Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– Tengo varios acreedores enterrados allí -dijo Méndez.
– Entonces vaya a visitarlos. ¿Conoce la situación del Valle de los Muertos?
– Por supuesto que la conozco. Además, me llevarán.
– De todos modos, piense lo siguiente, señor Méndez: todo lo que se refiere a los vivos, está siempre en la orilla oriental del Nilo, la parte por la que sale el sol. Todo lo que se refiere a los muertos está siempre en la orilla occidental, la parte por la que el sol se pone. En los ritos egipcios no hay nada gratuito, señor Méndez. Todo está unido a la lógica de la Naturaleza.
Méndez susurró:
– Claro, ya lo voy comprendiendo.
– Ustedes apenas hacen nada con arreglo a la lógica de la Naturaleza. Lo hacen todo con arreglo a la lógica de los relojes y del beneficio.
– He procurado no seguir nunca ese mal ejemplo -gruñó Méndez-. Apenas miro el reloj, y jamás he tenido beneficios.
– Es una posición inteligente. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Volver al barco?
– Claro que sí. Y cuanto antes.
– ¿Tanta prisa tiene?
– Una prisa que no me deja ni respirar. Cada segundo cuenta.
– ¿Por qué?
Méndez miró al vacío.
– Dicen que en el templo de Edfu hay una barca solar -musitó-, una de esas barcas que llevaban al otro mundo las almas de los difuntos. Pues bien, el buque en el que yo viajo también es una especie de barca solar. Es el buque de los muertos.
Todo el mundo parecía tranquilo en el Nile Dream . Algunos de los pasajeros estaban en el bar, hablando de las impresiones de la jornada con esa placidez que da tener los problemas -si los hay- a tres mil kilómetros de distancia. Otros miraban en silencio la noche desde la cubierta alta. El río, gracias a la luna, aparecía tan quieto como una cinta de plata vieja.
Manrique era de los que estaban en la cubierta alta, aunque algo apartado de los demás. Se puso inmediatamente en pie al ver llegar a Méndez.
– ¿Qué le ha pasado? -murmuró.
– Nada. Que me he quedado al lado de Quílez por si necesitaba algo.
– ¿Es verdad que se ha roto el tobillo, como nos ha explicado el guía?
Méndez movió negativamente la cabeza.
– No -dijo en voz muy baja.
– ¿No? ¿Entonces… qué ha ocurrido?
– Usted y Cañada tienen que conocer la verdad. Clara Alonso no lo sé. Eso depende ya de ustedes, depende de lo que quieran decirle. Pero hay personas a las que no se puede engañar. Quílez ha sido asesinado.
Manrique se hundió de pronto sobre el asiento, como si le hubiesen fallado las piernas.
Se llevó por un momento las manos a los ojos mientras preguntaba con un hilo de voz:
– Pero ¿qué dice…?
– Ustedes contrataron a Quílez para que protegiera a la pequeña, ¿verdad?
– Sí… Fue cosa de Clara, porque ella estaba muerta de miedo. Y es natural. Lo que le pasó a Mercedes marca una vida. Ya antes de que nos pidieran el rescate por Mercedes, pensamos poner tierra de por medio, o sea llevarnos bien lejos a Mercedes y a Olga. Estábamos seguros de que a bordo de un barco del Nilo, por ejemplo, no nos pasaría nada. Pero aun así, Clara insistió en contratar a un guardaespaldas de primera clase.
– Y después de enterrada Mercedes, persistieron en su idea, ¿verdad? Sabían que el asesino de esa pobre niña estaba muerto, pero aun así el miedo les seguía dominando. Lo encuentro muy natural, entiéndame… -Méndez, que hablaba en un cuchicheo, paseó una mirada recelosa en torno suyo, para asegurarse de que nadie podía oírles-. De modo que conservaron sus billetes para el viaje a Egipto, diciéndose que aquí Olga estaría mucho más segura. ¿Es eso?
Manrique preguntó, mientras le temblaban los párpados:
– ¿Me está usted diciendo que… que el asesinato de Quílez indica que Olga corre peligro?
– Sí.
– ¿Aquí, en el barco?
– Sí.
Manrique se hundió. Su edad era ya la de un hombre que no puede luchar. Apoyó la cabeza en la barandilla del buque, como si se sintiese mareado. No pareció ni notar que Méndez le ponía alentadoramente la mano en el hombro.
– Anímese, Manrique. Vamos a luchar -musitó.
– ¿Luchar… contra quién?
– No lo sé, pero tengo una ayuda.
– ¿Una ayuda? ¿Qué es?
– El mensaje de un muerto.
Manrique alzó la cabeza de pronto.
– Usted, Méndez -musitó-, también empieza a sufrir las enfermedades del Nilo.
– No lo crea. El Nilo me ha dado la solución, pero el mensaje me lo transmitieron en Barcelona, bien lejos de aquí.
– ¿Sí? ¿Y qué muerto se lo transmitió? Espero que no hable en broma, Méndez.
– Claro que no hablo en broma. El muerto es Ángel Martín, el que materialmente asesinó a Mercedes. Y el que la secuestró, claro. Pero es evidente que lo hizo por orden de alguien.
– ¿De quién?
Méndez dijo en un susurro:
– Había un primer eslabón.
– Por favor, hable más claro.
– El eslabón era un policía corrupto llamado Marquina. Ese hombre, por sus conocimientos y su posición, tenía que «cubrir» el trabajo de Ángel Martín y darle consejos técnicos para que, pese a todas las dificultades, cobrara sin problemas el rescate. Gracias a esos consejos técnicos, Martín logró escapar de la encerrona tendida por la policía, aunque sin conseguir llevarse el rescate. Ah…, no necesito decirle, Manrique, que el corrupto Marquina se llevaría un buen puñado de millones a cambio de su «asistencia técnica».
– Claro… No necesita decírmelo.
– Yo no sé lo que hubiera ocurrido con Ángel Martín si todo hubiera salido a pedir de boca -siguió explicando Méndez-, aunque sospecho que hubieran acabado con él. Martín era un tipo de baja estofa, un sucio asesino, un ex preso fichado, y por lo tanto un peligro. Les era útil para un momento, pero pasado ese momento ya no les servía de nada. Al contrario. Y encima la cosa salió mal. El dinero había volado. Ángel Martín había perdido los nervios. Marquina, o el que daba órdenes a Marquina, decidió entonces «dejarle caer».
– Si les estorbaba, podían haberlo matado sin tantos rodeos -musitó Manrique con una implacable lógica-. Al fin y al cabo, ese Marquina del que usted habla es policía. O «era», no lo sé.
– Precisamente por ser policía -dijo Méndez.
– No acabo de entenderle.
– Estamos hablando de un tipo peligroso como Ángel Martín. Un pájaro desconfiado. Un buitre. En pocas palabras, un hombre difícil de matar, al que por su experiencia sería imposible meter en una encerrona.
– Me parece que le voy comprendiendo.
– Si Marquina intentaba matar a Ángel Martín, podía muy bien ser que el muerto fuera él. Resultaba mejor «dejarle caer» y procurar que fuera detenido. Una vez Martín en Jefatura o en la Modelo, estaría completamente indefenso. Un ciudadano normal no hubiese podido entonces matarle, pero un policía sí. Le bastaba con simular un intento de fuga. O todavía más sencillo: comprar a un recluso de la Modelo para que cualquier noche hiciera el trabajo. En las cárceles españolas se hacen varios «trabajos» así al año. Y encima salen baratísimos.
– ¿Y si Ángel Martín hablaba antes? Ese peligro existía…
– Ángel Martín no iba a hablar de buenas a primeras. Cuando un asesino sabe algo, esa es la única moneda que tiene. No la malgasta así como así; al contrario, intenta venderla a buen precio. Hacer un trato, vamos. Y mientras Martín pensaba con quién hacer el trato, ya estaría muerto. Creo que Marquina obró como le convenía obrar, porque de ese modo aprovechaba todas sus ventajas. Incluso cabía la posibilidad de que, al ser detenido, Martín se resistiese, y le clavaran entonces cuatro balas en las pelotas.
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