– Lea.
Chris se quedó mirando fijamente las hojas, se puso a continuación en cuclillas para poder leerlas a la luz del habitáculo. Se trataba de un contrato de compraventa.
Forster removía extenuado en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó muy lentamente un bolígrafo. Cogió el contrato y en la casilla superior sin rellenar anotó el nombre de Chris. A continuación rellenó en otra casilla libre el precio de compra. Forster rellenó la primera página, después la segunda y firmó el contrato.
– ¡Aquí! -el marchante de arte sostenía el contrato delante de Chris-. Si firma, todo será suyo. En un principio iba a ir ahí el nombre del museo, pero ahora va el suyo. La copia del contrato es para usted para que rellene su nombre como vendedor y el del comprador; quienquiera que sea. La casilla del precio de compra la dejo libre. ¡De ella se encargará usted!
– Esto no funcionará nunca.
– ¿Por qué no? La sucesión contractual es inequívoca. Mi firma puede confirmarse en cualquier momento. Mis abogados, Ponti, mis empleados, mi banco. Cualquier persona. En un cerrar y abrir de ojos, todas sus preocupaciones habrán desaparecido.
Chris pensó en los problemas de la empresa, la falta de encargos, sus sueños incumplidos.
– Tengo que pensar. Si esto lo…
– Recuerde: tiene que darse prisa. Nunca ha estado aquí.
Chris soltaba juramentos y comenzó a andar.
Los cadáveres de los motoristas se encontraban a unos pocos pasos de la Yamaha. El tirador aún sostenía convulso su arma. Chris le despojó de ella y registró al hombre en busca de munición. Poco después les quitó su casco a ambos cadáveres.
A continuación levantó la máquina, la arrancó tras varios intentos fallidos y rodó hasta el Mercedes.
– ¿Se lo ha pensado? -Forster jadeaba-. Se me está agotando el tiempo. Necesito conocer su decisión. Únicamente a través de su promesa podré soportar el infierno.
Chris continuaba vacilando. Si conseguía lo que le pedía Forster, se libraría de todos sus males. Y si no, estaría igual que ahora.
– Está bien. Lo hago.
Forster sonreía liberado.
– Bien. Entonces entrégueme ahora un euro.
Chris miró irritado al marchante de arte.
– Lo digo en serio.
Chris pescó un euro de su bolsillo y lo dejó caer en la mano de Forster.
– Meta la mano en mi bolsillo interior izquierdo.
Chris se agachó hacia Forster y sacó un sobre de su chaqueta.
– En él aparecen el nombre y el número de teléfono de la persona a la que se tiene que dirigir en Berlín. Traiga el cofre.
Chris caminó hacia el maletero. La puerta estaba encallada y solo se podía abrir una rendija. Debido a que el coche reposaba sobre su techo, el cofre, a través de la posición oblicua de la puerta del maletero, se deslizaba hacia delante. Pero la rendija era demasiado estrecha.
Chris se arrodilló, metió la mano en el maletero y comenzó a tentar con sus dedos hasta sacar los objetos uno a uno. Acercó la bolsa de provisiones de Forster, la vació y metió en ella las antigüedades.
– Me duele ver la poca sensibilidad que emplea con estos tesoros.
– ¿Acaso tiene una idea mejor? -gruñó Chris enfadado acercándose a Forster, quien elevó lánguidamente la mano derecha.
– ¿Me concede un último vistazo? -la voz de Forster casi se desvanecía-. Un último contacto. ¡Por favor!
Chris agitaba los hombros, se puso en cuclillas y sacó de nuevo varias tablillas de las bolsas. Los ojos de Forster comenzaron a centellear de regocijo, cuando pasó la yema de sus dedos sobre la arcilla y las ranuras y el tacto granulado electrizaban sus terminaciones nerviosas por última vez.
Su mano dio de pronto un respingo hacia atrás.
– Llévese el pasaporte de Rizzi.
– ¿Cómo? -Chris clavó su mirada en Forster, sin entenderlo muy bien, y empaquetó de nuevo las tablillas.
– Venga, hombre. El es más o menos de su edad. Aunque la foto no cuadre… nunca se sabe…
Chris registró la chaqueta de Rizzi hasta encontrar el pasaporte.
– No está mal -gruñó Chris de forma aprobatoria cuando vio el pasaporte diplomático de la República de Malta.
– ¿Verdad? -Forster sonreía y tiró con esfuerzo de su pasaporte desde el interior de su chaqueta-. Una copia de emergencia. Tire el mío en el Mercedes. Y no se olvide de llevarse el teléfono móvil y las armas.
– No tengo intención de ir a la guerra.
– Se trata de estar preparado -Forster se mostraba de pronto completamente relajado-. Ayúdeme. Ya no me puedo incorporar. Lléveme al BMW.
Chris cogió a Forster debajo de las axilas y le trasladó a rastras hasta el BMW. El marchante de arte apretaba los dientes y resoplaba en silencio.
– Rizzi continúa en el asiento equivocado. Debe estar sentado en el asiento del conductor. Compruebe si en el BMW hay una garrafa con gasolina de repuesto. Si no, busque en el camión. ¿Usted ya sabe qué…?
Chris asintió con la cabeza y encontró efectivamente una garrafa de repuesto. Roció el Mercedes con la gasolina y finalmente trazó un rastro hasta llegar a Forster.
Chris estaba listo. Empujó la Yamaha hasta sacarla de la zona de peligro, encendió la máquina y la colocó erguida a ralentí. Solo le quedaba montarse en ella.
Sin embargo, volvió hacia Forster.
– Lárguese -el marchante alzó la mano a modo de despedida-. Sin lágrimas. Tampoco es que hayamos tenido un trato tan cercano.
Chris observó la Beretta tirada al lado de Forster con la que hubo salvado a ambos la vida hacía unos escasos momentos.
– Para el caso de que mi fin no llegue tan rápido. Como puede comprobar, sigo vivo, a pesar del disparo en el vientre. ¿O se quiere encargar usted?
Sus miradas chocaron entre sí.
– No.
Contra todo pronóstico, Chris se inclinó hacia el oído del marchante de arte y planteó una última pregunta. Forster soltó una amplia risotada y contestó con una sola palabra. Chris asintió con la cabeza, se incorporó de nuevo y echó una última mirada al mechero que sujetaba Forster en la mano para finalmente irse. Se subió a la Yamaha y salió sin volver la vista atrás.
Detrás de él, Forster se encontraba sentado en el barro, con la espalda reclinada contra el BMW, y el euro procedente de su último negocio bien apretado en su puño izquierdo.
Forster sonreía satisfecho. A continuación encendió el mechero y la llama devoró ávida la huella de gasolina. El tanque del Mercedes explosionó y la columna de llamas escaló el cielo. El estruendo de la explosión se tragó el tiro de la Beretta.
Chris apenas se encogió cuando la explosión detonó detrás de él. Aún le retumbaba la última palabra del marchante en sus oídos.
– ¿Usted me está ocultando algo? -le había preguntado Chris.
– Mucho.
El Vaticano, lunes
«Lo primero que vio fue el cayado -de inmediato, el pensamiento le llevó a que se trataría de un báculo pastoral-. Pero este era diferente. Era sencillo, carecía de su recubrimiento en oro, tampoco contaba con tallados en marfil ni con la característica concha de caracol que se suele ver en la parte superior del báculo obispal».
«Era recto, pero no tanto como un báculo fabricado con herramientas -pudo observar pequeños nudos en varios lugares, en los que diferentes brotes querían haberse convertido en ramas, pero que por el contrario, habían sido seccionados.»«La vara era lisa, enigmáticamente lisa. Sobre todo en su parte superior, justo antes de su curvatura. En el mismo lugar donde lo sujetaba siempre la mano, después de millones de veces, la superficie era tan lisa como si de un diamante pulido se tratara. Un diamante negro. Pues la suciedad de la mano había ennegrecido el bastón en ese preciso lugar».
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