Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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30 LAS TUMBAS DE LOS MAMELUCOS
Justo cuando Méndez acababa de mencionar aquel extraño descubrimiento que pensaba hacer en el aire, el aire se puso a vibrar. Sonó el teléfono.
– ¿Esperaba alguna llamada? -susurró Méndez.
– No. Ninguna. Pero a la fuerza ha de ser uno de los compañeros de viaje.
– Yo también soy compañero de viaje -susurró Méndez-, como se decía en los buenos años del franquismo. Le atenderé.
Descolgó el teléfono.
Y entonces oyó la voz.
Era la misma voz de la cinta. Una voz completamente deformada, completamente irreconocible, completamente abstracta, hecha a piezas. Para deformarla aún más, sonaba muy suavemente una música de fondo.
«Sé que intentan irse inmediatamente, pero oiga bien esto, Clara Alonso: ni su hija, ni seguramente usted, llegarán a salir vivas de El Cairo si no pagan antes la cantidad exigida en dólares, rigiéndose por la cotización del dólar hoy en la bolsa de Madrid. Sitio de pago: bajo la torre principal de las Tumbas de los Mamelucos, en el cementerio de El Khalifa. Hora: las once de la noche. Forma de entrega: una maleta con todo el dinero dentro. El peso en dólares será un peso muy razonable, sobre todo si seleccionan billetes grandes. Condición primera: ningún policía y ninguna trampa, porque eso significaría la muerte irremediable de la niña. Condición segunda: si el pago está conforme, yo volveré a telefonear al hotel. Como máximo, transcurrirán dos horas desde la entrega del dinero. A partir de ese momento, podrán considerarse libres de toda amenaza. Repito la información para que anote los datos. Atención. Repito.»
Estaba claro que Méndez no hablaba con nadie, sino con una cinta puesta ante el auricular. Ahora la rebobinarían y la harían pasar de nuevo. Por lo tanto era inútil perder tiempo en palabras.
Colgó.
Le dijo a Clara Alonso que volvía inmediatamente y que no se moviese de allí. A toda la velocidad que le permitían sus piernas, Méndez se dirigió al vestíbulo. Necesitaba saber si alguien telefoneaba a Clara desde el propio hotel.
Su inglés propio de un caballo de la batalla de Waterloo no le sirvió de nada, pero su francés, mucho más académico («Escute moi, je desire saber si quelque personne eté telephonant mademoiselle Alonso dans ce moment juste, juste»), le abrió todas las puertas. La telefonista le dijo que en la habitación de mademoiselle Alonso acababan de colgar.
– Je ya sé ce chose. Le que je vaudrais savoir ahora méme es si on telephoné de l'hotel o loin de l'hotel.
– De l'extérieur, monsieur.
– Merci deux fois. Merci.
Méndez dio unos pasos como un sonámbulo. Lástima, aunque reconocía que hubiera sido demasiado fácil. ¡Pescar al cabrón mientras telefoneaba desde el mismísimo hotel! Al bajar a toda prisa ya sabía que no lo iba a conseguir, pero tenía que probarlo. Ahora estaba como al principio, pero con una nueva amenaza encima. Para intentar disimular su turbación, encendió un cigarrillo con gestos parsimoniosos.
Y vio a varios de los pasajeros en la cola de los que querían cambiar dinero en el hotel. Vio, por ejemplo, a los hermanos Gandaria, tan juntos como si se amasen eternamente, uno en pie, con gesto aburrido, y el otro en su silla de ruedas. Vio al notario. Vio al editor, vio a casi todos los conocidos del buque. Ninguno podía haber telefoneado porque era evidente que llevaban en la cola bastante tiempo.
Pero eso no sorprendió para nada a Méndez. El sabía que la amenaza se movía en un círculo próximo, aunque exterior al hotel. ¿O quizás el círculo no era tan próximo? ¿Podía haber telefoneado Galán desde el hospital de Luxor? No era fácil, pero sí posible. Depositó el cigarrillo en el cenicero porque el tabaco le sabía mal, lo cual era un síntoma pésimo, y se juró que averiguaría eso en el viaje a la antigua Tebas. Luego regresó a la habitación de Clara.
Olga salió a su encuentro. Volvió a sentarse en sus rodillas mientras preguntaba:
– ¿Amigos…?
Méndez susurró:
– Claro, pequeña. Amigos.
Una cosa estaba rabiosamente clara para él: no la dejaría sola. No la dejaría morir. No permitiría que aquel cerebro, donde jamás había anidado un mal pensamiento, fuese destruido por otro cerebro donde jamás había anidado un buen pensamiento. Pero quizá Clara Alonso adivinó todo aquello. Quizá la ciega intuyó desde el primer instante lo que estaba ocurriendo, porque musitó una sola pregunta:
– Eran las últimas instrucciones, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Qué quieren?
– Poca cosa -dijo Méndez-. Una juerga con todo pagado.
Y le detalló las exigencias. Ni un músculo se alteró en las facciones de Clara Alonso mientras escuchaba en absoluto silencio.
Al final musitó:
– Pagaremos.
– ¿Sin luchar?
– ¿Y contra quién quiere que luche, Méndez? Ya sabe cuál es mi decisión. No permitiré que Olga corra el menor peligro. Además, mis padres llevan horas haciendo gestiones para reunir el dinero. Nunca les había notado tan… tan angustiados como hoy. Pero lo conseguirán.
Méndez acarició de nuevo el pelo de la niña.
– De acuerdo -dijo-. Se hará como usted desea.
Y fue de nuevo hacia la puerta. Cuando ya estaba casi en ella volvió apenas la cabeza para preguntar:
– Hay un plazo hasta mañana a las once de la noche, ya se lo he dicho. ¿Puedo pedirle que permanezca aquí encerrada hasta que yo vuelva de Luxor?
– ¿Va a ir hasta allí, Méndez?
– Sí.
– ¿A recoger lo que alguien dejó olvidado en el aire?
– Sí.
– ¿Y quién pudo dejarlo olvidado?
– Quién sabe si usted misma.
Abrió y salió bruscamente. Los dos guardaespaldas le miraron de soslayo mientras mantenían las manos cerca de los cuchillos. Eso era peor que los revólveres, pensó Méndez. A nadie le sienta bien un afeitado en seco.
Mientras se dirigía al recodo de los ascensores, no se dio cuenta de que alguien le miraba también.
No se dio cuenta de que una de las puertas del fondo se había abierto y los ojos de Galán le escrutaban desde la distancia.
Méndez tuvo suerte con los aviones. Regresó aquella misma madrugada. Estaba reventado de cansancio, pero comprendía que había sido una gestión absolutamente necesaria, una gestión que no le quedaba más remedio que hacer.
El sol estaba ya muy alto sobre los minaretes de El Cairo, sobre los toldos de El Jalili, sobre las callejuelas del barrio copto cuando despertaron a Méndez. Méndez, que además observaba la piadosa costumbre de no levantarse antes de las cinco de la tarde, tenía en aquel momento la sensación de que se acababa de meter en la cama.
Era Antonio Cañada, un Antonio Cañada definitivamente viejo, definitivamente hundido, pero en cuyos ojos quería brillar un rayo de esperanza.
– Nos libraremos de esta pesadilla, Méndez -susurró.
Méndez, que usaba un pijama a rayas, volvió a la cama pudorosamente.
– ¿Eso significa que usted y Manrique han conseguido el dinero? -musitó.
– Sí, y además en dólares, en billetes grandes. Todo cabe perfectamente en una maleta.
– Bueno, pues en tal caso ya sabe lo que tiene que hacer. La torre principal de las Tumbas de los Mamelucos, en el cementerio de El Khalifa. Como esta noche a las once habrá luna llena, puede ser incluso un paseo agradable. Hala, ¿a qué espera?
– Usted no iría, ¿verdad, Méndez?
– Yo qué cojones voy a ir.
– ¿Por qué no?
– Primero porque no me rota pagarle a un sucio asesino para que se pueda lavar el culo con Eau de Rochas. Segundo, porque no tiene en su poder a la niña. Dice que si cobra le perdonará la vida, pero la verdad es que no tiene la menor posibilidad de matarla. Y tercero y último, porque sale un avión esta tarde. Antes de que se cumpla el plazo, pueden estar todos ustedes en Madrid.
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