Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Acababa de sacarse por la cabeza el vestido y se mostraba con toda su posible desnudez de modelo de entre épocas. Preguntó con voz muy dulce:

– ¿Estás ahí, Delia?

Méndez quedó paralizado.

No era extraño que ella hubiese oído el ruido de la puerta. A la fuerza tenía que haberlo oído. Pero lo curioso, lo increíble era que preguntaba por una mujer… con la cabeza vuelta hacia él, es decir hacia un hombre o lo que quedaba de un hombre. A aquella distancia, apenas cinco metros, no llegaba a verle.

– ¡Delia!

Méndez no supo qué decir, qué hacer. Le ocurrió lo mismo que unos momentos antes en el salón rotonda: todo dio una rápida vuelta en torno suyo. Esas cosas le pasaban, claro, por meterse en sitios caros, elegantes y desinfectados al menos una vez al año. Es lógico que de vez en cuando te dé un vahído, una lipotimia, o linotipia en el lenguaje clásico, causada por la limpieza, el lujo, y otros excesos de la vida sin freno. En fin, que a Méndez, a pesar de que estaba seguro de que aquélla era su habitación, le dominó un acceso de vergüenza y por lo tanto volvió la espalda.

– Pero Delia… ¿estás ahí?

El viejo policía oyó la pregunta en el momento de cerrar la puerta. Se encontró, sin saber qué pensar, en el largo pasillo color caoba, color tiempo que ya se había ido, alumbrado sólo por las pantallas que a intervalos le daban una luz opalina. Iba a alejarse de allí cuando en aquel momento se acercó una doncella.

– Perdone. ¿Necesita usted la habitación? Es que iba a entrar unas toallas nuevas.

– ¿Por eso estaba la puerta abierta?

– Sí, señor. La había dejado así sólo un momento, mientras las iba a buscar aquí al lado mismo. ¿Es que ha pasado algo?

– Sí que ha pasado algo -dijo él embarazosamente-. Ahí dentro hay una mujer.

– No es posible… Pero vamos a ver. Perdone.

La doncella entreabrió sólo un momento y miró hacia el interior. Se sonrojó mientras volvía la cara hacia el pasillo y cerraba.

– No sé cómo ha podido suceder -dijo-. Es la señorita Alonso.

– ¿La conoce? -preguntó Méndez con amabilidad de policía que acaba de leerse la Constitución y aún no ha tenido tiempo de reaccionar.

– Sí que la conozco. Vive justo en la habitación de al lado.

– ¿Y cómo ha podido equivocarse?

– Perdone… Le he dicho que no lo entendía, pero sí que lo entiendo. Claro que sí… La señorita Alonso es ciega.

Méndez asintió con la cabeza, con un gesto de muda comprensión, mientras captaba en algún sitio, en algún rincón que ya no le pertenecía, un pinchazo remoto.

– Ya he notado algo extraño… -murmuró en voz baja-. A la fuerza hubiera tenido que verme cuando he entrado, y sin embargo me ha tomado por una mujer. Me ha llamado no sé cómo…

– ¿Delia?

– Sí, eso es. Me ha tomado por una tal señorita Delia.

– Es su doncella personal. Duerme a su lado, en la misma habitación. Ya sé lo que ha pasado, ya… La señorita Alonso no se confunde nunca, porque cuenta los pasos muy bien y ya conoce bastante el hotel, aunque sólo lleva tres días aquí. Pero esta mañana debe de estar nerviosa, digo yo, y se ha confundido de habitación por la simple distancia de una puerta. Como además yo la había dejado entreabierta, pues ya lo tiene usted. Ya está.

– Bueno, ¿y ahora qué hago yo? Querrá cambiarse de vestido, y por eso se está desnudando. No puedo volver a entrar si usted no le dice algo.

– No se preocupe, yo lo arreglaré.

Fue a entrar, pero Méndez la sujetó por el brazo con mucha suavidad, en parte por algún remotísimo resto de educación y en parte porque apenas tenía fuerza en los dedos, después de estar dos días a régimen de vinos de marca.

– Oiga…

– ¿Qué, señor?

– No le irá a decir que la he visto.

– Descuide. Claro que no. No se preocupe, que una sabe hacer las cosas con tacto.

Golpeó con los nudillos en la puerta, abrió sin esperar permiso y advirtió:

– ¡Señorita Alonso, señorita Alonso! ¡Métase otra vez el vestido, que se ha equivocado de habitación!

Méndez ya no estaba cuando la ciega salió. Aunque sabía que ella no podía verle, consideraba un deber de delicadeza no asistir a la ominosa retirada. Y es que en cuestión de mujeres que le recordaban los dibujos antiguos, Méndez estaba lleno de delicadezas. Fue de nuevo a la rotonda del hotel, donde vio salir a Candaría -extraño empresario aquel vasco que desafiaba a todo y a todos, y que había declarado estar dispuesto a morir antes que pagar a ETA el impuesto revolucionario-, donde vio también deslizarse hacia el interior a aquel joven ejecutivo de mirada alemana y ropas italianas al que había tenido a su lado antes, durante los breves minutos que dedicó a la contemplación del salón y su mundo. Donde vio, en fin, a Rafael Borras, de quien le habían dicho que en aquel mismo lugar había tenido que oír cien veces las tesis de Giménez Caballero, viejo imperialista que un día quiso casar a Pilar Primo de Rivera con Hitler, buscando un cruce prodigioso y a la vez lleno de gloria, del que saldría sin duda un doberman católico. Vio, en fin, a Roca Junyent sugiriéndole a un periodista la conveniencia de una tesis doctoral sobre la transmigración del alma de Cambó. Pero lo que vio con más atención, con más detalle, con más precisión, como si fuera lo único que ocurría en el hotel, fue la figura de la ciega que cruzaba el salón. Iba acompañada por una mujer más joven -sin duda la importantísima señorita Delia-, quien la guiaba para que no tropezase en aquel universo de paseantes en corte, empresarios, profetas, bragueteros y presidentes de remotísimos consejos de administración que iban a dar cualquier día la campanada de una opa. La señorita Alonso iba vestida con severidad y con ropas estrictamente negras. Méndez recordaba ahora -lo recordó de pronto como en un chispazo, como en una fotografía borrosa de algo que había sucedido en otra ciudad- que el vestido que se estaba quitando cuando él entró en la habitación también era negro. Y aunque ahora las mujeres suelen usar ese color a diario -porque es elegante, es digno y además da bien cuando una se la juega sobre las ropas de una cama-, había algo en la señorita Alonso, flotaba algo en la señorita Alonso, transportaba algo la señorita Alonso que era luto de verdad, negro de Valladolid, credo de Simancas, llanto zamorano. Era un vestido de pena y de procesión, no de cabalgada en cama. A Méndez el vestido de la señorita Alonso, su forma de llevarlo, le recordó los grandes lutos históricos, los de los años cuarenta, que ésos sí que fueron lutos de verdad y con media España llorando detrás de cada hoz o detrás de cada flecha. Había algo en aquella mujer -había algo ahora y no antes, cuando le recordó una imitación de un dibujo de Rafael de Penagos- que apagaba todos los murmullos del hotel para dejar a su paso un silencio de cementerio castellano. Méndez se dio cuenta de que esta vez el vestido negro de la mujer sí que era como una bandera.

La siguió.

Había en ella algo que le fascinaba, que le impedía pensar, pero que al mismo tiempo dejaba en su corazón -ya lleno de callos y otras distinciones piadosas- un poso de miedo.

Ella dobló hacia la izquierda.

Calle del Prado.

Era absurdo.

La señorita Delia la abandonó, apenas las dos hubieron cruzado la calzada.

Pero ¿por qué la dejaba sola?

¿Qué sentido tenía aquello?

Méndez cruzó la calle también. Materialmente pasó junto a la importantísima señorita Delia, quien no se fijó para nada en él porque no le conocía. La importantísima señorita Delia se había quedado parada en la acera, como si vigilase algo, como si esperase algo. Sin duda esperaba a la importantísima señorita Alonso. Y Méndez tras ella, fue tras la ciega del vestido negro, tras la abanderada, tras la más extraña mujer que había conocido nunca. Comprendió dos cosas: que ella iba contando los pasos para no equivocarse y que sin embargo no era la primera vez que se dirigía al sitio donde se dirigía ahora. Porque había en sus movimientos, en sus pasos, una cierta seguridad. Méndez no entendía por qué razón una ciega tenía que andar sola por una calle de Madrid pudiendo tener compañía, aunque más o menos supiese adonde iba y aunque la calle de Madrid en cuestión fuera la calle del Prado, donde lo peor que le podía ocurrir a una ciega era que le cayese una de las enciclopedias del ateneo sobre la cabeza. Esta sensación de extrañeza se unía en Méndez a la sensación de miedo, extraña sensación de crespón negro, misterio detrás de una cortina y lágrima escondida en un relicario. De modo que Méndez hubiera seguido a aquella mujer hasta el fin del mundo, porque eran demasiadas las cosas que sentía ahora, pero le bastó seguirla hasta tres portales más allá. Entonces ella pareció contar un último paso, giró hacia la derecha y entró.

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