«No podía ser el báculo de un obispo. Las manos de un obispo no estarían sucias».
«Por lo demás, el bastón era de un color gris oscuro, sin corteza, más seco que el corcho, y tintado por la lluvia y el sol».
«La curvatura superior del bastón se abría en una pala en forma de remo con la que el pastor, a falta de agua, cavaba la tierra hasta el nivel freático para darle de beber a su rebaño».
Entonces vio al hombre que portaba el báculo en su mano. «Efectivamente, se trataba de un hombre de mediana estatura -lo sabía. Lo había visto en más de dos docenas de veces. ¿O habían sido incluso más?».
«El hombre llevaba ropajes sencillos y decolorados, tejidos con la lana de los animales. Áureos adornos brillaban al sol. Su calzado fue trenzado con arte a partir de caña seca, y el hombre portaba en su cabeza un sencillo paño para protegerse del sol».
«La cara del hombre era angulosa, su cuerpo musculado se había acostumbrado a los esfuerzos físicos, y sus poderosos músculos del brazo se contraían con cada movimiento bajo la fuerte luz del sol. Su tez estaba bronceada y acartonada por el sol -le resultaba imposible calcular la edad del hombre».
Su panorama se ampliaba, y finalmente pudo ver el rebaño de ovejas. Como de costumbre.
«Los animales se encontraban apretujados unos contra otros mientras deambulaban en busca de un rico pasto. El pastor había elegido un buen lugar. El suelo arenoso estaba cubierto de espeso verde».
«El hombre se apoyaba en su báculo, dirigiendo con sus manos el peso de la parte superior de su cuerpo hacia la parte recta del bastón y presionando su extremo redondeado de forma oblicua hacia adelante en el suelo».
«Se encontraba de pie en medio del rebaño. Zanjas de regadío peinaban el prado. Tenía a cada uno de los animales en su campo de visión, y alzó la vista expectante cuando otro rebaño más apareció a doscientos pasos de distancia, donde las palmeras datileras, el cual continuaba aproximándose».
«El pastor silbó y en la imagen aparecieron dos perros. Se trataba de perros con cara de lobo. Uno comenzó a trotaren círculos alrededor de su propio rebaño, el otro comenzó a correr con el pastor hacia el recién descubierto. Entre los dos condujeron las ovejas hacia las suyas propias hasta que ambos rebaños estuvieron juntos y se mezclaron».
Benedicto escuchaba el aleteo. «Fuerte, poderoso, en lugar de acelerado; tranquilo y decidido», como siempre.
«El pastor miró hacia las alturas. Primero un punto en el cielo, de repente gigantesco. Las garras sobresaliendo de sus fuertes patas -pudo ver de forma ampliada el pico amarillento y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte».
«Los perros ladraban y el pastor comenzó a correr de un lado para otro entre su rebaño».
«Con ayuda de la pala de su báculo lanzó, en el preciso momento en el que el águila descendía, una piedra, y a continuación otra, y otra más».
«El águila interrumpió su descenso con un silbante griterío, trazando una elegante curva en el cielo, para desparecer después».
«El pastor se apoyó de nuevo en su bastón y escudriñaba cariñosamente su rebaño que había crecido claramente».
«Durante largo rato no ocurrió nada. Entonces fue cuando el pastor comenzó a moverse de nuevo. Otro rebaño más se estaba aproximando por las laderas arenosas. Los animales proseguían solos o en pequeños grupos, no lejos de la linde del bosque».
«El pastor los observaba. Sin perros, sin pastor. Una presa fácil para el águila. El pastor dio un silbido a sus perros, y estos salieron disparados y comenzaron a conducir también a estos animales hacia su rebaño».
* * *
El papa Benedicto se despertó de un sobresalto. Por un momento permanecía desorientado. Luego comprendió.
Había comenzado un nuevo día, y él había querido rezar en la pequeña capilla que pertenecía a sus aposentos privados.
Estaba sentado en la silla con el respaldo de hierro que se encontraba en el centro de la habitación. De repente le invadió una profunda inquietud. Había sido la primera vez en que sus sueños se habían sucedido en un intervalo tan corto.
Se puso de pie y caminó hacia el altar, donde, debajo de la cruz de madera, reposaba aún intacto el pequeño cofrecillo decorado en oro laminado. Lo abrió y tomó la cruz en la mano. Se trataba de una cruz pequeña realizada en madera sencilla, pero muy antigua; tallada presuntamente en Montecassino, en tiempos en los que aún vivía San Benito.
Colocó la cruz sobre el altar. Después levantó el fondo del cofrecillo y sacó de debajo de él la bandeja forrada en terciopelo.
En ella descansaba una pequeña tablilla de arcilla con signos incrustados y varias hojas de papel amarillentos.
Tomó la última hoja y la leyó.
No cabía ninguna duda.
La hora estaba cerca.
Pero cuándo…
* * *
Monseñor Tizzani esperaba en el pasillo situado delante de los despachos del papa y mantenía su mirada fija a través de la ventana. La luz resplandeciente del sol había alcanzado prácticamente el cénit y comenzaba a hacerle daño en los ojos. Se tornó y volvió a reflexionar sobre cómo disimular el fracaso con ayuda de las palabras más elegantes, a la par de asegurarle su fidelidad absoluta al Santo Padre.
El encuentro con Marvin, el editor norteamericano, le había proporcionado la aprobación del papa, pero en pocos minutos perdería seguramente su posición privilegiada con la misma rapidez y contundencia como si de una caída libre desde una pared vertical en las altas montañas se tratara.
Tizzani ya veía las caras maliciosas de sus colegas clérigos que le envidiaban por su éxito, porque el Santo Padre y el cardenal Sacchi le confiaban ciertos encargos especiales. Una y otra vez le preguntaban por detalles para poder hacerse los interesantes durante los chismorreos diarios del Vaticano. Sin embargo, él callaba tenazmente. Si llegaran a deshacerse de él ahora, le ahogarían bajo los torrentes de sorna; le convertirían en el hazmerreír del Vaticano.
Todo había comenzado el viernes por la noche, después de la conversación con el papa, cuando el cardenal Sacchi le había rogado que fuera a su despacho y le sacó a la luz de nuevo la entrevista con el pontífice.
«El Santo Padre continúa llorando la muerte de su antecesor. Apreciaba sus capacidades por encima de todas las cosas y aún no ha superado que se retirara al convento hace seis meses. Yo confío en usted, pero usted tiene que disipar las últimas dudas del Santo Padre. Y lo que le voy a pedir ahora resulta por lo tanto lo más acertado -había dicho el cardenal mientras hacía una pequeña pausa-. ¿Está usted dispuesto?».
Tizzani había asentido con la cabeza. No estaba dispuesto a que los demás se burlaran de él.
«El Santo Padre espera informaciones importantes que necesitan ser entregadas esta misma mañana en el museo arqueológico de Grosseto. Informaciones importantes relacionadas con la cuestión de la fe. Usted comprenderá… esto no ha ocurrido, y al Santo Padre le invade la desesperanza. ¿Se puede creer que ha gritado cuando el jefe del Corpo di Vigilanza le transmitió la noticia? -el cardenal Sacchi había meneado incrédulo la cabeza-. Casualmente estuve allí y me tengo que ocupar ahora también de… se lo ruego: tiene que encargarse usted de esto, mantenga los ojos abiertos, que esto no se tuerza de nuevo… trate de entenderlo; yo como cardenal con dos simples guardas de seguridad en una entrega… ¡Sin embargo, he de cumplir con el deseo del Santo Padre!».
«¿Se puede ocupar usted de esto?».
Finalmente, Tizzani había acompañado el domingo por la mañana a Augusto Pecorelli de la Comitato per la Sicurezza, que representaba una especie de departamento de contraespionaje del Estado del Vaticano, y a Elgidio Calvi del Corpo di Vigilanza, la policía del Vaticano, unidad compuesta por ciento veinte hombres. Calvi pertenecía, dentro de la Vigilanza, a una unidad especial que abarcaba apenas a una docena de personas, que acompañaban como francotiradores al papa en sus viajes al extranjero, quitándole de esta forma parte de su protagonismo a la Guardia Suiza.
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