Uwe Schomburg
El código de Babilonia
Título original: Der Babylon Code
Traducción: Julio Otero Alons
«¿Cuánto he de amar?; ¿cuánto he de odiar?
¡Si solo hay vida si se deja vivir!».
Johann Wolfgang von Goethe
«Concebís el mundo como algo lógico. Pero eso no es cierto: existen secretos increíbles. Os habéis dejado guiar por vuestra racionalidad. Pensáis que en el mundo no hay magia. Sin embargo, sois incapaces de entender las nociones más simples. ¿Cuándo comenzó el tiempo? ¿Dónde finaliza la infinidad del espacio? Tened valor, venced el miedo a toparos con un secreto».
Papa Juan Pablo II
«La tragedia más grande es el silencio de Dios, quien ya no se manifiesta, quien parece esconderse en el cielo, como si le repugnara el comportamiento de la humanidad».
Papa Juan Pablo II
La presente historia es en su totalidad ficticia. Asimismo, todos sus protagonistas, antagonistas o demás personajes, así como todas las acciones y comentarios aquí descritos, son producto de la imaginación de su autor. También la descripción, los diálogos y las acciones relacionadas con sus personajes e instituciones históricas y contemporáneas corresponden a la fantasía del autor, aun cuando correspondan a un modelo real y se inspiren en hechos reales.
El papa Benedicto XVI se pronunció a comienzos de septiembre de 2006 en su residencia de verano de Castelgandolfo sobre la cuestión de la «Creación y Evolución».
Según la última doctrina de la Iglesia católica, «creer en Dios» y «evolución» no son dos conceptos que se opongan entre sí, aun cuando en el seno de la Iglesia exista una fuerte oposición al respecto.
Uno de los participantes en dicha disertación declaró públicamente: «Creo que aún no ha llegado el momento para que se produzca una alianza entre filósofos y científicos -citando a continuación a Friedrich Schiller-: Haya pues enemistad entre vosotros, pues la alianza aún es demasiado temprana. El momento de encontrar la verdad será cuando os separéis durante vuestra búsqueda».
¿Qué motivaría al papa a abordar este tema?
¿Existiría alguna razón?
LIBRO PRIMERO. EL DESCUBRIMIENTO
« Ha llegado la hora de despertar de nuestro sueño».
Reglas de San Benito
Imperio Otomano
Distrito de Mesopotamia, 1916
Babilonia.
Qué sonido tan embriagador. Miles de años de existencia humana resuenan en estas cuatro sílabas. Grandeza, poder, conquista y destrucción; poderosas murallas y reyes guerreros; las leyes de Hammurabi y la construcción de la Torre de Babel.
Nada de eso era visible ya. Tan solo montañas de escombro.
La grandeza de antaño se había derrumbado por completo, piedra a piedra, hasta convertirse en polvo.
Karl Steiner y Albert Krüger estaban en cuclillas sobre la colina cuadrada de escombros denominada Babil, que delimita la parte norte de la antigua Babilonia.
Incluso el simple nombre de esta colina recordaba el poder y la belleza que otrora ostentaba Babilonia. Babil se asomaba de forma abrupta a través de sus taludes escarpados a una altura considerable desde la llanura, estirándose hasta alcanzar un cuarto de kilómetro. Su superficie arcillosa estaba completamente resquebrajada, sembrada de pozos y galerías, al igual que el resto de Babilonia.
Desde tiempos de los romanos, los ladrones habían excavado zanjas en toda la zona para robar los ladrillos cocidos de arcilla. Había transcurrido bastante tiempo desde que se les hubo adjudicado un nuevo uso en casas, almacenes de trigo y diques de los pantanos; por el contrario, los ladrillos que no se cocieron, hacía mucho tiempo que se habían convertido en pasto del calor, el sol y el agua. Se destruyeron. Eran escombro.
Steiner percibía su propio sudor. Faltaba poco para el ocaso del sol. Sin embargo, el aire continuaba centelleando por el calor, y el Éufrates -actualmente, tan solo un riachuelo-, no aportaba ningún relente.
A pesar de su fina ropa, apta para el desierto y compuesta por un pantalón y una vestimenta superior alargada, condujeron desde Bagdad bajo un sol abrasador a través del desierto. Habían requisado uno de los pocos camiones de los que disponía, todavía en buen estado, el Sexto Ejército Otomano estacionado en Bagdad. El Opel, de tres toneladas de peso, se encontraba detrás de la colina, lo suficientemente alejado de las excavaciones para permanecer oculto.
«Sentir por última vez, a través del viento del desierto, el aliento de la grandeza de antaño -pensaba Karl Steiner- dejar que aparezcan de nuevo ante la ilusoria mirada, los palacios y las murallas…».
Era incapaz de resistirse ante esta fantasía.
Su postura en cuclillas hacía que se fundieran en mitad de las zanjas y los precipicios de la colina. Era imposible localizarles desde la distancia. Sin embargo, ellos sí que podían divisar los restos de la antigua ciudad de reyes, anticipándose a cualquier movimiento ajeno.
Tan solo el desierto pardo y gris se alargaba hasta la lejanía, viéndose interrumpido solamente por un cinturón verde de palmeras datileras a ambas orillas del Éufrates. El cauce del río se encontraba apenas a un kilómetro al oeste de la colina; desde el noroeste se acercaba en dirección a la ciudad para describir después un ligero acodamiento hacia el oeste, y fluir finalmente a través de las ruinas en dirección sur. Las palmeras datileras crecían a ambas orillas del río, adentrándose aproximadamente medio kilómetro en el paisaje circundante. Después de eso, el propio desierto se encargaba de forma abrupta de dar por finalizada esta verde maravilla.
Las palmeras tapaban la vista hacia el pequeño pueblo de Kweiresch, lugar en el que el jefe de excavaciones alemán, Robert Koldewey, había instalado la base de la expedición en la parte norte del pueblo.
A unos dos kilómetros al sur de su posición, junto al palacio, se encontraba la segunda colina más célebre de la antigua Babilonia. El Kasr no se alzaba a tanta altura como el Babil, pero era unas cuatro veces más grande y albergaba precisamente el lugar en el que se habían excavado las ruinas pertenecientes a los palacios reales. Allí se ubicaba el centro derruido del imperio, tan poderoso en el pasado. Allí se encontraba Irsit Babilón, la plaza de Babilonia; o Bab Ilani, el portal de los dioses, que da entrada al santuario más grande y famoso de Babilonia: el templo del dios Marduk.
Apenas a un kilómetro al sur del Kasr, se erguía a unos veinticinco metros de altura el monte Amran, que recibe su nombre del santo sepulcro islámico, Amran Ibn Ali, que significa del hijo de Ali, al cual alberga en él. Esta colina era la más alta de toda la antigua ciudad de Babilonia, ubicándose en la llanura Sachn, donde también se encontraban los restos del Etemenanki: la Torre de Babel.
«Los tiempos van cambiando -le había explicado Robert Koldewey a Steiner, el estrafalario jefe de excavaciones alemán, durante otro recorrido anterior-. Sachn no significa otra cosa que «sartén» y describe el carácter del terreno como llanura. ¡No nos olvidemos que en tiempos de máximo esplendor de Babilonia, conformaba el recinto sagrado del templo! Detrás de sus murallas, se encontraban la Torre de Babel y el Templo de Marduk. ¿Y al día de hoy? Los restos del templo de Marduk están enterrados debajo de una profunda capa de escombros en el monte Amran; de la Torre se conservan todavía algunas zanjas de sus cimientos repletas de agua subterránea; y una carretera que sirve de nexo entre dos pueblos atraviesa el otrora considerado lugar santo».
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