Sé que muchos piensan que ciertos destinos deben manifestarse desde muy pronto y que la importancia que los acompaña brilla desde los primeros momentos. No es cierto. Sí es verdad que, ocasionalmente, el futuro permite que se le vislumbre, siquiera en tenues sombras, gracias a algunos episodios menores, pero se trata únicamente de brillos escasos como los que dejan los casi invisibles gusanos de luz al cruzar una noche oscura. Sin embargo, al igual que el veterano sol sólo inicia su ascenso después de las horas prolongadas de la oscuridad nocturna, el resplandor de una vida es precedido siempre por el desconocimiento que los demás tienen de las personas que dejarán huella en sus existencias. A decir verdad, yo debería haber sido más que consciente de esa enseñanza siquiera porque el Libro sagrado está repleto de esas historias. Abraham esperó ochenta años antes de que su esposa Sara quedara encinta y se cumpliera la promesa divina de una descendencia. Moisés estuvo perdido en un desierto árido y desconocido antes de que Dios le llamara para sacar a Su pueblo de la amarga servidumbre a que lo tenían sometido los despiadados egipcios. Isaías esperó décadas antes de que el Señor colocara en sus labios un mensaje destinado a los hijos de Judá. El mismo Salvador no pasó de ser un modesto artesano desconocido por casi todos durante más de tres décadas… Todo eso yo lo sabía, pero no supe verlo durante los años siguientes. En realidad, creo que esperaba que tras unos días, si acaso unas semanas, como máximo unos meses, Aurelius Ambrosius exhalara su último aliento y su providencial sucesor me llamara para que estuviera a su lado. Visto con la distancia del tiempo, casi no puedo creer que fuera tan estúpido. Seguramente, debo atribuir mi error de cálculo a mi inmensa inexperiencia y a mi no tan exagerada juventud. Fue precisamente en esa época cuando decidí aprovechar para visitar a mi madre. No había tenido noticias de ella durante mucho tiempo, aunque no resultaba tan extraño. De entrada, era de conocimiento común que cuando los padres se separaban de los hijos para que éstos entraran al servicio del emperador o de Cristo lo más seguro era que nunca volvieran a verlos. Ocasionalmente, cabía la posibilidad de enviar alguna misiva e incluso algún obsequio modesto, pero estas dos últimas posibilidades habían desaparecido prácticamente en los últimos tiempos a causa de la situación que Britannia vivía. A pesar de todo,.i medida que me iba a acercando a la iglesia del apóstol Pedro mi corazón se caldeaba e iba arrojando una imagen tras otra de un tiempo pasado y feliz. ¿Feliz? No estoy tan seguro de que así hubiera sido. Me constaba que mi infancia había estado envuelta, antes de marchar al lado de Blastus, en privaciones y necesidades. Sin embargo, ahora, con la distancia de los años todo me parecía dulcemente hermoso, como si nunca hubieran existido los cachetes y los pescozones, y mi escudilla hubiera rebosado todos los días sin una sola excepción. Quizá al ir en busca de mi madre, lo que verdaderamente perseguía era refugiarme en las tierras doradas de la infancia que muchos recordamos como una era feliz aunque, con seguridad, fuera muy diferente.
Debo decir que ni encontré a mi madre ni tampoco arribé a esa tierra pasada. Tanto la una como la otra habían sido borradas del mundo real por el despiadado tiempo. Cuando un campesino -que resultó ser un antiguo compañerito de juegos- me habló de la muerte de mi madre, una muerte tranquila, serena, sin molestar a nadie, no pude evitar romper a llorar. Es cierto que procuré hacerlo con decoro. No antes de darle las gracias y de apartarme a un lugar solitario donde nadie pudiera ver cómo se me caían las lágrimas. Lloré y mientras lo hacía me pregunté si alguna vez le había dicho que la quería o si había escuchado palabras semejantes por parte de ella. Ahora sé que, en realidad, en esos momentos lloraba por mí y no por ella. Lloré por todo lo que hubiera deseado decirle y no pude; por todo lo que hubiera deseado hacer con ella y no pude; por todo lo que hubiera deseado compartir con ella y no pude. Cuando me alejé de aquellos lugares en los que habían transcurrido los tiempos de la infancia, era consciente de que nunca se puede retornar a los campos en que vivimos ni a las casas en que habitamos. Aunque lo parezcan, distan mucho, muchísimo, de ser los mismos.
Comencé a recorrer pueblos y aldeas llevando la curación a niños a punto de morir, ayudando a las mujeres a bien parir y suministrando alivio a los moribundos que no podían ser sanados por mis remedios. Supongo que entonces esperaba encontrarme con la gratitud y el afecto de la gente, y que un día, un día cercano, pudiera salir de aquellas tareas presumiendo del bien que había hecho a los demás justo antes de encaminarme por el camino, limpio, claro y rectilíneo, que la Providencia había trazado sólo para mí. No fue eso lo que hallé porque el mundo era muy diferente a como yo había podido imaginarlo y vivirlo en los años anteriores.
De repente, descubrí que poco -en algunos casos verdaderamente nada- quedaba ya de la presencia de Roma en Britannia. Ocasionalmente, por supuesto, podía cruzarme con algún legionario o con un monje con el que intercambiaba unas frases en latín, pero eso era todo lo que restaba de una permanencia de casi medio milenio. Era como si la presencia creciente de los barbari hubiera ido desplazando la rica herencia de Roma de la misma manera que un terrible tumor va expulsando la vida de un cuerpo hasta causarle la muerte. En ocasiones, había sentido pena al pensar que, seguramente, no me encontraría a Virgilio en el cielo, pero entonces me percaté de que donde, con toda seguridad, no lo hallaría sería en los campos desolados de Britannia.
Y no se trataba únicamente de que todos aquellos siglos de cultura floreciente hubieran desaparecido sin dejar apenas rastro. No. Era algo mucho peor. Igual que Jesús señaló que aquel que se ve liberado de los demonios, si no se vuelve a Dios, es poseído por siete espíritus inmundos aún peores, el vacío dejado por Roma se había visto colmado por la negrura más profunda. Durante aquellos meses pude ver con mis ojos cómo, en no pocos lugares, la llegada de los barbari había sido seguida por la quema de cruces, por la destrucción de las iglesias o su transformación en molinos o establos y por la ridiculización de los que adoraban al único Dios. Orgullosos del éxito que les proporcionaba la fuerza bruta, se reían a mandíbula batiente de una divinidad que se había convertido en hombre no para ayuntarse con mujeres o sembrar la destrucción con sus invencibles armas, sino para dejar que sus enemigos le dieran muerte de una manera vergonzosa y humillante. Los britanni, amedrentados y desconcertados, terminaban por someterse o huían a los bosques. Los que optaban por la primera posibilidad intentaban mantener los escasos rescoldos de su fe en secreto y comunicarlos a los hijos, pero no era extraño que los descubrieran y que incluso fueran delatados por sus propios familiares. Cuando eso sucedía, los barbari los clavaban a los árboles en un cruel remedo del último suplicio de Jesús, los arrojaban con un peso atado a los pies a lo más hondo de los pantanos en un nuevo y letal bautismo, o los quemaban vivos mientras les preguntaban a gritos si el infierno sería peor. Por lo que se refiere a los que se escondían… no, su destino no era mucho mejor. Acosados como fieras, perseguidos en ocasiones con perros de caza, siempre hambrientos y no pocas veces enfermos, lloraban preguntándose si el Señor los había abandonado. Rehuyendo el encuentro con los barbari, solía yo viajar por en medio de selvas y tuve oportunidad de conocer por aquel entonces a algunos de esos grupos. Puedo dar fe de que, en no pocos casos, no se trataba de santos. La miseria y el miedo, la desgracia y el hambre, la enfermedad y la muerte los habían reducido a menudo a círculos cerrados en los que parecían manifestarse con especial encono la envidia y la soberbia. Sé de necios que sólo deseaban mandar sobre aquellos pequeños rebaños antes que ayudarlos o también de muchachas que no pudieron más y abandonaron alguno de aquellos grupos escuálidos para convertirse en pobres rameras al servicio de algún mísero prostíbulo de aldea. Pero no puedo condenar a ninguno de ellos. ¿Cómo no sentir soberbia cuando se ha conseguido salvar a unas docenas de personas de la caballería de los barbari? ¿Cómo no experimentar envidia cuando los hijos lloran de hambre y el prójimo puede dar a los suyos un miserable mendrugo de pan? ¿Cómo guardar la castidad cuando se ha visto la muerte de los seres queridos porque su organismo se ha negado a dejarse alimentar por raíces del bosque?
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