Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– Sólo las tienen ya en algunos restaurantes y cobran lo que quieren -se quejó Padilla-. Eso, maldita sea, está o estuvo en el Código Penal. «Maquinaciones para alterar el precio de las cosas.» Pero tengo en casa una botella de Rene Barbier del Centenario. Y otra que es un rioja con una etiqueta que representa a Tejero entrando en las Cortes. Menos coña. Poco a poco, y a pesar de lo que diga mi mujer, me voy a ir haciendo una vinoteca debajo de la cama. Méndez, ¿ha probado el Jean León?
– Es muy bueno -dijo el policía, pasándose la lengua por los labios secos-. Pero yo prefiero un priorato, siempre que no me lo hagan pagar por anticipado ni me lo den en ayunas.
Méndez se apoyó en una jamba de la puerta, captó aquel olor indefinible -olor a formol, a sangre, a agua intestinal- que llegaba desde dentro y musitó:
– Ahí tenéis una chiquilla a la que ha hecho la autopsia la doctora Eva Reus.
– Sí. Hace menos de una hora han venido otros dos policías que parece que están haciendo trámites para la identificación. Yo diría que no es cosa suya, Méndez.
– Sí y no. Además, sólo quiero ver algo.
– ¿Qué?
– La ropa. Supongo que no se la habrán llevado al laboratorio ni nada de eso.
Padilla se rascó una oreja, dejó el libro y susurró:
– No. Aún la tenemos ahí dentro.
– Déjame ver.
– Oiga, Méndez, pero…
– Por favor.
Méndez sabía que allí podía encontrar una prueba, encontrar una pista, un indicio, una dirección, algo. Y esa certeza se basaba en un dato que hasta poco antes no había sabido valorar. El vestido de la víctima era nuevo; se había dado cuenta de ello al descubrir el cuerpo. Por lo tanto, si había sido comprado poco antes, y si además había sido comprado en Barcelona, podía ser una señal tan clara como una bandera ondeando al viento.
Pero no esperaba tener tanta suerte. El vestido no sólo era nuevo, sino que llevaba adherida su etiqueta con la composición del producto y la marca del fabricante.
– Increíble -dijo Méndez.
– ¿Qué?
– Increíble que el asesino no se preocupara de borrar esa pista.
– Los maniáticos nunca se preocupan de esos detalles -dijo Padilla-. ¿Y quién, sino un maniático, puede asesinar a una niña?
– No olvides que no fue un crimen sexual, Padilla.
– Entonces una venganza.
– Sí -dijo Méndez pensando en voz alta-, pero una venganza llevada a cabo por una especie de profesional, por un tío que se ha pasado media vida en el hampa y por lo tanto no hubiera debido cometer un fallo así. No le hubiera costado nada arrancar la etiqueta. Por el género también hubiésemos averiguado de qué fabricante era, pero lo hubiésemos averiguado bastante más tarde. Y tener un margen de tiempo a favor es tan importante para un asesino que no comprendo su descuido. Pero aquí hay algo, ¿entiendes, Padilla? Al menos aquí hay algo que me permite seguir una pista.
Fue hacia la puerta, llevándose consigo el vestido. Padilla le siguió gritando:
– ¡Eh, Méndez!
– Te devolveré este vestido mañana.
– No puede ser.
– Yo respondo.
– La madre que lo parió, Méndez. ¿Y de usted, quién responde?
– Te traeré una botella de albariño.
– Ya no quedan albariños. La tierra ya no da para más. Pasa como con los prioratos. La cosecha de albariño, lo que se dice albariño, sólo da para dos botellas: una para el cardenal arzobispo de Santiago de Compostela y otra para el cabrón que mueve el botafumeiro. Incluso el dueño de la viña se tiene que morir de sed. De modo que nada de martingalas, Méndez.
– Tengo un Sauternes.
– Demasiado dulce. Cada vez que veo un Sauternes, pienso que tengo la obligación de untar una ensaimada.
– Un Saint-Emilion.
– No me hable de vinos gabachos que a la hora de la verdad tienen que ser reforzados con un cariñena.
– Entonces un Viña Ardanza. Y también del 70. Es mi última palabra, Padilla. La única vez que oí hacer una oferta así fue a cambio del culo de un funcionario público.
Padilla se dejó conmover.
– Yo también soy un funcionario público -se defendió de todos modos.
– Pero no pones el culo, sino el vestido de una niña.
– Trato hecho, Méndez. Mañana me lo devuelve.
Méndez lanzó una especie de gruñido.
Salió velozmente con el botín.
Pero no había hecho más que empezar. Sabía que ahora cada minuto contaba.
Abordó un taxi parado ante la puerta. El taxista, medio dormido, despertó de pronto y vio las ropas negras, la mirada negra, la cara lívida de Méndez.
– ¿Qué? -preguntó-. ¿Al cementerio?
– Su padre -dijo Méndez-. Lléveme a Jefatura, a la Vía Layetana. Y rápido. -Enseñó la placa-. ¿No ha visto esto? Bofia.
El otro voló por las calles de la ciudad, todavía cargadas de tráfico, sorteando coches de tíos que buscaban en cada esquina mujeres que nunca hubieran hecho la esquina, coches de matrimonios que volvían de cenar, de periodistas que no habían cenado y de abogados que a aquellas horas todavía buscaban un cliente. En Jefatura, Méndez hizo una rápida investigación, valiéndose de los medios que él, en la más sórdida comisaría de los barrios bajos, nunca hubiera poseído. Hubo que hacer tres llamadas, una de las cuales sacó de la cama -perteneciera la cama a quien perteneciera- a media delegación de Industria. Pero valió la pena, porque el fabricante estaba catalogado, era de buena fama, vivía en el paseo de la Bonanova y, según rumores, con una sola mujer.
Méndez también le telefoneó y le dijo que iba a visitarle inmediatamente. «Que me abra la puerta de la calle, oiga.» Como el otro no se fiaba, Méndez le garantizó que iría en un coche oficial de la policía. Ni por ésas. «No se preocupe -juró Méndez-. Usted me verá por los cristales de la puerta antes de abrir. Iré con mi placa de identificación en la boca.»
Mal sitio el paseo de la Bonanova. Malos los sitios donde circula aire limpio, sin olores sociales, o sea sin esos olores que te comunican lo que ha comido la vecindad más inmediata. Allí, como máximo, se podía oler la fragancia de los limones salvajes del Caribe que las nenas se ponían en las- partes íntimas. Méndez se hizo conducir hasta el paseo con aprensión, porque no estaba seguro de sobrevivir en un clima que viene marcado por la proximidad de la sierra de Collserola.
El coche se detuvo ante un edificio lujoso, en cuyo portal había luz, y Méndez -la palabra es la palabra- corrió hacia él con la placa de identificación en la boca.
6 EL CÍRCULO DE TIZA
El fabricante -un tal Monterde, cuyo capital pertenecía casi íntegramente a la señora de Monterde- le invitó a subir a un piso donde había un cuadro de Dalí, última época, y otro de Braque, primera época. Le invitó a un mueble bar donde se alineaban whiskies de malta y orujos literarios. Quiso que conociera a su doncella, primer achuchón, y a la señora Monterde, desde luego último polvo. Méndez se atrincheró enseguida, no fuese que la señora quisiera hacer con él aquel acto de amor póstumo.
Sólo después de un par de tragos de cortesía accedió Monterde a ver el vestido.
– Sí, desde luego es mío -dijo-. Buena calidad. Créame, es un género en el que nos hemos equivocado. La gente quiere cosas de usar y tirar, cosas que hagan efecto aunque no duren nada, y este vestido puede durar años. Bueno, como el traje que usted lleva, más o menos.
Méndez lanzó un gruñido.
– ¿Por dónde lo han distribuido? -preguntó-. ¿En qué tiendas de Barcelona?
– Tiene usted suerte.
– ¿En qué?
– Lo pusimos como novedad en nuestra tienda asociada de la Ronda de San Pedro, para ver la respuesta de la gente. Buen género, buen precio y ninguna publicidad. Esta es una pieza que lleva menos de una semana en venta.
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