Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Sabía bien lo que iba a ocurrir en el templo de Karnak, porque Galán no dejaba nada al azar. Aquí el espectáculo de luz y sonido no era una especie de platea, como en las pirámides, sino una lenta caminata. La visita se efectuaba en forma de paseo colectivo, con alto en unos puntos determinados para ver las partes del templo iluminadas y escuchar las explicaciones y la música. Hasta llegar a esos puntos iluminados, el avance se efectuaba en manada, en silencio y en tinieblas. Acabar con un hombre en esas condiciones era tan sencillo que Galán llegaba a sentir en el fondo de sí mismo una especie de vergüenza.
Pero un crimen, siempre que esté bien planeado -seguía pensando mientras avanzaba poco a poco- es fácil. Él había matado a hombres en ciudades que jamás pisó y jamás volvería a pisar, los había matado en barberías, en sastrerías, en casas de relax, en supermercados, en garajes y en saunas de maricones. Los había matado en bares, en las salas de espera de los médicos y en confesionarios. Sí. Una vez fue tan cabronazo y chaquetero -seguía pensando Galán- que se hizo lamepilas de una iglesia hasta saber que su víctima se confesaba con frecuencia, y hubo cinco minutos mágicos, cinco minutos otorgados por la benevolencia del Señor en los que él y su pistola pudieron sustituir al cura y sus absoluciones consabidas. Pero Galán no se sentía avergonzado de este trabajo tan especial y tan dado a las palabras póstumas, porque lo había hecho para los montoneros y encima sin cobrar nada. Galán había dado la última bendición a mañosos, traficantes de droga que no pagaban, a miembros de la Triple Aya violadores o asesinos que habían sido absueltos por la Justicia. Después de trabajar con los montoneros argentinos sin cobrar, había hecho todo lo contrario, había trabajado, cobrando, con el Batallón de la Muerte brasileño. Tampoco ese oscuro pasaje de su vida le avergonzaba, porque él pensaba -o barruntaba, o quería barruntar- que todos los que murieron en sus manos merecían morir. En cambio, a veces, aún se despertaba por las noches pensando en el ciudadano Gómez, o el ciudadano Lenoir, o el ciudadano Ahmed, de los que nada supo antes ni después, y a los que sólo conoció durante unas décimas de segundo, cuando los tuvo delante del punto de mira de su revólver. Pero eran arrepentimientos -y él lo sabía- de hombre aposentado, de profesional que ha llegado lejos en su carrera, porque sólo las carreras dilatadas -y seguramente gloriosas- dan motivo para pensar que uno, a veces, debió cuidar más los detalles.
Y sin embargo él había estado a punto -lo recordaba ahora, mientras pasaba ante las tiendas más sórdidas y ajetreadas del bazar- de abandonarlo todo -arrepentimientos incluidos- por una vida sencilla y escrupulosa, una vida de horarios fijos, empleo irreprochable, árbol de Navidad, flores de aniversario y apartamento alquilado en agosto en cualquier urbanización civilizada, donde se oirían por consiguiente los rumores de las olas y los pedos del vecino. El había estado a punto de aprenderse los itinerarios de los autobuses que te llevan al trabajo al otro lado de Madrid, los nombres de los cajeros que te pagan y hasta los de las esposas de los jefes, señoras con culazo, y los de sus hijas, estudiantes con culín. Galán había estado en trance de llegar a un punto sin retorno en su nueva vida de empleado puntual que tiene una esposa, un pisito en las afueras de Madrid, allá por la carretera de Extremadura, un amigo en el bar de la esquina, un televisor a plazos, un cómplice en el club de vídeo, una cartilla de ahorros en el Hispano y un consejero iluminado en el centro de quinielas. Galán, surgido de la miseria de la posguerra, el que sin embargo un día lo tuvo todo -suites en Bangkok, despachos en Hong Kong, yates en Acapulco y coches blindados en Manhattan)-, lo dejó también todo por el amor sencillo de una mujer sencilla. Galán, que había recibido todos los honores secretos (abrazos de generales con choques de sables y fajines, cheques de banqueros con números confidenciales, indulgencias de cardenales con línea directa hasta el Altísimo y lágrimas de guerrilleros que hasta querían cederle a su compañera por una noche-, lo olvidó todo por un contrato de alquiler, una cartilla de la Seguridad Social, un abono al autobús, una mujer tendida en una cama y un calendario con los días festivos marcados en rojo. Galán, que había tenido, o podido tener, todas las variaciones del sexo -secretarias en Londres, geishas en Tokio, colegialas en Asunción y monaguillos en Roma-, las cambió por unas piernas abiertas cada sábado. Galán quiso abandonar el camino de la sangre, quiso ser el hombre normal y honesto que había sido su padre, que eran hoy sus amigos. Aceptó un empleo rutinario, la monotonía de un sueldo y el cariño de una mujer honesta. Tuvo vecinos como los que tiene todo el mundo: un albañil, un practicante, un panadero, un funcionario, un putón, un oficinista con la baja. Hizo amistad con unos cubanos que ya no hablaban de política, sino de mulatas, y con unos exiliados argentinos, che, sos pelotudo, ayer me equivoqué con vos, lo sé, y me envié una cagada.
Él había buscado -lo pensaba ahora mientras se detenía ante las primeras columnas de Karnak- la vida sencilla, el amor sencillo, la sinceridad de una mujer que ama su ventana, su barrio, su cama y sabe dedicar su vida a la compañía de un hombre. Hasta que ella rompió su sueño dos años después, hasta que se lo dijo precisamente en la soledad de la cama: «Cabrón, que no eres más que un pasmado y un inútil sin oficio ni beneficio, sin pelotas, sin empuje y sin nada de lo que tienen otros. Yo no sé lo que eras antes de conocerme, pero sé lo que eres ahora. Eres el pasajero tres millones del autobús, el empleado ocho mil del Banco Central y el votante dos millones trescientos cincuenta mil de esta jodida autonomía». Y había añadido, saltando de la cama para que él no la tocase, como si tuviera asco: «A ver si crees que una mujer va a conformarse siempre con la misma ventana y con la misma cama. Puede conformarse con el mismo puñetero hombre, pero a condición de que cambie todo lo demás. Yo no sé lo que te vi, mamón, que eres un mamón, pero estaba equivocada. Pensé que me sacarías de aquí, del Campo del Moro y de San Antonio de la Florida, para llevarme no te diría a Puerta de Hierro, pero sí al menos a la calle Orense». Y había seguido con su discurso moral, mientras empezaba a reunir su ropa: «Mira la Chelo. Su marido se ha trajinado no sé qué en una inmobiliaria y ahora tienen piso en Hortaleza, ella lleva un Lancia y se está mamando un visón. Mira la Loreto. Su hombre, desde que es representante de comercio, no paga impuestos, la lleva a cenar al Jockey ése, le ha comprado un apartamento en la sierra y encima le da gusto en la cama, porque a veces la oigo chillar». El catálogo de vidas ejemplares y provechosas para el bien público había seguido implacable: «Mira la Julia cómo ha prosperado, desde que su marido se hizo sociata. Mira lo bien que le va la tienda de vídeo al Pamias. Mira las obras que se ha podido hacer la Betty. Mira el crucero cinco, seis o siete mares que se acaba de tirar la Patri. Y yo aquí, sin haber podido cambiar un cuadro de sitio en dos años, sin haber renovado el culo de una silla, sin haberme hecho un vestido y teniendo que tomar el autobús cada vez que quiero ir aunque sea a la Ronda de Toledo. Y pensando cada mañana ahora cambiará, ahora le ascienden, ahora le echa huevos a la cosa, ahora me viene con que es verdad lo que yo le noté cuando le conocí, porque tú tenías algo, no sé qué era, pero tú tenías algo. Y cuando vuelves a casa, hijoputa, te llamo hijoputa porque no he tenido el gusto de conocer a tu madre, resulta que ganas lo mismo que el año pasado menos el ierretepé, y que te pones a leer el periódico, y que no me das ni para la peluquería, y que encima no follas. Porque no sé ni cómo me has dejado embarazada, maricón inútil, habrá sido por intermedio de san José o habrá sido por carta. Pero si pensabas que yo me casé para quedarme aquí, para asomarme por la ventana y ser feliz encima viendo como otras se cambian de sitio o se lo pasan guai, vas dao, cariño, vas dao, que yo no me he casado para morirme en esta escalera, ni para rezarle a santa Rita a ver si cambias. De modo que ya te puedes buscar otra tía a la que le gusten los pasmaos, los sueldofijo y los parroquianos de los autobuses. Yo estoy embarazada, pero no me verás más. Y lo que es más grave para ti, mamón: no conocerás a tu hija. Sería para mí un estorbo que no me permitiría empezar de nuevo».
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