Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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Historia de Dios en una esquina: краткое содержание, описание и аннотация

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Gallardo le sujetó ansiosamente por las solapas.

– ¿Distinta por qué? -gritó-. ¿ Por qué ?

– Han intervenido personas que no son de tu mundo, que no tienen nada que ver contigo. Por eso te digo que tu hija aparecerá, y terminará tu pesadilla. Ahora verás lo que vas a hacer.

Le empujó para que se sentara en la cama. El mismo se sentó también con un suspiro.

– Mira, Gallardo. Sales de aquí y tomas un taxi. O nada… Mejor dicho… Te acompaño yo. Estoy que ya no puedo con mis huesos, pero te acompaño yo. Hala, arreando.

No era fácil encontrar un taxi en la calle Nueva a aquellas horas, cuando ya habían cerrado los bares, los cabarets y hasta las dos o tres salas porno donde el mismo tío bostezaba al tener que cepillarse cada noche a la misma tía y delante del mismo público, compuesto por turistas extremeños, recién casados de Calatayud, viajantes de Valencia y sociólogos de Sabadell. La calle Nueva era un desierto, y en los recién estrenados edificios municipales, que habían sustituido a las viejas cuevas del orinal y la palangana, no se distinguía la luz. Una puta derrotada dormitaba en un portal, esperando no ya algún cliente, sino algún sueño póstumo. El centinela de la comisaría estaba milagrosamente vivo y encima había vuelto.

Méndez empezaba a pensar que aquél ya no era su mundo.

Pero se aguantó.

– ¡Taxi!

El vehículo les condujo hasta el Clínico a través de una ciudad dormida y lívida donde algún coche aún buscaba aparcamiento y algún chaperillo la última oportunidad. Méndez había tenido la precaución de tomar del bar un Marqués de Cáceres del 85 que, en su opinión, merecía honores militares, y con él se ganó para siempre la voluntad del empleado del depósito. Gallardo temblaba como una hoja cuando le llevaron hasta la mesa donde yacía la niña.

Luego se derrumbó.

– Dios mío…

– ¿Es ésa? -farfulló Méndez.

– No…

– Lo suponía. Hala, vamonos.

– Méndez…

– ¿Qué?

– ¿Quién lo ha hecho?

– Lo estoy buscando.

– Déjemelo a mí…

– Tú tampoco crees en la ley, ¿verdad, Gallardo?

– ¿Cree alguien?

Méndez se encogió de hombros.

– No sé.

Salieron medio arrastrándose y tomaron un taxi otra vez. A causa de su tensión nerviosa, a causa de su sufrimiento tanto tiempo contenido, Gallardo se había doblado sobre el asiento y se había puesto a llorar. Méndez, como hacía con las mujeres derrotadas, le pasó una mano por la espalda y musitó:

– Venga, que los valientes no lloran.

Era curioso. Las mujeres derrotadas reaccionaban mejor que los hombres cuando oían la palabra «valiente». Hay una verdad en el vientre, pensaba Méndez, que no siempre está en el corazón. Gallardo siguió doblado sobre sí mismo, a punto de vomitar, hasta que se dio cuenta de que iban a la Modelo.

– No, Méndez, no me lleve esta noche allí.

– Va a ser peor…

– Yo lo arreglaré. Déjeme al menos unas horas, hasta que aparezca mi hija. Unas horas…

– De acuerdo -accedió Méndez con un suspiro-. Puedes volver a mi habitación. Pero si yo me descuelgo por allí antes de que amanezca, prométeme que no me tocarás el culo.

Méndez sabía que no le tocarían el culo ni nada que se pudiera tocar -en el caso de que lo encontrasen, tras arduas investigaciones- porque no pensaba dormir aquella noche. Se acercó de nuevo, arrastrando los pies, a su mesa de la comisaría.

– ¿Ha llamado alguien?

– Sí, de la Modelo. Hace un momento. Dicen que volverán a llamar.

Méndez no perdió un segundo ni esperó a que le llamaran de nuevo. Telefoneó al jefe de servicio de aquella noche. Su voz cansada llegaba débil, como si sonara en una ciudad remota.

– No sé si le servirá, Méndez.

– A ver.

– Hay una montaña de tíos que coinciden con los datos que me ha dado antes, o sea drogatas, sodomizados y todo eso. Pero los funcionarios antiguos sólo recuerdan a dos que estudiasen Historia de verdad. Claro que todo esto es hablar por hablar, me parece.

– Es igual. Deme sus nombres.

– Uno se llamaba Conrado Mola. El otro Ángel Martín.

– A ver. Delitos que cometieron.

– Conrado Mola era un violador.

– Pues no me parece que el que yo busco tenga aficiones de esa clase. Venga, hábleme de Ángel Martín. ¿Por qué lo tenían en la jaula?

– Desfalco en el banco donde trabajaba. Era un hombre con buena preparación, pero de esos que gastan mucho más de lo que ganan. Parece que al principio era un tipo tratable. Luego cambió. Fue acumulando odio. En su etapa final, los guardianes le consideraban capaz de cualquier cosa.

Méndez agarró la botella que tenía en uno de los cajones de su mesa y, para dominar sus nervios, se atizó un trago capaz de mandarle a la sala de urgencias. Empezaba a tener la sensación de que había dado con su hombre. Pero aún era una sensación remota.

– ¿Edad? -preguntó.

– Ahora ya tiene justo treinta y cinco años.

– A juzgar por su voz, esa es la edad que podría tener el pájaro con el que hablé. ¿Cuánto tiempo lleva fuera?

– Dos años.

– ¿Qué domicilio dio cuando lo soltaron? Porque supongo que saldría con la condicional…

– Como todos. A ver… Sí, aquí está. La dirección que dio fue la calle Blay, ciento ocho, segundo izquierda.

– Conozco muy bien la calle. Gracias… No sé si ése es el pájaro, pero podría serlo… -Méndez pensaba rápidamente mientras iba hablando. Y pensaba que ahora ya tenía un dato, un nombre, para ir a ver a Marquina. Sin algo consistente en las manos, no podía llegar hasta él. Pero ahora podría darse cuenta de qué reacción producía en él el nombre de Ángel Martín-. Voy a ponerme enseguida en movimiento siguiendo esa dirección. De verdad, muchas gracias. Cuando usted se muera, le contrataré una misa.

Fue a colgar, para ahogar la maldición del otro, pero de pronto se le ocurrió algo. Preguntó con voz untuosa:

– Perdone… Antes de que a usted se le ocurra morirse, deme un último dato. Ese tío, Ángel Martín, ¿estudiaba Historia en general o algo en particular?

– Parece que algo en particular.

– ¿Qué era?

– Según los que entonces trabajaban en la biblioteca, se había tragado todo lo que había sobre el antiguo Egipto.

9 LA CALLE DE LAS CIEN SOMBRAS

Méndez empezaba a moverse rápido de verdad, en contra de su costumbre, y provocando un desconcierto general, porque todo el mundo, y en especial los delincuentes, sabían que siempre llevaba un par de días de retraso. Su dinamismo era tal que los escasos compañeros que le vieron pensaron que todo aquello terminaría en una hernia.

Lo primero que hizo fue asegurarse el flanco. Llamó por teléfono a Horacio, en los archivos de Jefatura.

El viejo Horacio le saludó:

– Ave María Purísima. ¿Aún sigues en pie?

– Supongo que no por mucho tiempo. Me voy a tener que tomar con porrón el ginseng y el gerovital para aguantar lo que me espera. En fin, Horacio, necesito que me revises enseguida las fichas de dos tíos. Uno se llama Ángel Martín, de treinta y cinco años, condenado por desfalco. El otro Conrado Mola, de no sé qué edad, condenado por violación. Dime lo último que tengáis sobre ellos, aunque supongo que lo último que tendréis es que se han enrolado para ir a Afganistán.

– Eso si hay suerte. ¿Te esperas?

– Me espero.

Horacio tardó solamente unos cinco minutos. Le dio los datos a Méndez:

– Si es alguno de éstos, me ahorras un trabajo inmenso, porque estaba buscando a ciegas con los datos que me diste la primera vez. A ver… Conrado Mola se escapó tranquilamente aprovechando un permiso. La leche, oye. Lo último que tenemos es que la Interpol lo busca en Francia.

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