos con sus cupones aún intactos, muchos de los cuales estampillaban una peseta, y hasta cincuenta céntimos. Eso, por sí solo, ya revelaba su venerable antigüedad, así como la buena fe de las damas -sin duda las hubo- que vendieron su entrepierna por un puñado de aquellos títulos pensando que así garantizaban su porvenir. Méndez captó con creciente alarma un ambiente bancario en aquel despacho, un ambiente de dinero antiguo, libros de actas y poltronas de consejo de administración, es decir un ambiente del que él no podría salir con buena salud de ninguna manera.
Preguntó:
– ¿Por qué me ha traído aquí?
– Quiero que hable con el señor Besteiro.
– ¿Quién es el señor Besteiro?
– En este caso el representante de un gran banco oficial.
Méndez suplicó:
– Usted se ha equivocado de hombre. Deje que me vaya antes de que el señor Besteiro se dé cuenta de que estoy aquí y me eche encima al perro. Porque no me va a hacer creer usted que el señor Besteiro no tiene un bulldog diplomado en el IESE.
– Usted no debe de tener mucho contacto con los bancos, Méndez.
– En alguna ocasión he tenido que investigar en ellos, pero de verdad, de verdad, lo que se dice de verdad, sólo he entrado en uno.
– ¿Para qué?
– Para impedir un atraco.
– ¿Y lo impidió?
– Bueno, hubo un follón.
– ¿Por qué un follón?
– Los atracadores eran amigos míos.
– Aun así, no me dirá que no los detuvo.
– No hubo necesidad, ¿sabe, Ceballos? La cosa se pudo arreglar por las buenas. Ellos devolvieron el dinero que se estaban llevando y a cambio el banco les concedió un préstamo. Yo lo avalé -dijo orgullosamente Méndez.
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