Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Eso no fue obstáculo para que Torres se fijara intensamente en Gandaria, por encima del borde del Financial Times , y desde la parte delantera del salón rotonda, cuando Gandaria entró. Lo conocía muy bien, como lo conocían muchos españoles, porque no sólo su imagen había aparecido con frecuencia en la prensa, sino también por las diversas televisiones autonómicas. Gandaria estaba algo grueso, vestía con desenvoltura y observaba el ambiente con la amable condescendencia de un hombre que lo tiene todo y lo conoce todo. No llevaba más que un maletín, que curiosamente era bastante más modesto que el de Torres.

Los que no llevaban maletines ni nada que les pudiese impedir el libre movimiento de las manos eran sus dos guardaespaldas. Fernando Torres se fijó bien en ellos, se dio cuenta de que estaban muy atentos a todo y de que no intentaban disimular su condición. Por la longitud y flexibilidad de sus dedos podían ser unos perfectos pistoleros, y por su estatura y peso podían ser unos perfectos karatekas. Se colocaron sabiamente junto a Gandaria mientras éste recibía la llave, uno mirando hacia la puerta y otro hacia el interior del hotel, pese a que presumiblemente no podía surgir de allí ningún peligro. Los ojos helados del que vigilaba el interior recorrieron el salón y se posaron por un momento en la figura de Fernando Torres, pero éste había conseguido tener una mirada completamente en blanco, lejana y vacía, que no se concretaba en ningún punto. El guardaespaldas llegó a la conclusión de que aquel hombre joven y elegante, que era el mejor situado para controlarlos, ni siquiera se había fijado en la llegada de Gandaria. Hizo un leve gesto y le dijo a su compañero:

– Bien.

Un momento después, Gandaria y sus dos hombres fueron hacia el ascensor. Fernando Torres ni siquiera los miró cuando pasaron a unos metros. Y permaneció sentado, con perfecta indiferencia, cuando hubieron desaparecido.

El único riesgo que no podía permitirse era el de llamar la atención. Por otra parte, en un delicioso Madrid donde las cosas aún se hacen con cierta calma, él disponía de tiempo sobrado para concluir el trabajo. Toda una semana mágica.

El hombre solitario que entró a continuación, y en el que Fernando Torres no se fijó ni un momento porque no le conocía, paseó por el vestíbulo una mirada cansada y nostálgica. Lo primero que le llamó la atención fue que el hotel conservara su generosa amplitud, su matizada luz, su vieja geometría de los tiempos nobles. El recién venido no se distinguía por sus guardaespaldas, sino por su mirada cargada de añoranzas. Pasó casi rozando a Torres, se sentó en una butaca situada a un par de metros, con esa lentitud que tienen los artrósicos, y luego se dedicó a mirar al vacío. Pero aquel vacío parecía estar lleno para él de voces que habían sonado y de seres que habían existido: ministros del viejo banco azul, secretarios del ateneo de la cercana calle del Prado, banqueros de Lhardy, cortesanas de Chicote, escritores del Lión , dibujantes de Blanco y Negro , periodistas de El Sol o del Heraldo y fotógrafos de Estampa . Era un vacío donde nada actual tenía importancia, ni los camareros susurrantes, ni los turistas perdidos en el edén, ni los clientes con carteras de subsecretario ni, desde luego, las mujeres con el último modelo de sujetador garantizado por dos años. Por supuesto que no existía tampoco Fernando Torres, aunque Fernando Torres le mirase a intervalos con sus ojos de águila.

Se volvió a fijar, efectivamente, en el recién venido, por si cabía la posibilidad de que fuera un policía, pero desechó enseguida la idea, porque los policías que hacen servicios de calle o de salón no suelen ser tan viejos. El hombre que se había sentado cerca no mostraba aún los signos de la última decadencia, pero tenía encima todos los olvidos y todas las añoranzas. Fernando Torres, aunque en esas cosas se equivocaba poco, no supo calcular su edad, porque era un tipo que engañaba. Le atribuyó en cambio un desinterés total por la época presente y ante todo una cultura superior, dos motivos de peso para que dejara inmediatamente de ocuparse de él, especialmente el último.

Al cabo de unos minutos el recién llegado se levantó con lentitud y miró hacia la puerta del hotel, hacia las Cortes, la Carrera de San Jerónimo y no muy lejos la Puerta del Sol, al Madrid de las viejas estampas que quizás aquel hombre conocía muy bien y había añorado durante mucho tiempo. Dio unos pasos, mientras Fernando Torres le miraba de soslayo. La gran sala estaba ahora casi llena -banqueros que hablaban del último empréstito, casados que comentaban algo sobre coristas lejanas, casadas que se interesaban por el precio de un brillante cercano, viejos políticos que hablaban de una crisis del siglo xix, jóvenes políticos que maquinaban una crisis para el siglo xxi-. Los camareros iban en silencio de un lado para otro, catalogaban, susurraban, predecían. Para aquel hombre ya mayor todo dio una vuelta, como si la sala se hubiese puesto a girar, y tuvo que apoyarse un momento en el respaldo de la butaca de Fernando Torres.

– Perdone -musitó.

– Nada, no se preocupe.

Aquel hombre fue a su habitación. No necesitaba recoger la llave porque la guardaba en el bolsillo. La había tenido allí sin darse cuenta casi todo el día, mientras recorría una vez más el viejo Madrid. Se elevó hasta el segundo piso, se acercó a la puerta de su habitación, introdujo en la cerradura la llave y fue a hacerla girar, pero hubiera podido ahorrarse el gesto. Observó que la puerta estaba encajada solamente. Con un gesto de extrañeza, entró.

Por un momento, durante unos segundos que se le hicieron interminables, tuvo la sensación de que se había equivocado de cuarto.

Porque dentro estaba una mujer. Y la mujer se empezaba a desnudar, sacándose el vestido por la cabeza.

Todo hombre con la edad y la experiencia de Méndez tiene, no hay que dudarlo, un pasado galante. Méndez arrastraba muchos años ilustrados por Junceda, Opisso, Alloza y sobre todo Rafael de Penagos, que le había familiarizado con la imagen de una mujer treinteañera, gordita, de buenas costumbres, buena crianza y buen culo, que tenía un gramófono en el salón y se ajustaba las ligas antes de salir de casa. La vida de Méndez estaba jalonada de visiones así -por lo general rigurosamente irreales-, de ventanas luminosas, muebles color caoba y carnes prietas, ligeramente tibias, sobre las que el vestido se agitaba como una bandera. Una mujer de esa clase aún le producía un cosquilleo absolutamente fuera de plazo, una crispación inútil, lejana y secreta.

Pero la que tenía delante ahora no era la típica mujer del cosquilleo, una de las que tanto habían florecido en la cosecha inmediatamente anterior a 1950. Era una dama de unos cuarenta y tantos años, que usaba una lencería rococó, unos zapatos de medio tacón hechos para visitar obispos en trance de consagración y ministros en situación de disponible, un collar de perlas convertidas en una garantía y unos pendientes de esmeraldas hechos una provocación. Mujer dotada, sin duda, de todas las solideces requeridas por los bancos, no tenía, sin embargo, la solidez exigida por las camas. Sus muslos eran algo flacos, en comparación con las caderas y el vientre, siguiendo esa ley, tan constatada por Méndez, de que las mujeres se meten la edad en las piernas antes de metérsela en el cuello y en la cara. Eran unos muslos que habían perdido carne, vigor y en consecuencia calidad neumática. Sólo las jovencitas, había pensado muchas veces Méndez, tienen la fuerza de la vida en las nalgas que suben y en los muslos que estallan. Los cuarenta y cinco años -probables- de la mujer que ahora izaba bandera se apreciaban en la delgadez de las columnas básicas, la gravidez del vientre, que almacenaba horas, y la pesadez del culo, que ya se iba llenando de plieguecitos secretos. No eran visibles, en cambio, en su pelo bien arreglado y bien teñido, en la línea todavía firme de los labios y en la esbeltez de un cuello donde no había más que dos débiles arrugas, dos pequeñas batallas perdidas.

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