Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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– Lo cual significa que no podrá matar a Olga en El Cairo, ¿verdad?
– Justo. Eso es lo que significa.
– Pero entonces la matará en Madrid.
Méndez se rascó una oreja.
– La verdad, no había pensado en eso -gruñó.
– Es mejor pagar, Méndez. Es mejor pagar y librarse de esta pesadilla.
Dio una vuelta a la habitación. La luz entraba a raudales a través de los patios color arcilla del hotel. Un sol inclemente arrancaba ya reflejos metálicos en los suelos de mármol.
– Clara me ha dicho que usted fue a Luxor -musitó Cañada.
– Sí. El viaje de ida y vuelta en avión es rápido, pero aun así estoy hecho polvo. Y encima, cuando el avión ya estaba en el aire y además me habían puesto el cinturón de seguridad, o sea no tenía escapatoria, me dieron a beber naranjada. Imagínese.
– Debió de ser horrible, Méndez.
– Estuve a punto de pedir los santos viáticos, pero no sé si los egipcios gastan eso.
– Me temo que no. ¿Y qué hizo en Luxor?
– Volver al Nile Dream antes de que partiera hacia Asuán en viaje de regreso. Y pedir permiso para meterme en todos los camarotes.
– ¿Incluso el que había sido mío?
– Incluso el que había sido suyo, señor Cañada.
– ¿Y qué averiguó?
– Pché .
– ¿Qué significa pché?
– Cada camarote guarda su secreto, amigo Cañada. Conserva la presencia de los vivos y la presencia de los muertos.
– Es usted un tipo raro, Méndez. No creo que un lenguaje así pueda figurar en un atestado policial. Pero ¿qué más averiguó?
– Que Galán ya no estaba en el hospital.
Cañada hizo un gesto de extrañeza.
– ¿Quiere decir que ya está curado? ¿Tan pronto?
– No, no está curado. Se escapó.
– Dios mío, pero ¿por qué?
– ¿Cómo puede saberlo un hombre al que no dejan dormir y encima está a régimen de naranjada?
– Mire, Méndez, yo no quiero saber nada de eso. Yo sólo quiero librarme de la pesadilla, ya se lo he dicho. Y si he entrado aquí es para pedirle que me aconseje en una cosa: ¿Quién tiene que ir al cementerio con la maleta? ¿Yo? ¿Uno de los guardaespaldas contratados? ¿Usted? ¿El mensaje decía algo sobre eso?
– No, no decía nada.
– ¿Entonces qué cree que se debe hacer?
Méndez apretó los puños.
– Iré yo -dijo de repente.
– ¿Qué…?
– Iré yo, pero no llevaré el dinero. Quiero una maleta llena de recortes de papel.
– ¡Méndez…!
– ¿Qué pasa?
– ¡Pasa una sola cosa! ¡Le he dicho que estoy dispuesto a pagar!
– De acuerdo… -Méndez se encogió de hombros-. Si las cosas son así, llevaré el dinero, seguiré las instrucciones del asesino y pagaré. Pero después de eso, lo demás depende de mí.
– De usted no depende nada, Méndez. Ni de la policía. Ni de nadie. Quiero liquidar el asunto de una vez, ¿entiende? Liquidar el asunto de una vez .
– Perfecto… Entonces le aseguro que no haré nada. Seguiré las instrucciones al pie de la letra.
– No me fío, Méndez. Debería ir yo mismo.
– ¿Por qué? ¿Para ponerse más nervioso aún? Usted es parte interesada, amigo. Deje el asunto en manos de un verdadero profesional como yo.
– ¿Un profesional ha dicho…?
Méndez prefirió no contestar. Sólo se sacudió un momento los hombros del pijama como si quisiera eliminar unas motitas de polvo. Luego miró fijamente a Cañada.
– ¿Qué…? -preguntó.
– De acuerdo. Tengo la maleta en una caja fuerte especial del hotel. Se la entregaré a usted a las diez y media de esta noche. ¿Quiere que le acompañe alguien?
– Nadie.
– Pueden robarle, Méndez. Me han dicho que es uno de los lugares más siniestros y peligrosos de El Cairo. Y si pierdo ese dinero lo pierdo todo. No podré volverlo a reunir.
– Lo sé, pero no tema. Iré armado. Ya he conseguido en El Cairo un magnífico revólver Phyton con seis balas blandas, de las que se fragmentan en los sesos de un tío. Y no es eso sólo. Alguien me acompañará.
– ¿Acompañarle? ¿Quién…?
Méndez suspiró beatíficamente antes de susurrar:
– La Muerte…
31 EL CEMENTERIO DE LOS VIVOS
Méndez había visto, a lo largo de su viaje, el Egipto de los primeros faraones, el de los invasores griegos y el de los invasores romanos. Le faltaba ver el Egipto de los árabes. Y esa noche, poco antes de las once, al dirigirse a la fortaleza de Saladino, se enfrentó a él.
La impresionante ciudadela, casi al lado de la mezquita del sultán Hassan, está rozando la avenida de Salah Salem, que linda con el monumento llamado las Tumbas de los Mamelucos. Entre éstas y el viejo acueducto, se abre el inmenso cementerio de El Khalifa.
Méndez había oído contar cosas increíbles de aquel lugar.
Era el sitio más extraordinario del mundo.
Era el único cementerio del planeta Tierra donde había más vivos que muertos.
La luna iluminaba siniestramente las entradas, que coincidían con las ruinas del acueducto. Su luz plateada resbalaba sobre las piedras medievales, sobre la suciedad, las figuras dormidas en tierra, los perros vagabundos, las ratas y los miserables chiringuitos donde durante el día una harapienta multitud comía, bebía, rezaba y defecaba junto a los muertos.
Pero no era eso lo que había oído contar Méndez.
Eso, al fin y al cabo, era normal. En su amada Barcelona, durante muchos años, las barracas del cementerio de Montjuïc estuvieron pegadas a las tumbas. En la antigua barriada de Casa Valero se bebía, se cantaba, se orinaba y se chingaba, entre la más típica alegría del Sur, a unos pasos de los nichos. En el llamado Cementerio Nuevo, frente a la avenida Icaria, había chozas construidas junto a la tapia, y hasta ellas llegaban, cuando la pared de los nichos tenía grietas, el olor, las moscas, la gusanera y lo que los vecinos llamaban «el suco» de los muertos. Méndez sabía, por lo tanto, muy bien que en las tierras del sol pobre la gente sigue sentando sus difuntos a la mesa.
Sí, Méndez sabía todo eso, pero el siniestro mundo en el que acababa de entrar era distinto del todo. Debido a la dramática escasez de viviendas baratas en El Cairo, hay familias que viven en los panteones. Junto a los ataúdes han puesto cortinas, fogones, camas, mesas y cunas. Junto a los ataúdes se nace, se ama, se trabaja, se come y se muere. Un panteón es un verdadero hogar. Méndez había oído contar la historia -que le costó creer, pero que era cierta- de que en el momento en que se estaba celebrando una boda en uno de los panteones, llegó la familia propietaria a enterrar a uno de sus muertos. No hubo problemas, peleas ni gritos. Ambas ceremonias se celebraron simultáneamente.
Éste era el mundo increíble y alucinante en el que, a la luz de la luna, se disponía a entrar Méndez. Una inmensa extensión de tumbas, minaretes, monolitos y calles se extendía hasta el infinito, hasta el mundo de las tinieblas más absolutas, dejando en el centro, como el monumento más siniestro de todos, el templo del imán El Shefi.
Entrar allí con grandes billetes de mil dólares, era la locura más insigne que podía cometer un hombre. Pero en realidad Méndez no necesitaba entrar. Las Tumbas de los Mamelucos están prácticamente fuera del cementerio. Y junto a la torre principal del monumento tenía que encontrar al que para él era el más sucio asesino del mundo.
Los dientes de Méndez crujieron.
Volvía a ser la serpiente vieja. Se deslizó junto a los muros con el silencio de una cobra.
Hasta allí no corría un peligro especial. Cierto que podían tratar de robarle, pero eso no era demasiado fácil junto a una avenida amplia y que todavía mantenía un buen ritmo de tráfico. Más adelante, si es que tenía que entrar de verdad en el cementerio, ya estaría absolutamente perdido, y él lo sabía. Podía surgir de entre las tumbas una nube de atacantes, podían desnudarle, matarle, descuartizarle y sepultar sus restos en cualquier agujero del inmenso cementerio. Nunca más, ni en el glorioso día del Juicio Final -donde tantos matrimonios se enterarán de sus secretos- se sabría lo que fue de Méndez.
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