– Nunca hubiera pensado que nos íbamos a volver a ver en Dresde -se reía Chris a carcajadas mientras golpeaba a su amigo de juventud en el hombro-. ¿Cómo es que has acabado aquí? En el aeropuerto de Frankfurt no me contaste precisamente mucho acerca de tu trabajo.
Ambos abandonaron el ascensor y pasaron por un pasillo con varias puertas metálicas que se abrían a su paso con una silenciosa vibración. Por último, recorrieron un largo y amplio pasillo por el que desembocaban varias puertas a derecha e izquierda.
– Tras finalizar mis estudios y algunos trabajos más bien aburridos, comencé en una empresa afincada en Heidelberg y especializada en tecnología genética. Llegó el momento en que se vendió la empresa, porque ya no disponía de suficiente capital de riesgo, pero sí de interesantes líneas de investigación. Posteriormente, el quiosco se trasladó aquí, cuando el estado de Sajonia se sacó de la chistera y promovió la idea de una ciudad biotecnológica.
Algunas puertas estaban abiertas; a Chris, las estancias le parecían simples cocinas. Solo las probetas y los matraces de cristal, las centrifugadoras, los microscopios y las bombas indicaban que se trataba efectivamente de laboratorios.
– Nuestros fogones mediáticos -dijo Wayne Snider entre sonrisas, quien se percató de las miradas de Chris-. El lugar en el que se crían nuestros cultivos bacterianos. Ven.
Entraron en una pequeña oficina. Delante del organizado escritorio, había colocada una segunda silla. Wayne Snider se la indicó y desapareció instantes después.
Chris echó un vistazo alrededor. A pesar de ser director de un equipo de investigación, su amigo de juventud disponía de un alojamiento humilde. El cuarto apenas medía quince metros cuadrados y el escritorio era viejo y obsoleto. Contrariamente, sus herramientas de trabajo parecían ser de las más modernas. La pantalla plana era enorme y contaba con una excelente resolución a juzgar por la imagen que estaba viendo.
Snider retornó con dos vasos de cartón con café humeante.
– Una celda compartida -dijo Snider cuando descubrió la curiosidad examinante de Chris.
– ¿Merece la pena? -preguntó Chris.
– ¿Qué? ¿El traslado? -Wayne Snider sonreía-. A unos pocos cientos de metros de aquí hay un instituto Max Planck en un gigantesco edificio de nueva construcción, donde se alojan investigadores de renombre y gente joven procedente de todo el mundo que tienen en mente el premio nobel. En Leipzig ocurre algo similar, y la Universidad Técnica de aquí se dedica asimismo a la tecnología genética. Los fondos corren a raudales y muchas pequeñas empresas se han trasladado para medrar a la sombra de las grandes instituciones estatales. Si una de estas empresas consiguiera dar la gran campanada, sería absorbida por uno de los grandes, alcanzando de esta forma su éxito.
– Así de sencillo -Chris asentaba con la cabeza-. ¿Pero no podías en otro lugar que no fuera este, haber…?
– Si todo fuera así de fácil -Snider le interrumpió divertido-. Querían tenerme aquí.
– ¿Y tu familia te ha acompañado sin pestañear?
Snider entornaba los ojos.
– Eso merece un capítulo aparte. Primero me vine yo solo. Dos años. Un matrimonio de fin de semana. Estaba a punto de irse todo al garete. A estas alturas, ya se han acostumbrado todos… mejor mis hijos que mi mujer. Los jefazos al otro lado del charco están contentos de tener a un paisano suyo sobre el terreno.
– Por cierto, ¿cuántos hijos tienes?
Snider soltó una risotada.
– Cuatro. ¿Y tú?
Chris también se echó a reír.
– Ninguno. Ya ni siquiera estoy casado. En mi caso, el trabajo sí que consiguió estropearlo todo. Yo estaba en la policía. Al último estaba siempre de viaje. Ya sabes cómo funciona esto -Chris le resumió en pocas palabras cómo había creado su pequeña empresa.
Por un momento reinó el silencio.
Wayne Snider no apartaba en ningún momento la vista de la pantalla, y Chris le observaba atento.
– Se trata de un complejo programa en el que estamos trabajando -Snider se alegró visiblemente por el interés de Chris-. Tengo que enlazar el siguiente paso. La calculadora controla un programa que analiza soluciones proteínicas.
– Suena bastante interesante.
– Y lo es. Las proteínas son la sal de la sopa genética. Le dan un uso a aquello que está grabado de forma innata a modo de información en nuestros genes.
– Yo no entiendo nada de eso.
– Es muy sencillo. Las proteínas se componen de aminoácidos, de los cuales existen veinte tipos diferentes. Estos aminoácidos cumplen, en función de su composición, tareas muy específicas. Cuando ocurre algo en las células de tu cuerpo, la responsable, a través de su estructura especial en aminoácidos, es una proteína.
Chris asentía con una sonrisa.
– Por eso lo dejé después de acabar los estudios en el instituto.
– Y ahora me quieres ganar como cliente.
– Si fuera posible -Chris sonreía con picardía-. No en vano tenéis siempre que transportar algo. Yo ya había trabajado antes para empresas genéticas. Incluso transporté algunos virus. No me resultó muy cómodo, pero gané un buen dinero.
Wayne Snider asintió con la cabeza.
– Sí. De vez en cuando surge algún transporte especial.
– Genial -Chris soltó satisfecho una carcajada-. Sin embargo, aún tengo otro asunto completamente diferente.
Dresde, lunes
El hueso descansaba sobre la mesa.
– ¿Animal o humano?
– La unidad más grande a la que me dedico es la célula -contestó Wayne Snider después de un rato-. ¿Cómo lo has conseguido?
Chris había ideado una explicación, una mezcla bien condimentada entre la verdad y ficción. De esta forma quería evitar que su amigo se enredara aún más en toda esta historia.
– Mis padres han muerto hace diez años. Entre su legado encontré este hueso. No te puedes imaginar la sorpresa que me llevé. Mi viejo y este hueso… -se levantó y comenzó a andar nervioso de un lado para otro meneando la cabeza como si él mismo no lo hubiera podido creer-. Sé lo que estás pensando. A mí me pasó lo mismo al principio. Mi padre: el albañil. ¿Qué demonios tenía que ver con el hueso? Me quedé boquiabierto delante de la caja. -Chris introdujo premeditadamente una pequeña pausa para preparar su siguiente mentira.
»En la caja encontré una nota. La nota decía: «En depósito», además de una fecha del año 1978 y un nombre. Para mí, la explicación se basaba en que alguien aún le debía algún dinero a mi padre. Ya sabes que mi padre, como albañil, hacía muchos trabajos aparte.
– ¿Y la casa de tus padres? -el científico clavó pensativo la mirada en su amigo de juventud.
– La vendí. Al principio, aparté el dinero. Para realizar mi sueño; ya sabes al que me refiero -Chris estaba a la espera de algún comentario bobo de los que antaño solía realizar Snider. Pero su amigo permaneció en silencio-. Entonces apareció esa nueva oportunidad en el mercado bursátil, y pensé que se podía ganar algún dinero. Pero lo perdí todo, y puesto que ya no tengo nada en reserva y necesito hasta el último céntimo, me preguntaba si el hueso podía tener algún valor.
– Chris, el mercader de reliquias.
– Ni siquiera sé si procede de un humano. Eso me ayudaría a dar un paso adelante. Y vosotros disponéis aquí de microscopios.
– Por supuesto. ¿Y para qué los quieres?
– Para echarle un vistazo a los osteones.
– ¿Y tú qué sabes de eso?
– No mucho. Pero durante la reconstrucción de huellas he aprendido que con ellos se pueden clasificar los huesos en humanos o animales. En el caso de los huesos humanos, los osteones se encuentran repartidos al azar, mientras que en los de los animales lo hacen de forma ordenada.
Читать дальше