Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– ¿Y qué?
– Mira, Méndez, yo no sé si tu pájaro intentará huir de Barcelona, pero me extrañaría. En cualquier otro sitio estará en terreno desconocido. En cambio tiene buenos refugios aquí.
– ¿Dónde?
Horacio desplegó un pequeño plano de la ciudad sobre la superficie de la mesa.
– Fíjate -susurró-, mira si soy buen amigo que te los he señalado. Son estas cruces que están aquí. ¿Qué observas?
– Que todas están en el lado izquierdo de la ciudad.
– Exacto. Mira este plano de nuestra podrida y perfumada Barcelona, Méndez. Empápate de él. Trágate, con sólo mirarlo, la historia de nuestra burguesía más acreditada, la seria, la solvente, la que tenía posibles, la que nunca necesitó tirarse a la madre de un banquero para que el banquero le perdonase las deudas. Esa burguesía, ¿qué creó, Méndez?
– El modernismo, la estatua de Colón, el sindicato de banqueros, la Lliga Regionalista, el Barcelona Fútbol Club, la exposición del 88, la paella perellada, el salto del tigre y el Ensanche.
– Del Ensanche quiero hablarte, Méndez.
– ¿Qué pasa?
– Tú sabes que el Ensanche tiene dos partes, la derecha y la izquierda. La línea divisoria entre ambas ha sido discutida por geólogos, topógrafos, arquitectos y también por hombres prácticos, como agentes de la ejecutiva municipal y cobradores de seguros de entierro. Pero yo, que llevo aquí tantos centenares de años como tú, Méndez, sitúo esa divisoria en la Rambla de Cataluña, que era una rambla, como su nombre indica, o sea un curso de agua, o séase una frontera natural. La frontera india. A la derecha, mirando hacia el norte, claro, en la parte de levante, está la que fue la zona rica: en primer lugar el Paseo de Gracia, donde vivieron Casas y Rusiñol y donde fue fundada, para que nuestra burguesía sepa de dónde procede, el Arca de Noé. Es la zona de la calle Claris, de Lauria y del Bruc, donde estuvieron las mejores tribunas, los mejores vidrios emplomados, las criadas más culonas y los gatos más gordos de toda esta bendita ciudad. La parte izquierda, la de poniente, en cambio, tardó mucho más en edificarse y empezaba con un lugar tan poco distinguido como una zanja o una vía férrea, pues por la calle Balmes circulaba un tren. Más allá se encontraban edificios más bien mortuorios, como la Cárcel Modelo y el Hospital Clínico. En fin, ahora la ciudad ya ha borrado las viejas distinciones, pero hubo un tiempo, que aún se conserva en los museos y los alquileres de los inmuebles, en que la izquierda y la derecha del Ensanche significaban alguna cosa.
Méndez, que era un hombre práctico -en su lejana juventud había cobrado seguros de entierros- masculló:
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Nada y mucho. He querido situarte. Como la ciudad es muy grande y no puedes abarcarla toda, he querido demostrarte que te puedes olvidar de la antigua parte rica, la parte derecha. Concentra todos tus esfuerzos en la izquierda, la antigua parte pobre, donde ahora un palmo de tierra vale tanto dinero como un palmo de piel humana, pero no de un sitio cualquiera, sino un palmo de piel de huevo. Apunta estos lugares y estas direcciones. Son cuatro, como ves. En ellas tenía amigos Ángel Martín, y es posible que los siga teniendo.
Méndez, mientras apuntaba los datos, susurró:
– ¿Por qué todos en el lado izquierdo?
– No lo sé, pero tiene una cierta lógica. Seguro que Ángel Martín sólo se movía en uno de los lados de la ciudad, como por otra parte hacemos casi todos nosotros. Tú, Méndez, por ejemplo, apenas sales del Barrio Chino o del casco antiguo, y si te envían a otro sitio agarras la escarlatina. La mayor parte de los ciudadanos hacen siempre la misma ruta y se meten en los mismos sitios, hasta que les llega la santa hora de morir. Cuando los meten en el ataúd, puede que no hayan pisado ni la mitad de Barcelona. Es lo que te digo: Martín no se movía de un determinado sector, y ahí tiene sus amistades.
Méndez examinó el plano. De los cuatro refugios probables del fugitivo, dos estaban en el Raval, el barrio tirado, el barrio de Méndez. Otro en la calle Floridablanca, junto al antiguo territorio del Price, el viejo reino del ring, de la lucha libre, la nena cachonda y la hostia a diez asaltos, la hostia reglamentada. El último posible refugio estaba en un lugar más tranquilo, la calle Lérida. Mirando el asunto con calma, era lógico que un tipo como Martín tuviese los contactos en el lado de poniente de la ciudad. La otra parte, la derecha según el plano, no debía de tener el menor interés para él. En ese lado derecho están monumentos tan aburridos como el Parque de la Ciudadela, la dama del paraguas, el Palacio de Justicia, el Parlament de Catalunya y, desde luego, el centro de pompas fúnebres de Sancho de Ávila.
Méndez susurró:
– Creo que lo atraparé.
– Mejor para ti.
Y Horacio, dejando de prestarle atención, abrió de nuevo la revista pomo, pero por otra página. Méndez echó un vistazo y dedujo que la justicia social está cada vez más cerca, porque en una foto se veía a un cobrador de autobús tirándose a una funcionaría del servicio municipal de transportes.
– ¿Puedo telefonear?
– Pues claro, Méndez. Pero te advierto que los bares de al lado aún no funcionan. No te servirán nada.
– Llamo a la comisaría. Gracias.
Méndez no mandaba, por supuesto, en la comisaría de la calle Nueva. Hasta ahí podía llegar el declive de las instituciones públicas. Pero podía pedir favores, y de vez en cuando le hacían caso. Rogó que enviasen a un hombre armado a cada una de las cuatro direcciones, que dictó por teléfono. Si Ángel Martín, que no tenía motivos para sospechar nada, se dejaba caer por alguna de ellas, podría ser cazado como una rata.
– Paso enseguida y dejo cuatro fotos del pájaro -prometió.
Hizo unas fotocopias de la ficha, comprobó que la cara de Martín se distinguía con claridad, tomó otro taxi y dejó las fotocopias en la comisaría. Luego fue a pie hasta el local del Studio 54.
Gallardo ya estaba allí, esperando ante la puerta, pese al peligro que eso podía significar para él. Pero bastaba con mirarle para darse cuenta de que eso no le importaba. Estaba radiante, sus ojos brillaban, y mientras daba unos pasos aquí y allá movía los brazos nerviosamente, como si quisiera transmitirle sus sensaciones al aire. Méndez supo, sin necesidad de palabras, que había encontrado a su hija. Pero supo también, por lo mucho que conocía a Gallardo, que en el fondo de los ojos de éste había una pena secreta, un desgarro sentimental, el nacimiento de una etapa sucia para sustituir a una etapa limpia que ya estaba rota.
Méndez le miró de soslayo.
– Ha vuelto, ¿no?
– Sí. Estaba en casa.
– ¿Lo ves?
– No me lo acabo de creer, Méndez.
– Por un momento llegué a tener miedo, ¿sabes, Gallardo? Pero continuamente me decía a mí mismo que si la gente esperó cuarenta años a que se muriera Franco, debe de ser porque no hay que perder la esperanza.
– Otros se tendrían que morir.
– Bueno, Gallardo, olvídate de las cosas malas. Ya estás contento, ¿no?
– Contentísimo.
– Pues eso.
– Pero me cago en la puta leche, Méndez.
– ¿Por qué?
– ¿Sabe lo que ha hecho mi hija?
– No.
– Pues yo no digo que se haya metido en el catre con uno de esos melenudos que corren por ahí, porque no tiene edad. Pero con estos tiempos que corren, nunca sabes a qué edad empieza una chica. Ahora todo está malbaratado, aunque digo eso en la cárcel y me contestan que soy un presidiario de derechas. Pero es que es verdad, Méndez, es verdad. Hay en la celda un antiguo profesor de catalán que me lo dice: noi , ahora todo está hecho mal bien. Todo está hecho un asco. Miras a tu hija, piensas que es una niña y resulta que ya folla.
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