Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– Claro que la comprendo. Y por eso le digo: usted pague. Yo no la estorbaré. Y añado: si yo mato, no me estorbe tampoco usted.
Las facciones de Méndez, habitualmente tranquilas, formaban de pronto unas líneas duras y rectas. Era una cara de auténtico malparido con solera, criado en barrica de roble. Nunca en su barrio, ni siquiera en los sitios más tirados, le habían visto así.
Ella sonrió tristemente.
– ¿Y a quién quiere matar, Méndez? -balbució-. ¿A quién…?
– No lo sé.
Giró la cabeza y vio entonces el monóculo. Vio la figura gordinflona, abacial, llena de sosiego. Vio por primera vez rectas las piernas que había visto dobladas siempre. Salomón Gandaria les contemplaba en pie y a pocos pasos, en la cubierta más alta.
Méndez sintió que la boca se le abría con asombro, mientras preguntaba apenas sin voz:
– Pero ¿es que ahora ese tío anda…?
Salomón Gandaria, apoyándose en la barandilla, dio unos pasos torpes.
– He hecho más esfuerzos que en todo el resto de mi vida -dijo.
– Pues los resultados son asombrosos. No sabía que anduviera, señor Salomón Gandaria. Tampoco usted sabe, me parece, que han estado a punto de matar a su guardaespaldas.
– ¿Guardaespaldas…?
– O asistente. O palanganero. Lo que quiera. Pero han estado a punto de cargarse a Galán. ¿De verdad no lo sabía…?
– Claro que sí -dijo Salomón, apoyando todo su peso en la barandilla, como si las piernas no le sostuviesen-. ¿Por qué cree que estoy haciendo esfuerzos que los médicos me han prohibido? Además, le estaba buscando a usted, Méndez. Quiero saber dónde está mi hermano.
– Imagino que aún sigue con Galán.
Salomón pestañeó dos veces.
– ¿Con Galán? ¿Por qué? -preguntó.
– Su hermano Ismael se siente responsable de lo ocurrido. El atentado de ETA era contra él, no contra el otro. Ah… Y quizá Ismael Gandaria no sea el tipo duro e insensible que todo el mundo imaginaba. Quizá sea más humano de lo que muchos piensan.
Salomón no contestó. Como si las piernas se le doblaran a causa del inusual esfuerzo, quedó derrumbado sobre una silla contigua a la baranda. Desde allí farfulló:
– Pero supongo que desde Luxor volará a El Cairo con todos nosotros.
– Sí. Yo imagino que sí. ¿Sabe una cosa, Salomón Gandaria? Falta muy poco para que abandonemos este buque y volvamos a lo que llaman la civilización urbana. ¿Puede preparar sus maletas sin tener a Galán? ¿Quiere que le ayude?
– No, gracias. No necesito que nadie se meta en mi camarote.
– Lo suponía.
– ¿Por qué lo suponía…?
Méndez no contestó. Hizo que la pequeña se apoyara de nuevo en sus brazos mientras decía con un hilo de voz:
– El Cairo…
Desde un buque de la Sheraton que en aquel momento se cruzaba con ellos en el río estaban tomando fotografías. Méndez no se dio cuenta de que un teleobjetivo le enfocaba directamente a él.
Y a la niña.
El Hotel Marriott está situado en un viejo palacio que se alzó para servir de alojamiento a los dignatarios extranjeros que iban a asistir a la inauguración del Canal de Suez. Tiene fama de ser uno de los más lujosos de El Cairo, aunque, al igual que el Mena House, diversos edificios nuevos y funcionales se han unido a la estructura antigua. Méndez se asombró del lujo de las galerías comerciales, de la amplitud de las habitaciones y la elegancia decadente de los salones de la parte vieja, donde aún parecía inevitable -pensó- encontrar a un banquero egipcio con fez y esmoquin y a una bailarina egipcia con velo y un tapón en el culo. La imaginación de Méndez se desbordó al ver aquellos salones, e inmediatamente se sintió fascinado por los lujos y los peligros antiguos. Pero eso no le impidió concentrarse en la situación, intentar vigilar las entradas y salidas del hotel -cosa imposible, porque el Marriott tiene más salidas que una estación ferroviaria- y exigir una habitación pegada a las que ocupaban Manrique, Cañada y Clara Alonso con la niña.
Se dio cuenta enseguida de que estaban en el peor sitio de El Cairo. Hubiese sido mil veces más favorable para ellos un pequeño hotel, en lugar de aquel monstruo por cuyo interior se movían en un día más personas que en un campo de fútbol. Pero ¿existen pequeños hoteles en la capital del Nilo? ¿No son verdaderos monstruos todos los que se alinean en sus orillas? ¿Cómo poder controlar a la multitud de maleteros, mozos, camareros, cajeros, azafatas, conductores, guías y viajeros llegados desde todas partes del mundo?
Méndez lo comprendió enseguida. Si en el buque habían estado a merced de su misterioso enemigo, en el Hotel Marriott se encontraban completamente en sus manos, sin posibilidad de escapatoria alguna. Claro que podían hacer varias cosas, seguía pensando Méndez. La primera, pedir refugio en la embajada de España, aunque eso complicaría enormemente las cosas si en definitiva había que pagar. La segunda, que ni Clara Alonso ni Olga saliesen para nada de la habitación, haciéndose servir en ella todas las comidas. Pero el servicio de restaurante y de limpieza de una habitación de lujo significa la entrada de numerosas personas, a pesar de todo. Y estaban también las ventanas. Méndez se había dado cuenta de que estaban a tiro de rifle -y hasta de pistola del nueve largo- de cualquiera de las ventanas del edificio frontero. Todo aquel universo lleno de agitación, de lujo y seguramente de amores clandestinos le parecía tan incontrolable que llegaba a sentir verdadera consternación.
Pero el ambiente del hotel le seguía fascinando. Sus plantones ante la conserjería, para intentar ver quién entraba y salía, le pusieron en contacto con verdaderas nubes de ejecutivos en viaje de negocios, jeques en busca de caza, recién casados en luna de miel, estudiosos del viejo Egipto que habían pedido ser embalsamados, espías tan tronados que parecían trabajar para el Gobierno albanés, damas otoñales ansiosas de un último amor y maricones que andaban de lado, en trance de penetración póstuma. Toda la fauna que Méndez estaba habituado a observar desde el balcón de su comisaría era tan completamente distinta de la que ahora tenía ante los ojos que se sentía extasiado.
Una vez comprobadas, con la consiguiente desesperanza, las escasas posibilidades de defensa que ofrecía el hotel, Méndez se concentró en un examen militar de sus alrededores. Pudo darse cuenta de que el Marriott está situado en una isla, muy cerca del Sporting Club de Chézira y del puente 26 de Julio, que une la elegante zona con la inmensa extensión general de El Cairo. Un poco más abajo, remontando el curso del Nilo, se hallaban los otros grandes hoteles, seguramente más multitudinarios todavía. Localizó los dos Sheraton, el Meridien, el Nilo y el Hilton. Se dio cuenta de que si cruzaba el puente de El Tahrir se encontraría en los Garden City, otra de las zonas más lujosas de la ciudad, pero un poco más abajo ya tropezaba uno con el cementerio cristiano y con el acueducto, que era la auténtica entrada a la ciudad vieja, misteriosa, sucia, incontrolable y, por supuesto, fascinante. Desde todos los puntos de vista, allí no había nada que ofreciese la menor posibilidad de vigilar.
Estas perspectivas tan desalentadoras no impidieron a Méndez dedicar su atención a las partes viejas de la ciudad, al menos las inmediatas, las que empiezan al sur del acueducto, que es una especie de frontera natural. No hace falta decir que Méndez, fascinado por los barrios viejos de Barcelona, había obtenido siempre amplia información sobre las calles, infinitamente más sucias, los edificios cien veces más tronados y las hetairas copiosamente blenorrágicas de El Cairo antiguo. Méndez, en su brillantísima juventud, había soñado que resolvía misterios en lugares tan ricos en imágenes como un restaurante de serpientes en Hong Kong, un fumadero de Singapur, un harén del Yemen, una mezquita de El Cairo, una casa de putas de Hamburgo y un urinario de París. Eso le había hecho obtener toda clase de datos sobre la ciudad en que estaba ahora y en la que era incapaz no ya de resolver un misterio, sino incluso de vigilar una simple habitación de hotel. A la hora de la verdad, todos sus sueños se derrumbaban. Pero los informes, obtenidos en tabernas del Barrio Chino donde la luz, la tristeza y la soledad adquirían categorías universales, le hablaban siempre de un Cairo donde las basuras se amontonaban en las calles, formando verdaderas cotas, y en ellas trajinaban niños, pastaban cabras y se cerraban negocios entre los representantes de las fuerzas vivas del barrio. El Cairo que ahora se ofrecía ante sus ojos era muy distinto. No había pilas de basura, calles andrajosas eran destruidas y un cierto aire occidental se adueñaba incluso de los lugares más recónditos. El Cairo seguía siendo una ciudad sucia, en especial en sus barrios más entrañables, pero no era ni mucho menos la misma que conocían los informes de Méndez. Éste se juró, de todos modos, conocer a fondo la vieja ciudad, penetrar en sus secretos y descubrir sus figones, sus garitos, sus prostíbulos y sus lágrimas. Méndez, que aún hubiera podido describir, sin haberlo visto, un restaurante de serpientes en Hong Kong, no renunciaba a sus sueños.
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