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César Vidal: Artorius

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César Vidal Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius. A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas. Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna. Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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El ver cómo se distanciaba de los recién llegados me impulsó a correr hacia ella. Tenía yo las piernas cortas entonces -no las he tenido largas después. A decir verdad, me da la sensación de que esa característica provoca que mi cuerpo no sea del todo proporcionado- y tardé un poco en alcanzarla. Cuando, por fin, lo conseguí, pude ver que estaba metiendo en un atado algunas prendas modestas con la ayuda de aquella mujer que la había acompañado. Por cierto, cuando intenté acercarme a mi madre, volvió a interponerse, pero ahora no estaba dispuesto a dejar que consiguiera sus propósitos. Con un movimiento rápido, la burlé y llegué hasta el lugar donde se encontraba la que me había dado el ser. Valiéndome de un gesto decidido que había repetido en multitud de ocasiones, la agarré de la falda y tiré de ella. Pero esta vez mi madre no respondió. Siguió guardando cosas como si no hubiera advertido mi presencia. Quizá hubiera seguido sin hacerme caso de no ser porque la anciana me cogió del brazo arrancándome un grito de dolor.

– Déjalo -dijo mi madre volviéndose.

Me parece estar contemplando ahora mismo su rostro. Era blanco, muy blanco, con algunos toques rosados en los pómulos. Sobre aquella cara que se me antojaba extraordinariamente suave y sedosa destacaban unos ojos ovalados de un color suavemente castaño. Entonces, por primera vez sin duda, vi cómo estaban cuajados de lágrimas. Ni una sola -¡ni una!- lograba sobrepasar la barrera de sus pestañas largas y negras. He visto luego a muchos niños -demasiados- reaccionar ante las madres que lloran. En ocasiones, se dejan arrastrar por aquella expresión de dolor que quizá no entienden, pero que temen. En otras quedan paralizados como si acabaran de golpearlos en la cabeza privándoles de la posibilidad de reacción. Finalmente, los hay que intentan consolar a su madre, quizá porque así se consuelan a sí mismos. Yo simplemente me acerqué a mi madre, le cogí la mano y mirando a aquellas pupilas que pugnaban por no verse desbordadas, dije:

– Mamá, no te preocupes. No te va a pasar nada.

La anciana intentó reprimir un sollozo que sonó casi como un resoplido. Mi madre apretó los labios finos y blanquecinos, contrajo levemente los ojos y se inclinó hasta colocar su mirada a la altura de la mía.

– Hijo… -comenzó a decir.

– Mamá -insistí impulsado por una extraña sensación de seguridad que me embargaba desde la raíz del cabello a las plantas de los pies-. Estate tranquila. Todo va a salir bien.

Parpadeó con un gesto que me pareció de desorientación. Entonces no lo entendí, pero creo que deseaba saber. Y muchas cosas, por añadidura. Primero, lo que yo podía conocer de lo que estaba sucediendo y, segundo y más importante, a qué se debía mi extraña seguridad. Durante unos segundos, intentó desentrañar algo que yo mismo no comprendía ni hubiera podido explicar. Luego se inclinó sobre mi rostro, me dio un beso, me abrazó y se puso en pie.

– Ya sabes lo que tienes que hacer -dijo a la anciana.

– Sí… sí, claro… pierde cuidado… -respondió la mujer.

Luego se volvió hacia mí, se, esforzó por sonreír y dijo:

– Sé bueno.

Contemplé cómo abandonaba el hogar que la iglesia del.apóstol Pedro destinaba a las viudas y a las vírgenes, y se acercaba a los jinetes.

Se pusieron en camino enseguida. Mi madre marchaba a pie precedida por uno de los guerreros y seguida por el otro. Imagino que aquella disposición se debía al deseo de evitar una baga. Pero ¿adónde hubiera podido escapar una mujer en medio de aquella tierra? Sin duda, antes de que hubiera pasado un solo día la habrían capturado con facilidad.

Observé cómo no tardaban en perderse al otro lado de la cuesta, una cuesta blanda sobre la que caían mortecinos los rayos de un sol blancuzco y perezoso. Apenas habían desaparecido cuando sentí cómo la anciana me cogía de la mano y tiraba suavemente de mí.

¿Qué van a hacerle a mi madre? -pregunté a la espera de que pudiera arrojar algo de luz sobre lo que acababa de suceder.

Sin duda, la mujer deseaba inspirarme tranquilidad, pero sólo pude ver en ella a un ser aterrado que, a duras penas, evitaba el prorrumpir en sollozos.

– Nada… nada… Sobre todo tú no te preocupes… -respondió trémula en un tono que constituía una invitación directa a caer en la desazón más intensa.

– No estoy preocupado -respondí-. A mi madre no le va a pasar nada.

– No… nada… -musitó mordiéndose los labios, como si así pudiera evitar que brotara algún comentario no pertinente.

El resto del día se me hizo eterno. Durante las horas siguientes, aquella buena mujer se esforzó por que comiera bien, por que descansara bien, incluso por que caminara bien. Lo único que consiguió fue que sintiera su presencia continua como una piedra pesada colocada sobre mi pecho infantil. Logré darle esquinazo en medio de los rezos sosegados y monocordes de la tarde dormilona. Se encontraba tan sumida en la asfixiante congoja que ni siquiera reparó en que salía de la iglesia sumida en la penumbra mientras desgranaba con los labios preces repetidas infinidad de ocasiones.

Cuando llegué a la pétrea puerta del templo, los árboles parecían gigantes oscuros de un color verdinegruzco preparados para caer sobre cualquier desprevenida presa que les resultara apetecible. Pero yo no los temía o -lo que era mucho más importante- no estaba dispuesto a temerlos. Subí lentamente el inicio pelado de la cuesta que, serpenteante, conducía al campo abierto. Lo hice así para impedir que nadie pudiera escucharme y salir en mi busca, y mientras enhebraba un paso con otro en aquella trabajosa ascensión, comencé una plegaria infantil.

No podría recordar con exactitud lo que le dije al Altísimo en aquella ocasión. Sin embargo, sé que no utilicé fórmulas litúrgicas, ni palabras escogidas ni términos sacerdotales. No.

En absoluto. Fue una conversación con un Ser al que nunca había contemplado, pero del que sabía que se encontraba en algún lugar situado más allá de las sombras agobiantes de los pesados árboles. Estaba convencido de que si aquellas ramas nudosas intentaban apoderarse de mí con la intención de que sus troncos negros me devoraran o sus raíces retorcidas y añosas se alimentaran, Él haría acto de presencia. Pero no fue necesario que interviniera porque aquellos postes cuajados de hojas multiformes se limitaron a susurrar canciones desconocidas aprovechando el viento frío que se estaba levantando.

Cuando, casi sin aliento, alcancé la cima chata de la cuesta retorcida, volví la mirada y contemplé satisfecho que nadie había abandonado la iglesia diminuta que parecía dormitar bajo el sonido suave de las plegarias monótonas. Con seguridad, no se habían percatado de mi ausencia. Entonces, sin dejar de hablar con Él, caminé un centenar de pasos más y me adentré por una senda angosta que se dibujaba a la derecha. Sabía que no existía la menor posibilidad de que me encontraran, porque sólo un niño habría podido captar aquel camino cubierto por las hojas. A decir verdad, ni siquiera los animales del bosque hubieran dado con él.

No tardé en distinguir, en medio de aquella ausencia casi total de luz, mi escondrijo. Se trataba de un árbol cuyo tronco tenía una hendidura longitudinal suficiente como para permitir la entrada de una criatura de mi edad. El cómo se produjo aquella herida es algo que nunca supe. Sí era consciente de que no se había traducido en su muerte. Por el contrario, aparte de aquella oquedad quebrada, el árbol parecía gozar de una extraordinaria salud. Me senté en el cóncavo interior, me abracé las piernas, coloqué la barbilla sobre las rodillas y continué mi oración. Deseaba, por supuesto, que mi madre no sufriera, pero, por encima de todo, ansiaba que regresara a mi lado. Sí, quería que volviera y que lo hiciera cuanto antes y mientras musitaba aquel anhelo, el sueño se apoderó de mí.

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