En un lugar del mapa habían dibujado una cruz.
Algo en su memoria parecía de pronto no funcionar del todo bien.
Forster había realizado un comentario que le vino en ese preciso instante a la memoria.
– Apenas habló de ellos -murmuró Chris de pronto entre dientes-. Eso podría ser.
En la villa descansaban separados en su propia vitrina, sobre una pequeña cama de fina arena.
De repente recordó.
«Son de una especie homínida que ya no existe en la actualidad».
De golpe, Chris estaba convencido de que debía echarle una ojeada más a fondo a esos huesos. Se trataba sencillamente de una corazonada, nada más. En ese momento sonaba el teléfono móvil.
– Estoy en la oficina.
La voz de Ina sonaba más formal esta vez.
– ¿Lista para comenzar a trabajar? -preguntó él mientras daba sorbos a su café.
– Una vez que esté listo mi café. ¿Qué quieres que haga?
En un principio quería encargarle investigar un poco más sobre la persona a quien debía entregarle los objetos en Berlín. Pero ahora su interés se centraba en algo diferente.
– Intenta averiguar la posibilidad y el lugar para que alguien como ciudadano de a pie pueda realizar una prueba de carbono 14.
Ella soltó una estrepitosa carcajada.
– ¿Qué quieres que haga?
– Simplemente, hazlo -refunfuño Chris.
– ¿Y para qué?
– Para huesos.
– ¿No tendría más sentido aprovechar el tiempo para aceptar un nuevo encargo? -La voz de Ina era fría como un iceberg-. Por cierto, ¿qué tipo de huesos? ¿Los tuyos? -Dijo ella mientras soltaba una burlona carcajada-. Si al menos pudiéramos ganar algún dinero con ello…
– Podemos -dijo Chris con un tonillo en su voz que le había indicado siempre a Ina que lo decía en serio.
– ¿Una prueba de carbono 14, decías?
– Sí, a través de ella se puede averiguar la edad de cualquier objeto. La escuela de policía no fue del todo en balde.
– Espera… una cosa detrás de la otra.
Él guardó silencio para permitir que ella buscara por Internet.
– En Kiel -dijo Ina después de un rato tras navegar entre juramentos a través de la red-. Universidad Christian-Albrecht de Leibniz, laboratorio para el estudio de la edad y la investigación de isótopos. Allí podrías conseguir una prueba para los huesos.
– ¿Es así de sencillo?
– Así dice. Se puede investigar cualquier objeto. Cuesta en torno a los ochocientos euros con todo el papeleo.
Por cierto, ¿de qué huesos se trata? Hace un rato no fuiste precisamente muy locuaz. ¿Qué es lo que está pasando?
– Más tarde. ¿Y la universidad quiere dinero?
– Sí. Hoy en día ya no hay nada gratis -volvió a reírse-. Incluso ofrecen un análisis acelerado… e incluso puedes elegir con qué exactitud deseas que se realice la prueba. Una desviación de entre ochenta o cuarenta años. A mayor precisión, más caro sale.
– ¿Qué más? ¿Con qué rapidez trabajan?
– No podrías esperar. Dentro de cuatro o cinco semanas.
– ¿Y eso es rápido?
Durante un momento se instaló el silencio entre los dos.
– Por otro lado, aquí pone que no validan los resultados una vez transcurridos los tres meses.
Chris comenzó a cavilar.
– Sin embargo, existe una alternativa -dijo finalmente.
* * *
Dresde, lunes
El viaje a Dresde duró casi dos horas y media. Chris tomó la salida de la autovía en Wilder Mann y se detuvo de camino al centro de la ciudad en una pequeña tienda de ropa y artículos baratos. Allí se compró ropa interior nueva, varias camisetas y dos vaqueros. Desde allí, viajó a la gasolinera más próxima, haciéndose con un callejero de la ciudad, un trapo y un spray quitagrasas. En el retrete, más o menos limpio, se cambió de ropa.
La ropa vieja la desechó en un contenedor para ropa usada, y a continuación abandonó la moto a unas calles más lejos entre varios vehículos aparcados. Espolvoreó el spray sobre las manillas y las piezas metálicas, y limpió todo lo mejor que pudo con el trapo.
Tenía la esperanza de que la policía no encontrara la moto con mucha rapidez, en el caso de que la estuvieran buscando. Con suerte, la robarían. Por eso dejó la llave puesta.
A continuación fue caminando hasta la próxima parada de taxis para que lo llevaran a la oficina de alquiler de coches que operaba en toda Europa y a la que siempre acudía cuando necesitaba un vehículo.
Chris no conocía Dresde y se perdió con el coche dos veces antes de encontrar su destino situado cerca del Elba, el cual formaba la línea divisoria entre cuarteles en alquiler pendientes de una reforma, tranvías y antiguas casas solariegas.
El edificio constituía un espacio puramente funcional, con su fachada cubierta en piedra lisa natural y sus enormes escalinatas de entrada. Justo enfrente de la carretera lindaba con el muro de un cementerio.
Chris subió apresuradamente por las escalinatas y se presentó en recepción. A través de los carteles pudo comprobar que las que mantenían allí sus oficinas eran únicamente empresas especializadas en tecnología genética. Le llamó la atención que las personas que entraban y salían parecían ser todas, por su edad, estudiantes de universidad.
Él mismo, e incluso Wayne Snider, quien acababa de salir sonriente del ascensor, parecían pertenecer en ese lugar y, a esas alturas, a la vieja guardia.
– Wayne "Diamond" Snider. ¡Cuánto tiempo! Madre mía, hace una eternidad. ¡Vamos! -Chris radiaba de alegría.
Se abrazaron.
El apodo "Diamond" se lo habían adjudicado a Wayne en tiempos del colegio, porque hubo una época en que sin su lupa no iba a ninguna parte. El padre de Wayne había poseído una colección de minerales y piedras preciosas, y Waynele imitaba hasta convertirse realmente en un experto sobre la materia.
Chris y él se encontraron por última vez hacía algo más de un año en el aeropuerto de Frankfurt. Chris acababa de volver del Japón, donde había entregado los heliogramas de una empresa automovilística alemana en la fábrica de un socio empresarial de la zona. Snider, por su parte, había vuelto de la participación en un congreso organizado por su departamento de investigación en los Estados Unidos. De pronto, se encontraron de pie el uno junto al otro en la misma cafetería. A pesar de ello, puesto que ambos tenían prisa, se habían intercambiado sus respectivos números de teléfono con la promesa de reanudar el contacto. Desde entonces, no habían, ni siquiera, hablado por teléfono.
– Fue una gran sorpresa cuando llamó tu secretaria para preguntar si podías pasarte.
– Asistenta -se reía Chris-. Ella insiste en ello.
– Por mí.
Una vez en el ascensor, Chris escudriñaba a su mejor amigo de juventud. Wayne Snider parecía bastante deteriorado. Su cabeza lucía una extensa calva, y el cabello restante se había tornado gris. Su piel estaba pálida, como si apenas viera el sol, y sus ojos azules se escondían profundos en sus cuencas. A pesar de que centellearan de alegría, Chris los percibió melancólicos, resignados.
El científico vestía camisa y vaqueros. Ambas cosas estaban desgastadas por los numerosos lavados. Las mangas de la camisa estaban plegadas hasta el codo, y su vello tupido y oscuro -causa por la cual Wayne Snider se había convertido en objeto de burla y fue tildado como mono en su juventud- quedaba claramente a la vista.
Fueron juntos a la misma escuela durante mucho tiempo. El padre de Wayne Snider había trabajado como funcionario de protocolo en la embajada norteamericana de Bad Godesberg; entre tanto, animaba a su hijo con pleno conocimiento de causa a que hiciera también amigos alemanes. En aquel entonces no vivían demasiado lejos el uno del otro, por lo que se hicieron inseparables.
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