Francisco Ledesma - Historia de Dios en una esquina

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El descubrimiento del cadáver de una niña, hija adoptiva de una rica familia, llevará al inspector Méndez a husmear por las viejas calles de Barcelona, una ciudad en continua reconstrucción, y por las ruinas eternas de Egipto.

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Pero él no tenía miedo. No lo tenía por varias razones. La primera era su profesionalidad; Méndez era el policía más pintoresco de la plantilla barcelonesa, pero no había esquivado jamás el peligro. La segunda razón estaba en su odio; nunca se tiene miedo cuando uno se dispone a ser el que muerda. Y existían dos razones más. Una, que lógicamente debía encontrar al asesino fuera del cementerio. Otra, que Méndez esperaba ayuda.

Muchos le hubiesen preguntado: «¿Ayuda de quién?».

Méndez no lo hubiera dicho nunca.

Se detuvo junto a la torre.

Allí empezaba la recta calle que lleva hasta el fondo del cementerio, cortada por Shar Ibn El Cairo y Shar El Tahawiya. La luna blanqueaba sobre las tumbas. La sensación de soledad era absoluta, aunque Méndez estaba seguro de que lo escrutaban cien ojos.

Aguardó unos instantes. Eran las once en punto.

Sus nervios estaban tensos.

Sabía que al asesino no le convenía hacerle entrar en el cementerio. Si a Méndez le robaban el dinero, era como si se lo robasen al asesino. Y aunque no se lo robaran a él, el pagador, podían robárselo al asesino, el cobrador. A la rata, macho o hembra, que buscaba Méndez le convenía una operación segura y rápida.

Por eso se sorprendió al no encontrar a nadie. Aunque, de todos modos, era natural. Fuera quien fuese la persona que tenía que venir, estaría antes unos minutos observando, para asegurarse de que a Méndez no le acompañaba nadie.

Contó los minutos.

Se le había secado la boca.

Dos minutos. Tres. Cuatro.

Y entonces la mancha negra.

Fue todo tan brusco como la aparición de una rata.

Dio la sensación de que aquella figura se había despegado de la pared. Al menos Méndez hubiese jurado que un segundo antes no estaba allí. El sinuoso egipcio se plantó ante él. Llevaba una túnica negra que le permitía confundirse en la oscuridad. Su voz sonó como un silbido.

– Eh, tú…

Incluso para dos palabras tan sencillas le costaba pronunciar el español. Méndez se dio cuenta de que era un auténtico egipcio, y de que ese auténtico egipcio chapurreaba su idioma. También se dio cuenta de que le mostraba sus manos, y de que en esas manos no había armas.

– Eh, tú… -repitió.

– ¿Qué? -gruñó Méndez.

– Tú pasas cementerio.

No esperaba eso. El interior del cementerio era un terreno tan peligroso para él como para sus enemigos. Por lo tanto preguntó:

– ¿Por qué?

– Te esperan dentro.

– Sí, pero ¿por qué?

– Si tú das maleta fuera, tú ves sitio huida, si tú das maleta dentro, no ves nada.

Era lógico, después de todo. Méndez lo reconoció. Por otra parte, la persona o personas que le esperaban dentro del siniestro recinto podían así estar seguros de que nadie entraba tras él. Fuera del cementerio, no podían estarlo tanto.

Tampoco Méndez sintió miedo, aunque comprendió que eso cambiaba del todo la primera parte de su plan. Ahora iba a meterse en el terreno más inseguro del mundo. Pero podía contar con la segunda parte. Él seguía esperando ayuda.

El árabe insistió:

– Tú entra.

Le hizo una seña para que le siguiese. Pero de todos modos, Méndez preguntó:

– ¿Tú qué ganas con esto?

– Dinero.

– Te han pagado dólares por anticipado, ¿verdad?

El silencio del egipcio fue una afirmación elocuente. Pero sus señas para que le siguiese eran más apremiantes cada vez. Méndez obedeció.

Y entró en el otro mundo.

Piedras blanqueadas por la luna. Silencio. Una angustiosa sensación de irrealidad. Una angustiosa sensación de vacío.

Pero no existía tal vacío, pensaba Méndez. Estaba seguro de que le seguían observando cien ojos. Como estaba seguro de que no corría ningún nuevo peligro, por el momento, mientras no avanzase muy hacia el interior y mientras fuese acompañado de un árabe.

Fue el propio árabe el que le señaló uno de los mausoleos, indicándole que se detuviese. Era un lugar estrecho y en el que apenas M podía ver a dos pasos. Entonces el árabe desapareció.

Ya había cumplido su misión. Méndez quedó solo.

Pero esta soledad duró solamente unos segundos. Desde mu de las esquinas del mausoleo, desde un lugar completamente oscuro, uní voz dijo en perfecto castellano:

– Deja la maleta en el suelo, Méndez.

No vio a nadie. Sabía de dónde surgía la voz, pero era incapaz de distinguir al que hablaba. De todos modos, obedeció.

– Empújala hacia aquí con el pie. Pero muy despacio. Empújala hacia adelante.

Méndez tocó la navaja de resorte que llevaba en el bolsillo de su americana. Las instrucciones de Cañada y de Manrique habían sido tajantes: nada de resistencia, nada de revólver. Incluso habían querido revisar la maleta, para convencerse de que Méndez no introducía en ella ninguna trampa. Pero el hombre que había encontrado el cadáver de Mercedes no iba a dejar las cosas así. El era un experto en el viejo arte. La chusma con la que había tratado durante toda su vida le había enseñado al menos una cosa: a manejar mortalmente la navaja.

Y Méndez había conseguido esconder una.

Empujó la maleta con el pie.

La rabia le ahogaba.

Fue a saltar.

Y entonces vio la mano que se tendía hacia la maleta. Era una mano enguantada de negro, a la que seguía un pedazo de manga también negra. La luz de la luna se derramó sobre aquellos dedos cuando iban a sujetar el asa.

En aquel momento ocurrió.

Fue igual que un leve golpe.

Y un gemido.

El chorro de sangre saltando desde las tinieblas fue tan brutal que hasta llegó a teñir la manga.

32 ¿NO ME CONOCE, MÉNDEZ?

La mano enguantada tembló unos instantes en el aire. Luego el hombre que hasta aquel momento había estado oculto en la oscuridad cayó de bruces.

La luz de la luna dio en su nuca y en su cuello. Por allí parecía haber penetrado una especie de cimitarra. La cabeza estaba casi separada del tronco y enviaba al aire un surtidor de sangre.

Méndez no se movió.

Veía al muerto. Veía la maleta. Todo estaba en orden porque la ayuda había llegado justo cuando más la necesitaba. Él sabía que llegaría, estaba completamente seguro de que llegaría.

– Lo has hecho muy bien, Galán -dijo-. Cuando supe que te habías escapado del hospital de Luxor, supe también que actuarías. Ha sido un golpe perfecto.

– ¿Galán? ¿Qué Galán? -preguntó desde la oscuridad una voz opaca.

Méndez se estremeció.

Era una voz completamente desconocida.

No había esperado aquello. La sorpresa fue tan intensa que durante unos segundos le inmovilizó.

Y la misma voz preguntó entonces:

– ¿Es que no me recuerda, Méndez? ¿No le dice nada mi voz? ¿Ya ha olvidado que hablamos en Madrid?

Y el hombre se adelantó, surgiendo de las tinieblas. La luna dio en su cara como antes había dado en la nuca destrozada del muerto. Méndez lo recordó entonces, claro que lo recordó.

Era el subcomisario Ceballos, el que le había servido de enlace para llevarle hasta el despacho del comisario Besteiro. Desde aquel despacho, situado en el mejor sitio de Madrid, se veían los leones de las Cortes. Ahora Ceballos, situado en el peor sitio de El Cairo, no veía más que el polvo, la sangre y aquella maleta que era la última cosa que había tocado el muerto.

El asombro de Méndez, que había llegado a inmovilizarle, desapareció en un instante. Comprendió que, después de todo, aquello era lógico. Los hombres que llevaban la operación desde arriba, desde muy arriba, no iban a dejarle solo. Incluso, bien mirado, él, Méndez, no existía, porque actuaba por su cuenta.

Susurró:

– ¿Desde cuándo me estáis siguiendo?

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