Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina
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Por la cara del muerto, como una mano que quisiese cubrirla, avanzaron los dedos de sangre.
De pronto era como si estuviese en otro planeta, en otra dimensión. No sólo era espectral aquel gigantesco cementerio en el centro de la ciudad, sino que era espectral todo lo que de repente estaba ocurriendo. Méndez sintió que temblaban sus rodillas, como si hubiesen vuelto todas las artrosis, todos los dolores ocultos y todas las humedades de su vieja calle Nueva.
De pronto su instinto funcionó. Y su instinto le dijo que tenía que salir de allí o acabaría tan muerto como aquellos tipos. Tomó la maleta y echó a correr hacia las ruinas del acueducto.
Su cerebro, aunque de forma entrecortada, volvía a funcionar, y empezaba a trazar una primera cronología de los hechos. Primero, el hombre que debía cobrar el dinero no se había fiado de hacerlo en un lugar exterior al cementerio, como era las Tumbas de los Mamelucos. Había preferido hacerlo dentro, aunque a corta distancia de la salida, porque así Méndez, en aquel laberinto, no vería por dónde escapaba, Y había enviado a un mensajero pagado para que guiase al policía.
Segundo: pero Ceballos, que seguía a Méndez, había podido dar un rodeo, cazando a aquel hombre por la espalda y liquidándolo en silencio. ¿Razones de que no le hubiese dado el alto reglamentario?. Dos: estaba en situación ilegal y además no podía exponerse a un tiroteo allí.
El cerebro de Méndez seguía funcionando mientras sus ojos buscaban desesperadamente un taxi.
Tercer factor: en apariencia, con la muerte del primer tipo, todo estaba solucionado, y su única preocupación consistía en salir para dirigirse a la embajada española. Pero posiblemente Ceballos ignoraba -como el propio Méndez- que el hombre que debía cobrar tenía las espaldas guardadas por un compinche. Aquel compinche debía protegerle y acompañarle a la salida del cementerio. Al no verle llegar a él, sino a Méndez y un desconocido, había salido desconcertado de su escondite. Seguro que no entendía nada, y eso explicaba su pregunta: «¿Dónde está el…?».
Hasta aquí Méndez veía las cosas claras. Incluso le parecía lógico, dentro de las circunstancias, que Ceballos hubiera disparado contra aquel tipo, sin hacerle ninguna pregunta, porque nadie hace preguntas a un hombre armado en el más siniestro cementerio de Egipto.
Pero a partir de aquí algo se rompía en el cerebro de Méndez. ¿Por qué Ceballos se había quedado un poco atrás? ¿Qué era lo que veía? ¿O qué era lo que temía? ¿O qué pensaba? Y sobre todo: ¿quién había acabado con él?
A esta última pregunta quizás hubiera podido contestar Méndez.
Quizá.
Pero lo demás era una espesa bruma.
Vio un taxi al llegar a la avenida y le hizo señas desesperadamente, temiendo que una auténtica pandilla de mamelucos vinieran tras él. Y si venían para matarle, es decir con buenas intenciones, aún sería lo de menos. Méndez pensaba que aún podían ocurrir cosas peores para la poca honra que le quedaba.
El taxi se detuvo.
Méndez se dejó caer de cabeza dentro.
– Where ? -preguntó el conductor.
Méndez, dispuesto a presumir de idiomas como fuera, murmuró:
– To the Marriott Hotel, carallo .
33 EL EVANGELIO SEGÚN MÉNDEZ
Méndez tenía los ojos cerrados cuando el taxi se detuvo ante el hotel. En realidad los había tenido así durante todo el viaje.
Y es que lo necesitaba. Se sentía absolutamente incapaz de mirar nada, de ver nada, como si todos sus sentidos se hubieran atrofiado, como si sólo viviera en él un oscuro pensamiento secreto. Al abrir de nuevo los ojos miró desorientado en torno suyo, como si no supiera dónde estaba.
Pero era aquel pensamiento secreto el que le daba fuerzas. Era aquel pensamiento secreto el que guiaba sus pasos. Sujetó con fuerza la maleta y entró en el hotel.
Ahora tenía los ojos muy abiertos. Su mirada era fija e hipnótica.
No se detuvo ante conserjería. Fue directamente a los ascensores, que estaban más allá de la espléndida galería comercial. Uno de los empleados, que hablaba un correcto castellano, le llamó:
– Eh, señor Méndez.
– ¿Qué hay?
– La señorita Alonso ha preguntado por usted. Ha dicho que, por favor, cuando volviese la viera enseguida.
– Gracias. Lo haré… más tarde.
– Perdone, pero es que me ha dicho que era urgente.
– Comprendo que sienta impaciencia -susurró Méndez-. Y enseguida iré. Pero antes necesito pasar… por otro sitio.
– Bien, señor.
Méndez no le miró. En realidad tenía la mirada perdida. Siguió andando.
Tomó el ascensor. Sujetando fuertemente el asa de la maleta, anduvo un trecho del pasillo. Se detuvo ante una de las puertas y llamó con los nudillos mientras preguntaba:
– Soy Méndez. ¿Me puede abrir, señor Gandaria?
El propio Gandaria le abrió. Iba perfectamente vestido, como si se dispusiera a salir. Miró a Méndez de arriba abajo, sorprendido, sin acertar al principio a decir una sola palabra.
– ¿Usted…? -musitó finalmente.
– Siento molestarle. ¿Me permite pasar?
– Pues claro, Méndez… Pase. La verdad es que no esperaba su visita… ¿A qué ha venido?
Méndez tomó asiento en una de las butacas de la habitación sin que el otro le invitase. Su mirada era plácida. Su sonrisa era decadente y un poco amanerada. Susurró:
– ¿Me pregunta a qué he venido…? Pues he venido a traerle su dinero, señor Gandaria.
Y señaló la maleta, que acababa de depositar en el suelo. Gandaria se dejó caer en la otra butaca, frente a él, y por unos instantes le miró como si no comprendiese.
– ¿Mi dinero…? -balbució finalmente.
– Sí, señor Gandaria. En billetes de mil dólares, que pesan y abultan poco.
– Pero ¿qué dice…? ¿A mí ha venido a traerme eso? ¿Y ese dinero qué es?
– La cantidad exigida para que no le pase nada a la hija de Clara Alonso, señor Gandaria.
El empresario le volvió a mirar de arriba abajo. Daba la impresión de no entender nada. Al final hizo un gesto de desprecio y musitó:
– ¿Está loco?
– Necesitaría estarlo, señor Gandaria, porque así no sentiría tanta repugnancia ante lo que tengo que ver.
– ¿Y qué es lo que le produce tanta repugnancia, Méndez, si puede saberse?
– Los negocios, amigo, los negocios.
– No me extraña, Méndez. Usted ha sido siempre un muerto de hambre. Y ahora le recuerdo que estoy de vacaciones. Dígame por qué demonios ha venido a molestarme. Y luego váyase.
– Ya se lo he dicho: he venido a traerle este dinero que usted esperaba. Y a hablar.
– ¿A hablar de qué?
– Por ejemplo, de los negocios que se arruinan en el País Vasco.
– Eso no le importa. Ni siquiera ha estado usted allí.
– Por desgracia, es cierto -dijo Méndez en tono plañidero-. Nunca he estado en el País Vasco, una de las tierras más bonitas que existen.
Y he perdido lastimosamente la oportunidad de fisgar en sus restaurantes, tabernas, figones y sociedades gastronómicas. Nunca le he tocado el pandero a una tía de buen ver y que encima se llamara Nicolasa. Nunca una cocinera de las que valen la pena me ha invitado a mesa y cama mientras su marido estaba en un levantamiento de piedra. Ni he oído a los orfeones. Ni he ido de copas, en horas rigurosamente nocturnas, por calles que olían a puerto y a vino de segunda boca. Son muchos los que opinan que me he perdido lo mejor de la vida, y yo pienso que tienen razón. Ya ve.
Gandaria hizo un gesto de asco.
– No me explique ahora las desgracias de su estómago, Méndez. O las de su membrillo viril, si es que lo conserva. Me hablaba de negocios que se hunden. Por ejemplo, ¿qué negocios?
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