Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Era la hora.
Seguro que encontrarían al pichón desprevenido y soñando en la hija del sacristán.
– Vamos -dijo.
Aseguró en su funda axilar la pistola Colt de la época de la Gran Guerra, que Méndez amaba porque podía descojonar a un tío sólo con el estampido. Ese era motivo bastante para que no hubiese querido entregarla aún, pese a los requerimientos apremiantes, al Museo del Ejército. Cuando quiso comprobar el seguro, sembró el pánico entre la dotación policial. Así llegaron al fin a una manzana de distancia de su objetivo, que ya estaba sometido a discreta vigilancia.
Todo parecía en orden.
Los agentes que ya vigilaban estaban materialmente perdidos entre las sombras. Los otros se acercaron sigilosamente a pie, sin levantar un rumor ni sobresaltar a un gato. A Méndez aquel despliegue policial, perfecto y sin un fallo, le recordó las más gloriosas operaciones de su época de la policía franquista, que siempre empezaban, por si acaso, con la detención del sereno de la calle. Habían sido noches arriesgadas y llenas de tensión, en las que siempre había que acabar persiguiendo a algún estudiante por los tejados y en las que el porvenir de España pendía de un hilo.
Un inspector más joven, que se había constituido en el segundo jefe de la operación, preguntó:
– ¿Vamos a entrar usted y yo?
– Sí. Los otros que se distribuyan por la escalera. Envíe una orden por radio a los que están en el patio de atrás.
Un especialista forzó la cerradura del portal y subieron poco a poco y en absoluto silencio. Méndez llegó a las alturas al borde ya del coma, a punto de sufrir un infarto, ahogándose por no tener que toser y no regar las paredes con los restos de una de las cien cajetillas de Ducados que llevaba en los bronquios. Ya ante la puerta, el policía más joven preguntó:
– ¿Llamamos?
– Qué coño vamos a llamar… Hay que abrir sin que se dé cuenta nadie.
E hizo una seña al especialista en cerraduras, que subía ya también. En el más absoluto silencio, aquel hombre trabajó menos de medio minuto. La puerta cedió.
Dentro todo eran sombras.
Olía a orina fermentada.
Pero para Méndez olía a cabrón. Eso era lo único que le importaba. De modo que sacó su Colt tipo batalla del Marne y entró lanzando el grito de guerra:
– ¡Policía! ¡Policía! ¡La madre que te parió!
La claridad lunar que penetraba por las ventanas y los dos balcones del fondo le permitió ver en unos instantes el pequeño piso. Había un recibidor, un lavabo, una pequeña cocina, un despacho con una exigua biblioteca y una gran sala en la que se abrían los dos balcones. Ni un dormitorio. Ni una presencia humana. Pero Méndez estaba seguro de que había alguien allí, y por eso, después de lanzado su grito de guerra, movió el gigantesco Colt y lanzó la segunda de sus frases sacramentales:
– Te voy a afeitar el capullo.
Las luces se encendían bruscamente en todas partes. Dos agentes más acababan de entrar también, llevando las armas por delante, y daban a todos los interruptores. Una claridad más bien triste, de tubo de neón comprado en el Rastro, llenó las habitaciones.
Era verdad. No había nadie.
Pero Méndez quedó asombrado. Quedó tan silencioso y tenso como si de pronto fuera a saltar a traición sobre alguien. Sus ojos recorrieron velozmente lo que podía ver de aquel piso y comprendió que no estaba en una vivienda, sino en un colegio, o más exactamente en una academia de barrio. Porque en la gran sala había una docena de pupitres, había una pizarra y en ella trazado un gran círculo de tiza.
Los dientes de Méndez produjeron un crujido.
Ahora sabía dónde había pasado sus últimas horas la niña.
Estaba sobre la verdadera pista, aunque de momento no hubiese encontrado al hijo de perra que buscaba.
Pero en aquel momento sucedió algo inexplicable, o por lo menos algo que le pareció inexplicable a Méndez.
A aquella hora sonó el teléfono.
7 UN SOCIO DE BUENA CONDUCTA
Todos los que estaban allí hicieron un gesto de sorpresa, de estupor, mirándose unos a otros. Nunca hubieran podido imaginar que un sonido tan rutinario, tan habitual, les produjera un sobresalto semejante.
El policía más joven musitó:
– Pero qué cuerno… ¡Si son las tantas de la madrugada…!
– Por eso mismo puede ser importante. Un momento, yo contestaré -dijo Méndez.
– ¡Qué coño dice, inspector! Seguro que se equivocan. Alguien llama creyendo que esto es una casa de citas.
– Pues entonces puedo tener una oportunidad -dijo Méndez-. Todo depende del precio. Picaré alto.
Y descolgó.
Tuvo entonces la segunda sorpresa. Porque una voz masculina, seca y bien timbrada, preguntó:
– ¿Inspector Méndez?
– ¿De qué me conoce?
– Le he visto entrar.
– Sí, pero ¿de qué me conoce?
– Le conozco, y basta. He frecuentado los barrios que frecuenta usted. Soy un hombre de su distrito. Y ahora vamos a hablar claramente.
Méndez no estaba dispuesto a hablar claramente hasta que el otro soltara algún dato más. Por lo tanto preguntó:
– ¿Dice que me ha visto entrar? ¿Desde dónde?
– Desde la calle, naturalmente. Y le estoy hablando desde una cabina pública. Ni usted puede controlar el sitio exacto de la llamada ni tiene medios para hacerlo desde ahí. Por eso no me preocupo.
Pero tenía motivos para preocuparse, pensó Méndez, porque acababa de cometer una terrible imprudencia. Las cabinas públicas que podía haber en las cercanías no eran muchas. Moviendo a los hombres con rapidez, podían atrapar a aquel tipo antes de que colgase.
Por eso Méndez hizo al inspector más joven una silenciosa y enérgica seña. Le indicó el teléfono y dibujó en el aire la forma de una cabina. Luego, con el mismo silencio, dio las órdenes con el gesto más concreto, eficaz y académico que se puede utilizar para dar una orden de esa clase. El gesto consistió en el movimiento que se hace para cortarle los testículos a alguien.
Su compañero lo entendió enseguida, ya que el corte de testículos -o el conveniente deseo de hacerlo- forma parte de las mejores tradiciones oficiales españolas. Salió disparado hacia la puerta, haciendo una seña a dos de sus hombres.
Mientras tanto, Méndez habló con voz casi jovial, intentando ganar tiempo.
– ¿Ya tiene suficientes monedas? -preguntó.
– Tengo lo que me da la gana.
– Muy bien. Pues hable.
– Iba hacia la academia. Tengo la llave. Pero estaba a unos cincuenta metros de distancia cuando les he visto a ustedes llegar. Esta vez he tenido suerte. He podido frenar a tiempo.
– ¿La academia es suya?
– No, no lo es. Pero tengo la llave por razones que no voy a explicarle ahora. Tampoco es tan difícil obtener un duplicado, y usted lo sabe. Ahora hacen duplicados de llaves hasta en las clínicas de venéreas.
– Y si la academia no es suya, ¿no tiene miedo de que le sorprendan entrando?
– No, porque es un sitio que no funciona. Van a traspasarlo.
Méndez contaba los segundos ansiosamente, mientras intentaba grabar en su memoria todas las inflexiones de aquella voz. Pero había algo que le interesaba aún más, y era el carácter de aquella llamada. Por lo tanto susurró:
– Entonces comprendo que no le diese miedo esconder aquí a la niña.
– La tuve muy poco tiempo.
– ¿La mató aquí?
– Sí.
– ¿Dónde están las huellas de sangre?
– Las pude limpiar. Lo hice todo en el cuarto de baño.
– Hijo de puta.
– No le estoy llamando para discutir de moral, Méndez.
– Lo que te voy a hacer a ti en un cuarto de baño cuando te atrape va a ser tan bonito que estarás echando sangre hasta que desentierren a tu madre.
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