Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Y golpeó la puerta.

– ¡Abran! ¡Abran! ¡Policía! ¡La madre que les parió!

Detrás de la hoja de madera se oyó un grito. Méndez supo entonces exactamente que al fin había llegado a tiempo y que Ángel Martín estaba todavía allí. Dispuesto a no concederle ninguna oportunidad para escapar, abrevió trámites y sacó su pistola colt. Muchos compañeros le decían que no era reglamentaria, pero otros, más cultos, le aseguraban que había sido prohibida por el Tratado de Washington de 1922, que puso límites a los tamaños de los acorazados y de la artillería naval.

Disparó sobre la cerradura.

La puerta salió como si fuera de papel, cosa no demasiado extraña, puesto que en realidad era de cartón prensado.

Y detrás apareció Ángel Martín.

Estaba aterrorizado. Las piernas le temblaban. Tendió las manos al vacío, una muda súplica.

Méndez gritó:

– ¡Al suelo! ¡Y con las manos en la nuca!

– ¡Escuche, Méndez…!

– ¡He dicho al suelo! ¡Al suelo o te mato!

– ¡Si me mata nunca sabrá nada de nada, Méndez! ¡Yo puedo contarle cosas que usted no imagina! ¡Le conviene un pacto!

– ¡El pacto te lo haremos cuando estés entre rejas! ¡Cuando te hayan dado otra vez por el saco, cabrón!

– ¡Méeeendez!

– ¡Yo no hago acuerdos con asesinos de niñas!

Ángel Martín perdió del todo los nervios. O tal vez pensó que aún tenía posibilidad de escapar. Al fin y al cabo, era mucho más joven y ágil que Méndez.

Quiso arrollarle.

Se lanzó en tromba hacia adelante.

De su boca escapaba una espumilla blanca. Los ojos se le salían de las órbitas.

Méndez vaciló durante unas décimas de segundo. La verdad era que no le importaba disparar, pero buscando un punto que no fuera vital. Eso le hizo dudar un instante.

Martín llegó hasta él.

Y entonces surgió aquel obstáculo.

El brazo de Gallardo.

Y aquel relampagueo.

La navaja cabritera.

Gallardo la hundió una, dos, tres veces en el cuerpo de Martín. La primera en el vientre, porque lo encontró en su camino, pero la segunda buscando los puntos que aconsejaban los manuales de buena

conducta. La hoja de acero se hundió en el corazón de Martín, y luego en su garganta.

La sangre saltó al aire como una nube roja.

Camarasa, que estaba en el fondo de la habitación, se pegó a la pared y empezó a lanzar unos grititos que parecían gemidos de doncella.

Ángel Martín dio una macabra vuelta sobre sí mismo.

Lo que quedaba de su garganta lanzaba una especie de estertor.

Y entonces Méndez disparó.

Lo hizo a la cabeza de Martín. Y le dio exactamente en el sitio hacia el que había apuntado. Un siniestro chasquido de huesos llenó la habitación mientras la frente desaparecía.

Gallardo, que no esperaba aquello, le miró con asombro y con horror al mismo tiempo.

Camarasa cayó de rodillas mientras barbotaba:

– ¡No había necesidad, hijo de puta!

– Claro que había necesidad -dijo fríamente Méndez.

– ¿Por qué?

– Porque al menos el cadáver de Martín, con una de mis balas encima me servirá para salvar a un amigo.

– Pero ¿qué dice…?

– Digo la verdad, Camarasa. Y voy a llegar a un acuerdo contigo. Un acuerdo que te conviene, porque de lo contrario te acuso de falsificador y de encubridor de un asesino y te mamas cinco años. En cambio, con lo que los dos digamos, vas a salirte muy bien.

– ¿Qué…, qué vamos a decir?

– Ante todo, una verdad.

– ¿Qué verdad?

– Que yo he matado a Ángel Martín.

– Eso no hace falta jurarlo, Méndez.

– Yo tendré muchos problemas, digamos, administrativos, pero no me importa. Más puteado de lo que me tienen ya no me van a tener. Tú, Camarasa, no tendrás ningún problema en cuanto Gallardo borre sus huellas de la navaja y te la quedes tú. Dirás que es de tu propiedad. Que Ángel Martín, al que yo estaba persiguiendo, trató de refugiarse en tu casa, porque te conocía, y que al negarte tú, te atacó. Que no tuviste más remedio que defenderte. Le diste unos tajos, pero sin llegar a matarle. Eso ya no es tan grave. El que lo ha matado he sido yo.

Y yo testificaré que todo lo que dices es verdad. De modo que no tendrás más molestias que una comparecencia ante el juez, y encima, además, puede que te paguen un bocadillo. Hala, Gallardo, limpia la navaja. Y dásela.

Gallardo casi tenía lágrimas en los ojos.

Balbució:

– Gracias, Méndez.

– No me las des. Tú ya tienes bastantes líos, Gallardo.

Y fue hacia el teléfono. Seguro que a más de uno se le cortaría la digestión al oír su voz.

Gallardo limpió su navaja, miró a Camarasa y le hizo un guiño de resignación. Luego clavó unos ojos muy quietos en los ojos muy quietos del cadáver.

Susurró:

– No lo entiendo… ¿Para qué ofrecía un pacto? ¿Qué diablos tendría que decir ese tío…? ¿Qué?

15 LA NOCHE, EL ÁRBOL Y EL PIANO-BAR

El comisario leía unos informes, bajo la luz concentrada de una pantalla, cuando entró Méndez. Pero Méndez, antes de pasar se detuvo unos instantes ante la puerta del despacho y musitó:

– Ave María Purísima.

– Entrégueme su pistola, Méndez.

– ¿Qué quiere hacer con ella?

– Digamos que quiero regalársela al Museo Naval.

– Me han suspendido de empleo, ¿verdad?

– Es lo menos que le podía pasar.

Méndez avanzó a saltitos, sacó la pistola y la depositó sobre la mesa del jefe, cerrando así una especie de Tratado de Desarme. Luego se sentó y respiró con cautela el aire del despacho. Se estaba bien allí a pesar de todo, qué diablos. El silencio del despacho era confortable y sólo era roto de vez en cuando por sonidos más confortables aún: cantos gitanos en la calle Nueva, discusiones de bar, broncas de vecinas y gritos de algún morito tierno perseguido por un cipayo. Aquello indicaba que la vida seguía y que todo estaba en orden en la tierra prometida.

El comisario dijo:

– Dé gracias a Dios de que no le suspenden también de sueldo. Y por descontado que tendrá una nueva nota desfavorable en su expediente. Ya no ascenderá.

– ¡Qué lástima! -dijo Méndez-. Ahora que empezaba a tener esperanzas.

– ¿Esperanzas usted ?

– Claro. No crea que me chupo el dedo. He logrado relacionarme mucho con las alturas, y hace poco conseguí que el jefe superior me pidiera tabaco.

– Si no fuera usted tan viejo lo enviaría a la mierda, Méndez, se lo juro. Lo que pasa es que, a su edad, me merece un respeto.

– Pues es el primero que me lo dice.

El comisario jefe se apoyó bien en el respaldo de su asiento, respiró hondo, se frotó los ojos donde se acumulaba el cansancio de los papeles, las caras y las horas. El barrio se lo estaba tragando como se había tragado a tantos policías antes que él. Para que aquel barrio no te tragara tenías que llevar su pesadumbre dentro, tenías que ser como Méndez. Y fue Méndez el que susurró:

– ¿Ha hablado con el juez?

– Sí, y da por bueno el atestado como da por buenas las declaraciones de Camarasa. Por ese lado no van a tener problemas ninguno de los dos. Pero el que no acaba de dar por buenos ni el atestado ni las declaraciones soy yo, Méndez. Por eso he propuesto que, como medida cautelar, le suspendan de empleo. Ahora bien, si quiere alegar algo, alegue. Para eso está usted aquí.

El viejo policía se encogió de hombros.

– No quiero alegar nada. ¿Para qué?

– En el fondo, es mejor así, Méndez. De todos modos, he de reconocer que resolvió el caso, lo cual es un éxito que, con franqueza, nadie esperaba de usted. La Brigada de Homicidios aún no sabía por dónde iba. Si a aquel cabrón de Ángel Martín lo llegan a capturar vivo, hubiera sido perfecto.

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