Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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Historia de Dios en una esquina: краткое содержание, описание и аннотация

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Eso de que Marquina estaba muerto era la más absoluta verdad. Estaba caído de espaldas en la terraza, y su frente exhibía con claridad el terrorífico impacto. Méndez calculó enseguida que el disparo tenía que haber sido hecho con un arma larga de precisión, seguramente dotada de mira telescópica, ya que de lo contrario no se entendía una puntería tan perfecta. Y la bala debía ser de punta blanda, porque no había atravesado el cráneo sino que se había desintegrado en él.

Los ojos expertos de Méndez captaron en cuestión de segundos algunos detalles más. Por ejemplo, el ángulo de tiro. A Marquina no podían haberle disparado, por supuesto, desde el centro de la calle, doi Je el tirador estaría como en un escaparate. Tampoco desde la acera de su casa, porque el cañón del arma habría tenido que estar muy elevado. Casi como un mortero. La visibilidad de la figura de Marquina, además, habría sido muy escasa, mientras que desde el otro lado del Paralelo podía resultar perfecta, gracias a la luz del salón que recortaba las figuras en la terraza. Por descontado, pensó Méndez, que el tirador había estado apostado dentro de un coche. No lo podía concebir montando guardia delante del Teatro Apolo, armado de un rifle.

Los ojos de la serpiente vieja trataron entonces de escrutar los coches. Circulaban varios, y cualquiera de ellos podía ser el del asesino. Porque resultaba evidente que, inmediatamente después del disparo, el tío se habría largado de allí, y ahora podía estar rodando a poca distancia. Imposible adivinar cuál era.

Entonces Méndez entró en el piso. Tenía un solo pensamiento: «Cabrón de Martín. No confiabas en que yo hiciese caer a Marquina y has terminado la venganza por tu cuenta.» Pero el gemido de la nena borró sus pensamientos. Ella lloraba entrecortadamente y se había puesto las manos en los pechos, como si temiera que se le cayesen.

Méndez preguntó:

– ¿Desde dónde han disparado?

– Me ha parecido que… desde un coche.

– ¿Tú estás bien?

– ¡Yo me voy inmediatamente! ¿Oye? ¡Me voy inmediatamente! ¡No puede retenerme aquí! ¡Yo no voy a verme metida en este lío! ¡Iba a pasar la noche entera con Marquina, pero sin cobrar! ¡Yo soy una chica de buena familia!

– Las chicas de buena familia son las que más cobran -dijo ásperamente Méndez.

– ¡Vayase al infierno, poli de mierda!

– Lo siento, pero vas a tener que quedarte aquí, nena. Procuraré causarte pocas molestias. Pero eres un testigo, el único testigo.

Ella se había puesto en pie. Temblaba. Los pechos estaban estremecidos. Las caderas vibraban. La boca se abría y cerraba espasmódicamente, mostrando el paladar.

– Por favor… -susurró ella-. Dese cuenta de lo que eso significa para mí… Por favor.

Méndez hizo un gesto de resignación. Siempre había llevado muy mal camino con las mujeres. Toda su vida había sido una larga sucesión de súplicas femeninas cada vez que iba a practicar una detención. Súplicas de las pajilleras del Cine Rondas -«por favor, que no se entere mi marido»-, de las pupilas de las casas de menores -«por favor, que no se enteren mis padres»-, de las felatrices de los bares El Recreo, El Cocodrilo y El Rancho -«por favor, que no se enteren mis hijos»-. Méndez no recordaba una sola vez en que no hubiera acabado accediendo a una de esas súplicas. Por lo tanto hizo de nuevo un gesto de resignación, quizá porque se daba cuenta de que no había derecho a destrozar el futuro de una mujer de veinte años.

– Vete -dijo.

– Gra… gracias.

– ¿No te dejas nada en el dormitorio?

– No.

– Espera.

– ¿Qué pasa?

– Hay alguien en la puerta. Tengo que decirle que te deje pasar.

Méndez abrió. En efecto, Gallardo estaba junto al ascensor, esperando, con el cuerpo tenso y las facciones ligeramente crispadas. Miró con sorpresa a la hermosa mujer que estaba apareciendo detrás del policía.

– ¿Qué es todo esto, Méndez?

– Déjala salir.

– ¿Hay problemas?

– No, ninguno. Por favor, acompáñala hasta abajo y no te separes de su lado hasta que tome un taxi. -De acuerdo… Lo que usted diga.

Cuando las figuras hubieron desaparecido, Méndez volvió al interior del piso y echó un vistazo al dormitorio. Por el aspecto de la cama, la pareja no había estado leyendo precisamente las obras completas de Antonio Machado. Pero no vio ningún objeto olvidado por la chica, de cuya presencia no pensaba hablar a nadie. Luego salió de nuevo a la terraza, oteó el Paralelo y se dio cuenta de que todo respiraba la más absoluta normalidad. Por el lado del puerto empezaba a insinuarse una claridad lunar y turbia que invitaba no a levantarse, sino a meterse en la cama con la mayor urgencia. Un autobús dejó casi enfrente la primera hornada de trabajadores cargados de mal aliento, mala leche y mal sueño. Nadie en aquel rincón del Paralelo que ya no era el de los artistas, los jubilados y los putos imaginaba siquiera que Méndez estaba a punto de pisar un muerto.

Méndez sintió, como había sentido otras veces, la rabiosa nostalgia de otro tiempo, de otra calle, de otro teatro, de otra luz, de otras tetas de mujer rompiendo el aire. Crispó los labios, apretó los puños e intentó borrar como fuera la presencia que estaba allí, flotando en la calle, la presencia de la juventud perdida. Luego entró en el piso otra vez.

Y se dio cuenta entonces, sólo entonces, de que había cometido un error, un error tan infantil que resultaba inconcebible en un policía de su experiencia. Pero Méndez empezaba a saber -o más bien a intuir- que a determinadas edades uno se aburre de su propia experiencia. Apoyó ambas manos en la pared, respiró acompasadamente y lanzó una maldición.

Había dejado marchar a la mujer sin saber ni su nombre, y por supuesto sin pensar que sólo ella podía haber llevado a Marquina a la muerte. Sólo ella sabía que un hombre estaba esperando en un coche aparcado al otro lado del Paralelo, y por eso había hecho salir a Marquina a la terraza cuando la terraza recibía la luz del salón. ¿Casualidad? Cierto, podía ser casualidad. Pero Méndez no la aceptaba, no podía razonablemente aceptarla. Ya se estaba formando una idea del crimen, y en esa idea figuraban el rifle de Ángel Martín y el trasero de la mujer cómplice.

Fue hacia el teléfono.

Tenía que llamar a la policía, aunque la policía fuera él. Bueno, ¿era realmente él…?

Y entonces el teléfono sonó.

Fue como un chispazo.

Méndez detuvo bruscamente la mano en el aire.

Dejó que el timbre sonara tres veces más y entonces descolgó con cuidado, sin decir una palabra. La voz, que para él ya era inconfundible, de Ángel Martín, llegó hasta sus oídos como un estruendo:

– ¡Marquina, maricón de mierda, tú has querido hundirme, pero todavía estoy libre! ¡En cambio a ti te van a chingar! ¡Te van a chingar, jodido! ¡Quiero que sepas que voy contra ti y que me cago en tus muertos!

Méndez sintió que la mano se le quedaba helada sobre el auricular. Infiernos… Ángel Martín creía que era Marquina el que había descolgado el aparato. Y si creía que era Marquina… ¡ era porque pensaba que estaba vivo ! ¡Porque no sabía nada del atentado ni de la muerte!

El asombro le impidió modular una palabra.

La voz barbotó:

– ¿Qué? ¿No contestas…?

– Me temo que te has equivocado de pájaro -dijo al fin el viejo policía, haciendo un esfuerzo-. Soy Méndez.

– ¿Quéeee…?

– Méndez.

– Claro… Maldita sea, no sé de qué me asombro. Es lógico que usted esté ahí. ¿Ya ha detenido a ese mal parido?

– No puedo.

– ¿Cómo que no puede? ¿Qué necesita? ¿El permiso de la Conferencia Episcopal?

– No puedo detener a Marquina porque Marquina está muerto.

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