Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– Llamo ahora mismo al jefe de servicios de la Modelo -prometió-. El le llamará a usted enseguida, Méndez.
El jefe de servicios de la Modelo telefoneó cinco minutos después, y Méndez le dio las explicaciones pertinentes, tras las cuales debía ser facilísimo identificar al hombre que buscaba.
– Quiero los datos de un tipo que estuvo ahí hace tiempo, que se hizo drogadicto en la cárcel, contrajo deudas con los camellos, tomó por el saco y estudió Historia.
– ¿Nada más, Méndez?
– Nada más.
– Seguro que le parecerá bastante.
– Pues claro que sí. Lo único que me falta darle es la marca de vaselina que usaba.
– Vamos a ver, Méndez. No sabe en qué año estuvo.
– No. Pero se hizo drogadicto.
– Aquí, por desgracia, se acaban haciendo drogadictos demasiados.
– Tomó por el saco.
– Tomar por el saco es una especie de deporte municipal.
– Estudió Historia.
– Son muchos los que estudian algo.
Méndez ahogó una maldición.
– Pregunte a la gente -masculló-. Mueva a los chivatos. Hable con los funcionarios de servicio y telefonee a los que no lo están. Puede que recuerden algo, sobre todo por el dato de que el tío estudiaba Historia. No habrá tantos en esa situación. Los que se ocupan de la biblioteca pueden recordarlo.
– De acuerdo. Haré lo que pueda, aunque la hora es pésima. ¿Estará usted en ese teléfono?
– No. Llámeme a la comisaría de Atarazanas, a la calle Nueva. De aquí quiero irme antes de que me echen.
Y colgó.
Pero no se fue todavía.
Con los ojos entrecerrados, con los labios contraídos, dio paso a otro recuerdo, otro nombre, otra maldición oculta. Marquina.
Bueno, él lo conocía lo suficiente para saber qué clase de tipo era. La mayor parte de su vida profesional -que aún era corta, pues había llegado a la policía en 1982, con la victoria electoral del PSOE- la pasó trabajando en Delitos Económicos, es decir investigando a banqueros que ganaban poco -porque de lo contrario no hubieran sido investigados-, contrabandistas que no habían pagado el soborno, evasores de divisas que se equivocaban de frontera y dueños de extrañas compañías mercantiles que a la hora de la verdad no tenían dueño. Méndez encendió un apestoso toscano, puso los pies sobre la mesa, venciendo el dolor reumático de sus rodillas, y miró hacia la puerta del despacho, en el que acababa de entrar Horacio. Horacio, procedente también de la comisaría de la calle Nueva, esperaba ahora la jubilación en los archivos de la Vía Layetana y en los bares de la calle Condal, recordando con lágrimas en los ojos los brillantísimos servicios que había prestado en el Barrio Chino. Al igual que Méndez, practicaba las detenciones en los urinarios de los bares, y se había ganado a pulso, entre la chusma local, el sobrenombre de «o terror do pitu».
Miró conmovido a Méndez.
– Tú aquí… -farfulló-. Te han ascendido.
– ¡Qué va! Me van a echar.
– Pues esto hay que mojarlo. ¿Quieres un trago?
– No -declinó Méndez-, yo sólo bebo en las comidas y en las bebidas.
– Tu madre.
– Oye… -susurró Méndez.
– ¿Qué?
– ¿Tú has tratado últimamente a Marquina?
– ¿El que se ocupa de la mangancia de altura?
– Sí.
– Vivía bien. Vive bien, vamos. Siempre por encima de su sueldo, pero eso ya sabes que no es tan raro. Cuando entras en el mundo de las finanzas acabas dándote cuenta de que en España hay una nueva moral, que es la moral del éxito. Y lo demás son leches. No tienes más que leer los periódicos y las revistas. ¿Sabes una cosa, Méndez?
– ¿Qué?
– La gente ya no quiere saber nada de los médicos, de los ingenieros, de los militares, de los escritores ni de los curas. Quiere saber cosas de los banqueros. Hoy día interesan más los culos de los banqueros que los culos de sus mujeres. Yo no sé lo que llegarían a pagar en una revista del corazón por una foto del culo de Mario Conde.
Méndez dijo plañideramente:
– Ay, sí.
El siempre estaba llorando por todas las viejas culturas perdidas.
– ¿Y Marquina qué…? -susurró.
– Bueno, se acabó metiendo en ese mundo -dijo Horacio sentándose en un borde de la mesa-. A veces lo comentábamos, pero ya se sabe. Acabas admirando a los mangantes y sintiendo un respeto reverencial por la pasta. ¿Tú qué has hecho en la vida, Méndez? Sentir un respeto reverencial por alguna puta que mantenía a seis hijos. Eso no lleva a ninguna parte. Respetar a un tío que mantiene a seis putas, ese sí que es el camino de la verdad. Sobre todo si te das cuenta de que alguna de las chicas también puede ser tuya.
Méndez dio un par de caladas al toscano. El despacho se iba llenando de humo de tal modo que en cualquier momento podía ser declarado el estado de emergencia.
Pero Horacio no lo notaba.
Fue él, como viejo zorro, el que musitó:
– ¿Por qué buscas a Marquina?
– Por un asunto privado. ¿Tú crees que pudo necesitar, de repente, una gran cantidad de dinero?
– ¿Lo suficientemente grande para corromperse del todo?
– Sí.
– Es posible, Méndez. Cuando te metes en según qué círculos, ya cuentas de otra manera. Los números son distintos, se escriben de distinta forma. Tú hablas con respeto de cincuenta mil euros. Un banquero de la nueva situación o un político de los de ahora hablan con indiferencia de cincuenta millones. Todo depende de que te acostumbres a contar como ellos. Entonces las cosas cambian.
Méndez dejó apagar el toscano antes de que el humo llegara al despacho del jefe superior.
– Sí -murmuró-. Sí.
– Oye… Si quieres ver a Marquina, sabes que su dirección la puedes tener enseguida.
– No quiero hablar con él en su casa. Quiero pescarle en otro sitio.
Y ahora otra cosa: nada de esta conversación fuera de aquí. Nada. También podrías hacerme un favor, si trabajas en los archivos.
– Puedo buscarte la ficha de la Montse, aquella que se hacía en el pelo un lacito de colegiala antes de acostarse con los amigos. La Montse acabó mal. Y eso que tú la protegías.
– Le pagué el viaje a Madrid cuando salió de la cárcel -recordó Méndez con la mirada perdida-. Supongo que ahora trabajará allí. Y hasta puede que tenga un cargo público. Pero no es esa ficha la que quiero, Horacio. Tú sabes que no. Lo que necesito es el rastro de un delincuente drogata y aficionado a estudiar Historia.
– ¿Sólo sabes eso?
– Sólo.
– Que te den, Méndez.
Horacio salió.
Méndez salió también. Dejó caer sus cansados huesos en un patrullero de la bofia y pidió que lo condujeran a la comisaría de la calle Nueva, de cuya puerta había desaparecido el centinela. A lo mejor los droga tas se lo habían llevado ya. Fue a su mesa arrastrando los pies, se enteró de que no le había llamado nadie, lanzó una maldición y volvió a salir. Abrió con su llave la pequeña puerta del enrejado metálico del bar, que ya llevaba echada hacía horas. Encendió la luz, se preparó un vaso de vino tinto de Olite, le dio un meneo, apagó la luz y fue a su habitación.
Encontró a Gallardo sentado en la cama. La habitación estaba llena de humo, pero Méndez ni se enteró. Al contrario, encontró en aquel aire un reconfortante bálsamo y un recuerdo de los buenos días perdidos. Entró en una especie de éxtasis del que tuvo que salir un segundo después, ya que Gallardo se estaba arrojando encima de él.
– ¿Qué? ¿Qué sabe de la niña?
– Tranquilo, Gallardo.
– ¡Qué tranquilo ni qué leches…!
– Voy a hablarte con toda franqueza. En el depósito tienen el cadáver de una jovencita, y yo he estado pensando hasta hace poco que era tu hija. No te he dicho nada por no destrozarte y porque no estaba seguro. Pero ahora pienso que no puede ser ella y que no puede haber intervenido Paco Robles. Es una cosa distinta.
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