Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Lo hizo a las ruedas. Estuvo a punto de acertar, porque la bala se empotró en el tapacubos con un brusco sonido de campana. Pero ya no pudo volver a apretar el gatillo porque el coche se desvió instantáneamente a la derecha, metiéndose en una de las calles que llevan a la falda de Montjuïc. Fue como un soplo, si bien Méndez, habituado -por necesidad cristiana- a observar las piernas de las mujeres aunque fuera a distancia, pudo leer la matrícula. Buena vista aún tenía.

Era un 9858-GM, matrícula de Barcelona. Un coche antiguo.

Corrió al bar más cercano, lanzando resoplidos. Al verle entrar con la pistola, el camarero pegó un brinco. Méndez ni siquiera le miró, y fue al teléfono que estaba detrás de la barra. Él nunca llevaba móvil.

Llamó directamente al 091. Dio la descripción completa del coche -marca, color, matrícula- la dirección que llevaba -calle, barrio, velocidad- y los datos de la dueña -color del pelo, edad aproximada y volumen de caderas.

Gallardo llegó junto a él.

– No lo atraparán, Méndez.

– ¿Por qué no?

– Le diré lo que yo haría: dejar ese coche robado en el aparcamiento más cercano y seguir a pie un trecho, hasta tomar un taxi y largarme a la otra punta de la ciudad. Encontrarán el cacharro, pero no al tipo que iba dentro.

Méndez ahogó una maldición.

También él había pensado eso, pero le molestaba decirlo.

– Hay otras posibilidades -gruñó.

– ¿Cuáles?

– Mis compañeros pueden atraparle después de activas pesquisas por las calles de la ciudad.

– Pero ¿qué dice? ¡Si ni siquiera me han atrapado a mí!

– De todos modos, Ángel Martín sabe que le resultará demasiado arriesgado huir de Barcelona.

– Eso es cierto.

– Y como tendrá que ocultarse en algún sitio, irá a alguno de los cuatro refugios que tenemos fichados. Allí será donde caiga con las cuatro patas.

– También puede ser cierto, Méndez.

– Pero no esperaré cruzado de brazos a que aparezca por allí. Visitaré esos cuatro sitios. Sabré qué clase de gente vive en ellos. Haré hablar a quien sea.

– Espera que le den nuevos datos sobre Martín, ¿no?

Méndez no se molestó ni en afirmar. Dijo:

– Vamos.

El primer sitio elegido fue la calle Lérida. Era un lugar privilegiado en una Barcelona que ya no existe, lugar de buenas vistas, mucha luz, perfectas comunicaciones y casas de alquiler antiguo. Teniendo además casi enfrente un colegio municipal con solera y un poco más allá los jardines de la Exposición, con flores, pájaros y nenas, muchas nenas prometiéndole al novio que se dejarán meter mano el año que viene. Sólo faltaba, pensaba Méndez, que encima esas casas tuviesen una portera cuarentona, en buen uso y que se pusiera cachonda leyendo los relatos de Pauline Reage y de Pierre Louys. Pero las casas pertenecían a una Barcelona de los años veinte o treinta, es decir, una Barcelona que no rinde dividendos y por lo tanto está condenada a morir.

Un tipo con aspecto de mendigo ejercía una discreta vigilancia cerca de la puerta. En la comisaría del Barrio Chino -el sitio donde menos diferencia física hay entre un mendigo y un policía de plantilla- le habían hecho caso a Méndez. Si Ángel Martín se acercaba por allí, caería.

Pero la mujer que recibió a Méndez no parecía la clásica tía que tiene relaciones con un indeseable. La tradición quiere que los indeseables sean gente afortunada y se relacionen con tías pechugonas, viciosas, dispuestas a dejarles dinero y encima con un trasero que no cabe en una silla. Pero la que recibió a Méndez no era así. Correspondía no a las tradiciones de la novela y el cine, sino a las de la Seguridad Social. Iba vestida con una bata medio rota, tendría cerca de ochenta años, olía mal y a sus espaldas se abría un universo de muebles rotos, paredes desconchadas, bombillas fundidas y platos lamidos por un ejército de gatos. Miró a Méndez como si éste fuese una sagrada aparición.

– Usted -dijo- es de los míos.

– ¿Por qué?

– No hay más que verle. Usted también debe de cobrar una pensión antigua.

– Poco me falta ya, señora. Pero si piden informes arriba, a Madrid, a los que mandan, a lo mejor ni eso me pagan. -Mostró su placa junto a la fotografía de Ángel Martín-. ¿Conoce a este hombre?

Los ojos de la anciana se humedecieron.

– ¿Cómo no? Es Angelito.

– La madre que lo parió.

– ¿Qué ha dicho?

– Nada, nada… ¿De qué lo conoce?

– ¿Y cómo no lo voy a conocer? Salió un tiempo con mi hija, la Conchi. Ella hace dos años que murió. Méndez dijo:

– Lo siento.

La soledad tiene un olor, la miseria tiene un olor, la desesperanza y la luz de las ventanas cerradas lo tienen también. Todos esos olores estaban acechando allí, en el fondo de la casa, envolvían a la anciana y se combinaban entre ellos para crear una nueva fetidez, que era la del olvido. Méndez decidió en aquel momento, ya en aquel momento, que no molestaría a la vieja.

– Lo siento -repitió-. ¿Hace tiempo que Angelito no viene por aquí?

– Sí… Hace bastante tiempo. Pero, oiga… ¿qué pasa? ¿Se ha metido en algún lío?

– Nada de importancia, no se preocupe. Oiga, ¿usted sabe dónde vivía últimamente?

– No. Desde que murió Conchi, apenas he tenido contacto con él, pero si alguna vez me ha pedido para dormir aquí, fuera por lo que fuera, yo le he dejado una cama.

– Puede que ahora también venga. No sé… ¿Tiene usted teléfono?

– ¿Cómo voy a tenerlo si no lo puedo pagar?

– ¿Le da los recados alguna vecina que lo tenga?

– No me hablo con ninguna vecina. Todas dicen que mis gatos huelen mal. Ellas sí que huelen cuando vienen de por ahí, de hacer el pendón. Ellas.

«Mejor, pensó Méndez, así ese hijo de perra no podrá llamarla preguntando si ha venido alguien. Puede que se fíe, venga por aquí y caiga.»

Dulcificó su voz.

– Su hija, la pobre Conchi, ¿tenía amigas, señora? ¿Amigas que Angelito conociera también?

– Sí. La Lourdes.

– ¿Quién es la Lourdes?

– No me haga hablar mal.

– ¿Tuvieron algún problema?

– No me haga hablar de la soplapollas esa.

– ¿Qué pasó?

– Pues que por poco se queda ella con Angelito. Se encaprichó y, hala. Porque Conchi era muy buena y muy confiada, pero lo que hacía esa lagarta no tiene nombre. Cada vez que venía aquí, y eso estando la Conchi, se sentaba delante de Angelito y dejaba que la falda se le subiera hasta la boca, usted ya me entiende. Como no podía presumir de nada más, presumía de piernas, la muy asquerosa. A veces pienso, o pensaba, usted ya me entiende, que era mejor que la Conchi no se casase, porque aquel putón le hubiera buscado la ruina.

Méndez hizo un gesto afirmativo.

Y el muy mamón tenía una cara casi dulce.

– ¿Y usted, señora, sabe dónde vive ahora la Lourdes? -le preguntó.

– Pues claro que sí. Hasta tuvo la cara, cuando Conchi vivía, de invitarme a la inauguración del bar.

– ¿Qué bar?

– Uno de tapadillo que tiene en la calle Verdi, en la parte baja. No crea que engaña a nadie. Tiene una barra oscura, unas botellas, dos reservados y unas chicas que van sin ropa.

– ¿Cómo se llama el bar?

– La Ropita.

Méndez susurró:

– Pues vaya.

Ni conocía el bar ni conocía la zona, porque aquellas eran tierras lejanísimas que sólo pisaban -se decía Méndez- los que estaban decididos a emigrar del país. Cuando uno se alejaba tanto del corazón de la ciudad, tenía que estar dispuesto a que le ocurriera cualquier cosa. A pesar de ello, un incansable Méndez -quien de todos modos ya empezaba a arrastrar los pies- atravesó las calles estrechas y menestrales de Gracia, desfiló ante las pequeñas mercerías, los colmados donde la gente aún se acordaba de los precios del año 36, los bares de familia y las carpinterías con el nombre del abuelo todavía en la puerta. El barrio de Gracia le gustaba porque tenía carácter e historia y porque era un pedazo de la Barcelona que se niega a morir, pero un sitio tan alejado de las Ramblas le producía una razonable desconfianza. Quién sabe si en sitios tan poco explorados habría enfermedades desconocidas y todo. Aun así, jugándose la vida, llegó a la calle Verdi, donde parecían estar ya las últimas fronteras del barrio. Encontró el bar La Ropita, encontró unas luces mortuorias, unas mesas puestas patas arriba, un olor a tabaco pasado por el recto y unas mujeres que estaban fregando.

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