Britannia. En los albores de la Edad Oscura…
La luz es un fenómeno verdaderamente curioso. En ocasiones -y con ese fin la creó Dios – sirve para iluminarnos y permitir de esa manera que veamos lo que nos rodea. Sin embargo, en otras ocasiones, actúa de una manera muy distinta. Resulta tan poderosa, tan impresionante, tan llena de vigor que tan sólo logra cegarnos. Y entonces, de manera prodigiosa, aquello que debería ayudarnos a ver, precisamente nos lo impide. Es lo que ahora mismo sucede con la isla de Avalon. Despide una reluciente luminosidad semejante a la de una piedra preciosa tallada por un magnífico orfebre y expuesta a los limpios rayos del sol. Hasta las olas encrespadas que la rodean se ven sometidas a sus destellos rutilantes. Ese mar esmaltado de gris que tantas veces he contemplado se ha transformado en una sucesión peculiar de extrañas masas amarillas, naranjas y rojas, que se ven surcadas por transparentes tonalidades verde esmeralda. Parece como si las aguas intranquilas se hubieran transformado en una superficie de límpido zafiro semejante a la que algunos santos varones vieron desplegada ante el trono eterno e inmarcesible del Altísimo. Sin embargo, no es Dios el que reina en Avalon. Por supuesto, me consta que Su soberanía se ejerce sobre cada palmo de este mundo convulso en el que habitamos. No dudo tampoco de que Su providencia se manifiesta incluso en medio de los horrores más espantosos que podamos imaginar y sé lo que me digo porque he tenido ocasión de ver unos cuantos a lo largo de mi ya dilatada existencia. Sin embargo, allí, en Avalon, en la isla donde he de intentar hallar alivio para Artorius, reina otro ser. Se trata de la única persona que ha logrado apresar mi corazón entre sus dedos de la misma manera que un pescador diestro puede sujetar una trucha escurridiza o que un niño inocente, pero hábil se apodera de la mariposa multicolor. La recuerdo y no puedo sino sentir la dentellada inmisericorde de la memoria en el pecho y sin embargo… sin embargo, hubo una época en que me proporcionaba el aliento, la alegría, la ilusión, el deseo, verdaderamente invencible, de continuar… pero ahora… Ahora sé que me queda poco, muy poco, para cruzar una distancia mucho más profunda y decisiva, justo aquella que media entre este mundo de mortales y aquel otro en el que perduraremos en razón de lo que fue nuestra vida en éste. En ese mundo de allá -que pronto será el de acá para mí- no me encontraré con el poeta Virgilio y lo lamento vivamente porque durante las décadas que he vivido lo admiré hasta casi rozar la devoción. Sin embargo, no es menos cierto que descansaré de mis muchas tribulaciones y recibiré el perdón definitivo y final del Único que puede otorgarlo, del Único que vivió mucho antes que nosotros y que cuando nosotros nos veamos reducidos a un simple puñadito de polvo en esta tierra, seguirá vivo.
Si vuelvo la vista hacia atrás en busca del momento en que todo comenzó, no abrigo duda alguna de que fue mucho antes de que yo viniera a este mundo. En realidad, siempre sucede así. Es cierto que somos tan ingenuos como para creer que todo empieza con nuestra vida, pero la realidad es que nuestra existencia da inicio incluso antes de que nuestros padres llegaran a engendrarnos. ¿Cuando comenzó la mía? Quizá en el momento en que Roma se vio obligada a retirarse de Britannia porque el imperio se resquebrajaba y esta isla perdida en algún lugar de un mar norteño y frío no merecía los gastos que ocasionaba a unas arcas cada vez más exhaustas. En realidad, creo que nunca les interesamos mucho a los romanos. Cuando el gran Julio -la mente más privilegiada de Roma- llegó hasta nuestras costas sólo lo hizo para demostrar que podía vencer con facilidad a un pueblo de barbari que se permitía la intolerable osadía de ayudar a los galos que se le oponían al otro lado del Oceanus Britannicus . El gran Julio efectivamente logró derrotar a nuestros antepasados a pesar de que ya entonces habíamos dominado el difícil arte de desplazarnos en barcos y utilizábamos temibles carros de guerra. No resultaron adversario suficiente para las legiones, pero Julio César no estaba dispuesto a someter a sus tropas a las condiciones propias de nuestro gélido invierno. Tras asegurarse de que ni un solo hombre de guerra saldría de aquí con destino a las Galias, se marchó. Pasaron décadas antes de que los romanos volvieran a invadir estas costas. Esta vez la expedición la impulsaba Claudio, un emperador sin gloria que deseaba labrarse un nombre en las piedras frías de la Historia y que apenas lo consiguió asentando a algunas de sus legiones en nuestro suelo.
Se quedaron pero, a diferencia de lo que había sucedido con los galos, los romanos apenas consiguieron civilizar a mis antecesores. Su lengua fue también el latín no solo para los documentos oficiales, e incluso se acostumbraron del todo a vestir y, casi casi, a pensar como romanos. La vieja Roma sabía que un imperio necesita una lengua y la implantó. Los buenos resultados son obvios todavía. Sin embargo, aún quedaron barbari y eran agresivos. Seguramente por eso, el emperador Adriano llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era levantar un muro que librara el sur de la isla de peores invasiones procedentes de las tribus hostiles que procedían del norte. Aquella cadena de fuertes de madera y piedra desempeñó bien sus funciones durante casi dos siglos y medio, pero, finalmente, el costo era muy elevado y el imperio demasiado débil, y los romanos comenzaron a retirarse al continente. No lo hicieron del todo, sin embargo, porque les agradaba creer que la isla seguía siendo una parte de Roma y porque, en no escasa medida, así sucedía. Lo mismo pensaban mis antepasados porque Britannia había cambiado y lo había hecho no sólo gracias a las águilas de las legiones sino también a la llegada del cristianismo.
Los britanni no tuvieron mucha dificultad en adaptar la antigua religión de los druidas a la traída por las legiones. Es cierto que los romanos prohibieron los sacrificios humanos que realizaban los druidas y que también rechazaron algunos ritos en el curso de los cuales los nativos de estas tierras verdes y brumosas se intoxicaban con poderosas drogas obtenidas del muérdago y de los hongos y tenían visiones. No es menos realidad que se rieron siempre de la creencia druídica en la transmigración de las almas, considerando ridículo que un ser humano pudiera convertirse en otra vida en un animal o incluso en una piedra. Sin embargo, tras aceptar todas esas modificaciones, los britanni no habían tenido problema en descubrir a Hércules o a Mercurio detrás de sus propios dioses a los que siguieron adorando en su lengua nativa. Fue la llegada de los primeros misioneros cristianos lo que alteró aquella situación. Se trataba de gente dura, acostumbrada a las privaciones y empeñada en predicar a un dios que se había encarnado no para seducir mujeres, como Júpiter, o para ayudar a ejércitos, como Marte. No. Se había hecho hombre para morir en una cruz en pago por los pecados de todos los hombres. Acostumbrados a oír que los emperadores eran hombres que se convertían en dioses, aquel mensaje resultó como mínimo chocante. Tanto que algunos britanni no dudaron en quemar vivos o en arrojar al fondo de un pantano a los que lo propalaban, convencidos de que se enfrentaban así a alguna blasfemia extraña e incomprensible, a la vez que demasiado audaz como para no resultar peligrosa.
Seguramente, los fieles de cualquier otra superstición hubieran quedado convencidos por argumentos tan poderosos como las llamas o el fango helado como para no insistir en su predicación. Sin embargo, aquellos misioneros no se dieron por vencidos. Persistieron en su labor y, seguramente, aquella perseverancia fue lo que acabó provocando un cambio en los corazones de los britanni . Hasta entonces, para algunos de los britanni el latín era la lengua de la gente educada, culta, la que tenía a su cargo el gobierno y la instrucción del pueblo. A partir de entonces, pasó a ser también el lenguaje en el que se recogían los hechos de aquel dios extraño que había muerto voluntaria y, sobre todo, mansamente. No sólo eso. También era la lengua en la que cantaban a aquel nuevo dios, en la que realizaban los ritos sagrados y en la que introducían a sus hijos en el número de sus fieles. En menos de un siglo, aquella fe logró lo que no habían conseguido las legiones, convertir el latín en una lengua popular, aunque -todo hay que decirlo- no todos la hablaran con la misma pureza.
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