Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Claro, no era la hora para meterse en un sitio así. Por descontado que el bar sólo debía de abrir a partir de las seis o las siete de la tarde, pero detrás de la barra, repasando facturas, había una mujer joven que podía perfectamente ser la dueña.
Méndez dejó que su placa se posara delicadamente sobre la barra. Ella le miró con una mueca de asco.
– Normalmente los que quieren que los invite vienen más tarde -susurró.
– No he venido a mamar.
– ¿Pues a qué?
– Usted se llama Lourdes, supongo.
– Sí.
– Busco a Ángel Martín.
La mujer tensó un poco el cuerpo, dejó a un lado las facturas y puso ambas manos sobre la barra. La penumbra no permitía a Méndez distinguir el color de su piel, pero hubiese jurado que estaba pálida. Y los dedos largos, rapaces, de uñas afiladas, temblaban sobre la madera.
Hubo un momento de tenso silencio, un momento que Méndez aprovechó para hacerle con la cabeza una señal a Gallardo, que aguardaba junto a la puerta. Gallardo entró, atravesó el local, procurando no pisar las partes mojadas, y se dirigió a las habitaciones del fondo.
Lourdes se puso aún más tensa.
– ¿Quién es ése?
– Un compañero. Va a registrar esto, sobre todo los reservados. De modo que si tiene a alguien allí, por ejemplo a una novicia y un chambelán, más vale que me lo diga ahora.
– No… No hay nadie. Pero para entrar en este sitio necesita una orden judicial, y usted lo sabe.
– Puede que no lo sepa -susurró Méndez-, o puede que la orden judicial no haga tanta falta como usted cree, o puede que usted no se haya dado cuenta de que Ángel Martín se ha metido en un asunto feo y a usted le conviene colaborar. Por lo tanto, si Ángel Martín pretende refugiarse aquí, más vale que usted me lo diga.
Méndez esperaba una respuesta negativa: «No se moleste, no va a venir ». Dilatoria: «De acuerdo, si se deja caer por aquí soy capaz hasta de avisar a la pasma». O una respuesta académica, muy de acuerdo con el lugar y con la cultura urbana: «Le avisaré a usted si me pasa por el higo». Pero tuvo una buena sorpresa cuando ella le dijo:
– Ángel Martín ha pasado ya por aquí.
– ¿Quéeee?
– Sí. Apenas he abierto para las mujeres de la limpieza. No necesito decirle que me he llevado una buena sorpresa.
– Cuerno, y yo también. No esperaba que… En fin, ¿qué es lo que quería?
– Pedir que le escondiese.
– ¿Y usted qué le ha dicho?
– ¿Qué quiere que le diga? ¿Qué iba a decirle? ¿Que éste es un buen sitio? ¿Que iba a meterle en un reservado para que lo vieran las chicas? ¿Y luego qué pasaría? A esas guarras la boca no les sirve más que para hablar. Y los clientes también se enterarían. Incluso los polis que se dejan caer por aquí de vez en cuando. Menudos son.
– Por lo tanto se ha ido…
– Sí.
– ¿Le ha dicho adonde?
– Qué coño me va a decir.
Lourdes fue a un extremo de la barra, tomó una botella con un líquido transparente y se sirvió una copita.
– Oiga -dijo-, ahora que me acuerdo. Usted, a lo mejor, se llama Méndez.
– Sí. ¿Por qué?
– También es desgracia. Y encima de la bofia.
– Dígame qué le ha contado de mí ese cabrito.
– Poca cosa. Sólo que un hombre llamado Méndez le perseguía, pero que quería hablar con usted.
– Pues no es tan difícil. Me puede encontrar.
– Supongo que no quería decir eso. Vamos, pienso yo. Supongo que si hablaba con usted era para contarle algo, pero antes tenían que llegar a un acuerdo.
– Con esa clase de tipos no hay acuerdo.
Lourdes hizo un leve gesto de resignación. Limpió con desgana la copa.
– De todos modos, ¿sabe qué le digo? A mí Ángel ya no me importa nada. Que le den. Cuando yo le eché un cable, porque mire que se los eché, él se quedó con otra. Pues que se vaya a la mierda. Repito: que le den. Pero él aún confía en mí, ¿sabe? Él aún piensa que voy a sacarle de un lío.
– Y usted no va a hacerlo.
– ¿Yo…?
– Entonces dígame adonde ha podido ir. Deme cualquier detalle. Todo puede tener importancia, ¿sabe? Lo que sea.
Lourdes movió la cabeza y se echó el pelo para atrás. No cabía duda: había sido guapa. Pero Méndez la miró de soslayo, con la mayor indiferencia para todo lo que había sido y ya empezaba a no ser. Gruñó:
– ¿Qué? ¿No le ha dicho nada?
– Nada. Cuando se ha dado cuenta de que yo no iba a ayudarle, ha dejado de confiar en mí. Solamente ha repetido que tenía interés en decirle algo, pero a cambio de llegar a un acuerdo con usted.
– Pues va listo.
– ¿De veras no quiere una copa, Méndez?
– No.
– Voy a decirle algo más -susurró Lourdes, apuntándole con el dedo-, y voy a decírselo para que me deje en paz. Yo creo que Ángel tenía miedo de que usted acabara encontrando esto, porque al final ha dicho: «Ese cabrón es capaz de encontrar el bar». Lo de cabrón lo ha dicho él, oiga, no yo. O sea que al final se ha ido. Pero yo creo que estaba majareta. Vamos, que estaba loco.
– ¿Por qué piensa eso?
Lourdes vació, antes de contestar, la nueva copa que se había servido. Luego preguntó:
– ¿Es que cree que lo que hizo él lo haría alguien que no estuviese majareta?
– ¿Qué hizo?
Ella señaló el fondo del local. Era el único punto relativamente bien iluminado, de modo que se distinguía con cierta claridad lo que Lourdes estaba señalando. Era la reproducción de un cuadro que podía considerarse erótico, aunque con ese erotismo bendecido por la cultura que tienen las reproducciones de los cuadros antiguos. La cultura, pensaba Méndez, y el convencimiento general de que las mujeres que sirvieron de modelo ya no están en buen uso. Él no entendía apenas nada de pintura, y lo máximo que había llegado a aprender -hablando claro- era que las mujeres de Rubens estaban para darles un mordisco y las del Greco estaban para darles una limosna. Pero en sus largas noches de guardia, mientras leía a Henry Miller y a Pieyre de Mandiargues, había hecho algún descanso para hojear libros de arte, con la secreta esperanza de encontrar la reproducción de algún polvo ducal, o mejor, de alguna orgía eclesiástica. Sus recuerdos le aproximaron, por tanto, al nombre del cuadro que ahora tenía delante; le susurraron que era el famoso Baño de Diana , de Boucher, en el que se ve a una estupenda dama desnuda y sentada, con la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, mientras otra dama, ésta en cuclillas, le mira los pies, quizá como preparación para acabar mirándole otra cosa. Pero había algo en aquel cuadro, en aquella reproducción barata, que llamó la atención de Méndez. No supo precisar bien qué era hasta que la propia Lourdes se lo dijo. Moviendo las caderas con una cadencia fatigada, de mujer que quiere dejar el oficio, susurró:
– ¿Usted cree que no hace falta estar loco? ¿Para qué tenía que emborronar el cuadro antes de irse? ¿Por qué a la mujer que está sentada, o sea la más cachonda, la que se ve mejor, le tenía que alargar con un bolígrafo el dedo de un pie? ¿Por qué el dedo que está al lado del pulgar lo tenía que dibujar de nuevo, alargándolo de esa manera, como si tuviera medio metro?
Méndez no supo qué contestar.
La verdad era que él tampoco entendía nada.
Pero se le había secado la garganta. Con un hilo de voz, mientras miraba el cuadro de nuevo, preguntó:
– La verdad es que no tiene sentido. Pero, maldita sea… ¿y si lo tuviese?
Lourdes dijo con desgana:
– Usted también está majara. Definitivamente, le serviré una copa.
13 EL HOMBRE QUE ADELANTÓ EL PIE IZQUIERDO
Gallardo volvió de las habitaciones interiores muy poco después.
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