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César Vidal: Artorius

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César Vidal Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius. A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas. Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna. Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Constantino llevaba desempeñando el cargo de Regissimus Britanniarum más de una década cuando hasta su puesto de mando llegó un picto con el propósito de hablar con él. Nunca ha quedado establecido lo que deseaba realmente ni lo que dijo al Regissimus para que éste se reuniera en secreto con él. Sé que algunos dicen que lo consiguió alegando que los barbari del norte estaban dispuestos a concluir la paz con los britanni. No he conseguido comprobarlo, pero si ése fue el caso, desde luego, mintió a Constantino. De hecho, lo condujo a un bosque donde, supuestamente, se hallarían a salvo de miradas indiscretas y oídos curiosos, y allí, en la espesura, lo acuchilló hasta que el alma se le salió por la boca.

Los britanni contamos con virtudes, pero no se puede negar que, en ocasiones, nos comportamos de manera profundamente estúpida. Aquella muerte debería haber unido a todos frente a tan cruel amenaza. Sucedió exactamente lo contrario. Los más poderosos decidieron apoderarse de la voluntad de Aurelius Ambrosius que todavía era un niño, deseosos de empinarse sobre el puesto ahora vacante de Regissimus. Y mientras rivalizaban entre sí, uno de los notables más grises, Vortegirn, el jefe de los gewiseos, decidió viajar a Wintonia.

En apariencia, Vortegirn sólo pretendía comunicar al monje Constante la muerte de su padre el Regissimus y los otros notables se sintieron muy contentos al contemplar cómo se alejaba y les dejaba, en apariencia, el camino despejado hacia el poder. Sin embargo, Vortegirn era mucho más astuto que ellos. Tras manifestar sus condolencias a Constante, comenzó a decirle que nadie como él podría suceder a su padre: -«¿Quién posee tu instrucción? No será ese arrapiezo de tu hermano…», se cuenta que le dijo- e incluso le convenció de que podría abandonar perfectamente el estado monástico para asumir el mando.

Si el obispo Wetelino hubiera vivido, seguramente se hubiera opuesto a toda aquella farsa, pero, muerto él, ninguno de los obispos tuvo el valor suficiente para impedirla. No estaban a favor de ella. No la apoyaban. Jamás la hubieran respaldado. Manifestaron incluso que no respaldarían al monje Constante como nuevo Regissimus. Pero lo cierto es que cuando Vortegirn llegó a Londinium y proclamó como tal a Constante, no se enfrentaron con aquella terrible maldad. Se cumplió así uno de los principios elementales que explican no el mal -que se origina en nuestra naturaleza pecaminosa, como todo el mundo sabe- pero sí su avance. Los que sabían distinguir el bien del mal, no se tomaron la molestia -o no tuvieron arrestos suficientes- de enfrentarse frontalmente con él. Como Vortegirn era más valiente y, desde luego, mucho más audaz, no dudó en apoyar a Constante y así el joven llegó a ser algo que nunca debió: Regissimus Britanniarum.

Se convirtió en Regissimus… sí, en Regissimus se convirtió, pero no rigió. Lo cierto es que Vortegirn apenas tardó en tener las riendas del poder de Britannia en sus manos. A fin de cuentas -como había sabido ver el fallecido Constantino- Constante carecía de cualidades para gobernar y los años pasados en el monasterio no habían contribuido precisamente a otorgárselas. Debo reconocer que Vortegirn supo actuar con notable astucia. No se le pasó por la cabeza proclamarse Regissimus, usurpar el cargo o asesinar a Constante. No, ni mucho menos. Se limitó, por el contrario, a ir dando pasos que le aseguraron un absoluto dominio. Primero, logró -sin dificultad alguna- que se le concediera la custodia de los caudales del gobierno. Luego consiguió el mando de las distintas guarniciones alegando que existían rumores de nuevas invasiones bárbaras. Finalmente, convenció a Constante de que formara un cuerpo de seguridad compuesto por hombres que no eran britanni alegando que así se habían comportado los emperadores de Roma durante los siglos anteriores. Así fue como nació la guardia picta del Regissimus Britanniarum y así fue también como se abrió el camino que conduciría a su perdición.

Los pictos, como era de esperar, no se consideraban britanni, ni tampoco deseaban que Roma volviera sus ojos hacia la isla. Por lo tanto, la única lealtad que cabía esperar de ellos era la que se adquiere con un pago continuado de oro. Pero Constante no lo sabía y aunque lo hubiera sabido, no habría podido evitarlo porque los tesoros estaban bajo el control de Vortegirn. Al fin y a la postre, una noche, los pictos irrumpieron en su dormitorio y Constante tuvo el mismo fin que su desdichado padre.

Por supuesto, hubo gente que vio detrás de aquel crimen la mano de Vortegirn y sus sospechas no quedaron apaciguadas porque ordenara la ejecución de los pictos que habían asesinado a Constante. Sin embargo, a pesar de todo, no existía maniera de demostrar que hubiera impulsado la muerte y tampoco nadie se atrevió a impedir que ocupara el cargo ahora libre. A decir verdad, ¿quién lo hubiera hecho si sus manos aferraban la bolsa y la espada? y, aunque alguien hubiera decidido acusarlo ¿quién hubiera escuchado? Seguíamos siendo Roma, pero nuestros tribunales, nuestros recaudadores de impuestos, nuestros milites eran britanni en su casi totalidad, y no teníamos a quien apelar para que nos librara de comportamientos que podían derivar hacia el despotismo. Con muy buen criterio, los ayos de Aurelius Ambrosius, que seguía siendo un niño, huyeron con él a Armórica, donde Budicio, su señor, le proporcionó refugio.

Seguramente, Vortegirn esperaba un disfrute plácido del poder, pero las circunstancias se sucedieron de manera bien diferente. De entrada, los pictos no se sintieron muy felices al saber que sus compatriotas habían recibido la muerte a manos de los britanni y comenzaron a realizar incursiones en la frontera en las que, como mínimo, arrasaban todo lo que hallaban a su paso. Vortegirn intentó, por supuesto, poner coto a aquellos desastres, pero no lo consiguió. Más bien fue llegando a la conclusión de Tac sus huestes podían ser útiles para ayudarle a intimidar a los britanni, pero no para proteger al país de los ataques barbari. Por si fuera poco, veía cómo pasaban los años y no sólo no le llegaba noticia alguna de la muerte de Aurelius Ambrosius, sino que por añadidura era consciente de que iba creciendo y, en cualquier momento, podría regresar, quizá incluso con el respaldo del propio emperador de Roma, para intentar arrebatarle el poder. Así, a la desazón que le causaban las noticias que le llegaban por el día se sumó la imposibilidad de conciliar el sueño por la noche. Y entonces, como si tanta amargura no resultara bastante, llegaron a Cantia tres navíos repletos de barbari mandados por dos hermanos que se llamaban Horsa y Hengist.

Vortegirn se hallaba en Dorobernia cuando tuvo lugar el desembarco y, con el miedo en el alma, se encaminó hacia el lugar donde se encontraban los invasores. Ni Horsa ni Hengist ocultaron que eran paganos y que creían en Wotan, un dios falso similar al Mercurio de los antiguos romanos. Sin embargo, Vortegirn no pensó en expulsarlos de Britannia, sino que incluso concibió la idea de utilizar a los recién llegados contra los pictos y contra un posible retorno de las legiones romanas. Conscientes de que eran afortunados, Horsa y Hengist se sumaron al ejército del Regissimus y cruzaron el río Humber. Las crónicas afirman que la batalla fue encarnizada y que, al final, tras mucho esfuerzo, los pictos fueron derrotados y no tuvieron otro remedio que retirarse. La verdad es que los barbari se percataron de que los enemigos que les salían al paso eran demasiado poderosos y optaron por regresar a sus hogares para disfrutar de los expolios que habían ocasionado. El origen de las leyendas floridas sobre la terrible batalla se originó en Vortegirn. A esas alturas, ya estaba demasiado vinculado a los invasores que procedían del otro lado del mar y ahora se veía obligado a entregarles para que no sometieran a los britanni a nuevas exacciones. Para cubrir que sólo. era un cobarde que en lugar de combatir a los invasores había decidido apaciguarlos, difundió la historia de que habían sido unos aliados valiosísimos frente a un enemigo peligroso. Ninguno de los dos extremos era cierto, pero ¿quién se hubiera atrevido a desmentir al déspota?

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