Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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– Lo siento. No pudo ser.

– ¿Hay algo que no quiere explicarme, Méndez?

– ¿Yo? ¡Qué va!

– ¿No disparó para encubrir a alguien?

– ¿Yo? ¡Qué va!

– No acabo de creerle, ya se lo he dicho, pero de todos modos, ¿a mí qué me importa? Si uno quiere prosperar en este oficio, lo primero que debe saber es que hay que dar por bueno lo que parece bueno, y no buscarse más complicaciones. El asunto está resuelto, el muerto está en la fiambrera y todos tan tranquilos. Si usted se guarda algo, Méndez, peor para usted. Pero yo no se lo voy a preguntar. Hablando como viejos camaradas: se lo mete usted donde le quepa.

Méndez dijo resignadamente:

– La última vez que un gay me tomó medidas, no me cabía nada.

El comisario transformó su gesto de cansancio en un gesto de hastío.

– Hala, ya le he comunicado la decisión tomada con usted. Ahora largúese, por favor. Largúese.

– Quisiera hacerle antes unas preguntas, si no le importa.

– Claro que me importa. Pero si no queda otro maldito remedio, hágalas de una vez.

– ¿Alguien ha reclamado el cuerpo de Ángel Martín?

– No. Nadie ha querido hacerse cargo del entierro.

– ¿Y qué pasa con Marquina? Oí decir que se lo habían follado en su piso del Paralelo.

– Ese es un asunto que no tiene nada que ver.

– No, claro -dijo Méndez, ocultando sus pensamientos-. No tiene nada que ver.

– Con lo de Marquina se están haciendo investigaciones, pero sin resultado. Reconozco que no tenemos ninguna pista que valga la pena, aunque usted, Méndez, hay que ver qué casualidad, estaba persiguiendo a tiros a Ángel Martín muy cerca de allí.

– Sí. Hay que ver qué casualidad -dijo Méndez con cara de buen chico, hasta dar incluso la sensación de que iba a persignarse.

– En fin, el entierro de Marquina será una especie de acontecimiento ciudadano. Espero que acuda usted, Méndez. Vendrá en bloque todo el personal libre de servicio.

– Sí, claro que iré. ¡Qué breve es la vida de los hombres! Pensaré en Marquina cada vez que llegue la Cuaresma.

– Méndez, ¿por qué no se larga de una vez?

– Me largaré, pero antes quisiera hacerle alguna pregunta más. Por ejemplo, si ha puesto en su informe que Gallardo se había entregado voluntariamente.

– Sí, claro que lo he puesto. Espero que, después de todo, no le traten mal.

– Otra cosa, jefe. La última. La más importante. ¿Se sabe ya quién era la chiquilla muerta?

La mirada del comisario se ensombreció.

– No, no se sabe -dijo-, y lo peor es que Ángel Martín ya no puede explicarnos nada.

«Ni Marquina -pensó Méndez-, ni nadie.» Pero enseguida añadió:

– ¿Alguien ha reclamado su cadáver? -Por ahora, no.

– ¿Qué han hecho con el cuerpo?

– Se conservará todo el tiempo posible.

Méndez tuvo que cerrar los ojos, como si el cansancio le venciera, mientras se levantaba poco a poco de la silla. Por un momento, en aquella posición, le venció el vértigo y tuvo que apoyarse en la mesa. Mientras lo hacía, balbució:

– Es un asunto de locos.

– Sí, Méndez, pero por lo que dice en su informe y por lo que corroboran las gentes que le acompañaron, Ángel Martín era el asesino y ya ha pagado por sus actos. Por lo tanto olvide el caso. Ah… Le prometo que no tendrá ningún problema judicial por la muerte de aquel cerdo.

– Sólo faltaría -gruñó Méndez-. ¿Es que le parece poco el follón administrativo? Hala, comisario, vaya usted con Dios y con la Santísima Virgen, sin pecado concebida.

Salió de allí arrastrando los pies. Se sentía tan cansado -con un cansancio hecho de relojes parados, de bocas cerradas para siempre, de preguntas sin respuesta y calles donde ya no le necesitaba nadie- que apenas pudo bajar las escaleras que daban a la calle Nueva, a la gran madre. Anduvo hacia las Ramblas, dirigió, como hacía siempre, una mirada nostálgica a la casa donde estuvo La Emilia, una de las primeras instituciones para el follador indígena, y acabó un poco fuera de sus dominios, en la parte alta de la Rambla, en el Viena, un piano-bar con fachada modernista, donde unos clientes silenciosos perdían el tiempo buscando el tiempo perdido. Pero se estaba bien allí, acodado en la barra, hundido en la soledad, que es la raíz de todo pensamiento, y envuelto por la música, que es la raíz de toda nostalgia. Méndez se alegraba de que Barcelona recuperara sus señas de identidad, se olvidara un poco de lo que quería ser -o lo que la obligaban a ser- y se acordara de lo que había sido. Hay locales donde en un tiempo moraron los espíritus. Maldito el que desprecie lo que aún queda de ellos para echarlos a la calle.

Pero la soledad de Méndez se fue al diablo cuando oyó repentinamente la voz de Armando, el intrépido vendedor de parcelas urbanizadas en sitios que, por lo general, habían sido declarados no urbanizables.

– A la pas del Sumo Hasedor, señor Mendes. Que Él le dé larga vida y muchos hijos para que le aplaudan el día de su santo.

– Jolín, el Armando.

– Mucho gusto en encontrarle, señor Mendes. Menos mal que esta parte de las Ramblas, que es donde la polisía ha pegado más guantasos, para el bien público, cuenta al fin con la importante presensia de ustés.

– No sé cómo he subido hasta tan arriba. Me va a dar algo.

– Pues yo le vi a ustés en la calle Verdi, que está más arriba entodavía.

– Es verdad, pero aún no me he recuperado -confesó Méndez-. Aquella luz cruda y que no está filtrada, como debe ser, por la ropa tendida… Aquellas caras de los hombres que se acuestan con un despertador y no con una tía… Aquellos bares recomendados por la Organización Mundial de la Salud, donde pides una ración de almejas y te las dan con un donut… Y, por fin, aquel aire que baja directamente desde lugares agrestes y poco de fiar, como por ejemplo San José de la Montaña. No me volveré a arriesgar por allí, Armando. De mis pulmones se fue todo el humo del tabaco y me encontré con que mi aliento olía a aspirina. Desde entonces siento náuseas y mi última esperanza está puesta en una botella de Chinchón seco que me regaló un amigo. Esas expediciones hacia lo desconocido pueden ser mi perdición, te lo aseguro, porque además, cada vez que salgo de la calle Nueva, necesito una brújula.

Armando susurró:

– Eso no le ocurriría si ustés me hubiese comprado el terreno que le ofresí serca del sementerio nuevo, o séase el sementerio viejo, un sitio de pas y de gloria, y de lo más tranquilo, oiga, pues los únicos vesinos hase siento sincuenta años que no molestan. Pero ustés nada de nada, y por eso ha perdido un gran negosio. Ahora todo aquello es sona olímpica, todo sube como la espuma, y hasta hay quien jura que sacarán las tumbas para poner ensima un atleta japonés. En fin, señor Mendes, que ha perdido ustés la oportunidad dorada de su vida, porque además, si el piso no le gustaba, se podía tirar directo desde el comedor a la fosa. Pero ojo, señor Mendes, que me párese que vienen a por ustés.

– ¿Quién?

– La oportuna autoridás competente.

Y Armando emprendió una retirada sigilosa, dejando a Méndez solo ante el peligro. El peligro consistía en el comisario jefe de la comisaría de la calle Nueva y un tío que tenía pinta de sacristán, pero que a la hora de la verdad resultó ser forense.

Méndez apartó un poco la cerveza que había estado bebiendo, mientras ponía cara de conejo.

– A la paz de Dios, jefe.

– Pague y vamos a una silla de la Rambla, Méndez.

– ¿Me ha venido a buscar?

– Puede decirse que le he seguido.

– No querrá meterme mano, supongo.

– Méndez, coño, pague de una vez.

Salieron los tres y ocuparon unas sillas contiguas en la Rambla, cara al paseo, cara a la noche, cara al tiempo que ha quedado suspendido entre los árboles, cara a los mendigos llenos de cansancio y las putitas llenas de esperanza. Méndez confiaba quedar muerto una noche allí, con los ojos abiertos, mirando las farolas de su juventud, y esperaba también que alguna putita piadosa pagara por él la silla, para que nadie le molestase.

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