– ¿Es cierto que eres físico? -dijo al fin.
– Sí, domine, mi maestro Blastus me enseñó en el arte física -respondí.
– ¿Podrías saber cuál es mi salud? -preguntó inesperadamente.
– Sí, domine… si así lo deseas -respondí.
– ¿Qué debo hacer?
– ¿Podrías, domine, desnudarte y tenderte? -indagué.
El Regissimus dio unos pasos hacia mi izquierda y entonces me percaté de que a poca distancia del agujero del muro yacía un catre militar, desarreglado y revuelto. Se detuvo ante él, se quitó la coraza y se tumbó.
Me percaté enseguida de que el Regissimus era mucho, muchísimo más delgado de lo que aparentaba. Tal y como había estado ataviado tan sólo un momento antes, hubiera parecido un hombre corpulento, incluso grueso, pero ahora, desprovisto de la coraza metálica, su cuerpo resultaba casi esquelético, como si hubiera padecido una prolongada hambruna. La única excepción a aquella espantosa delgadez la presentaba el vientre. En uno de sus lados, estaba tan enormemente hinchado que, vestido, creaba una falsa impresión sobre las dimensiones corporales del Regissimus.
– Necesito más luz -dije y Aurelius respondió chasqueando los dedos con un gesto imperativo.
En apenas unos instantes, su vientre quedó iluminado por el débil resplandor de las dos llamitas temblorosas que ardían en el extremo de una lámpara de barro cocido y mal modelado.
Sí, conocía aquella dolencia. La había visto en más de una ocasión y sabía sobradamente cómo actuaba. Ahora, al observar el amarillo color de cloro de aquel rostro, no me cupo la menor duda de que había identificado correctamente el mal que lo estaba devorando. Sí, porque eso era lo que sucedía.
Algo maligno en su interior lo estaba corroyendo, había terminado por romper el depósito oculto de las bilis y las estaba esparciendo por todo el cuerpo. Aquel hombre estaba condenado.
– ¿Qué ves, físico? -preguntó con un punto de burla en la voz.
No despegué los labios.
– ¿Acaso has visto a la Muerte? -insistió mientras una sonrisa amarga se dibujaba en sus labios indicando que la pregunta era casi inútil.
– Verissime, domine -respondí bajando los ojos.
El Regissimus respiró con fuerza por la nariz. Entreabrió los labios resecos, pero no pronunció una sola palabra. También yo debería haber guardado silencio, pero en ese momento sentí un calor peculiar que me invadía el pecho y que me desataba la lengua.
– Dios te concede algún tiempo todavía, Regissime -dije-. Por eso, debes dejar todo preparado para cuando Él te llame a Su presencia para juzgarte.
El Regissimus se incorporó y lanzó una mirada de interrogación a los legionarios. Pero Caius, con los ojos abiertos como platos, sacudió la cabeza, mientras Betavir bajaba la cabeza apesadumbrado.
– ¿Estás seguro de que no tienes remedio para mi dolencia? -indagó con voz sombría el Regissimus.
– No lo hay -respondí, aunque en mi interior sentía como si alguien distinto hablara en mi lugar y yo me limitara a escuchar las palabras de la misma manera que lo hacía el Regissimus- pero eso no debe preocuparte. La misión que debiste cumplir no la has llevado a cabo, pero en el tiempo que te queda aún puedes preparar el camino al que haya de sucederte.
– Pero… pero… -exclamó estupefacto Betavir-. ¿Qué está diciendo?
– Ahora mismo -proseguí- has de comenzar a levantar los muros que se han caído, los que en otros tiempos sirvieron para contener a los paganos.
– ¿De qué habla? -susurró Betavir a Caius-. ¿Qué pretende? ¿Levantar el muro del emperador Adriano? Pero eso es imposible… no disponemos de hombres suficientes…
Caius chistó al legionario para obligarle a guardar silencio.
– Pero los muros no son suficientes -continué-. Has de contar con un grupo de hombres, muy rápido, aunque sea reducido, que esté siempre dispuesto a acudir a donde más necesarios sean. Ésa será la garantía de la supervivencia de Britannia. Así, los barbari no prevalecerán; lo mejor de la herencia de Roma se conservará, y la justicia y la paz prevalecerán.
«… la justicia y la paz prevalecerán.» Apenas había terminado de pronunciar esas palabras cuando la extraña sensación que se había apoderado de mi desapareció totalmente y yo sacudí la cabeza como si acabara de salir de un sueño. Fue entonces cuando me percaté de que el Regissimus estaba pálido, tan pálido que casi había desaparecido el color cloráceo de su rostro.
– Domine -dije apenas logrando controlar el temblor que me embargaba todo el cuerpo-. Te suplico que no cometas el error de pasar por alto lo que acabas de escuchar. No sólo tú, sino Britannia entera dependen de lo que hagas a partir de ahora.
El Regissimus volvió a respirar hondo y a arrojar sonoramente el aire por la nariz, pero no pronunció una sola palabra. Volvió a colocarse la coraza de metal entretejido y desigual, cubrió la distancia existente entre el catre miserable y la mesa sin desbastar, y se sentó. Apoyó entonces los codos en el mueble y reclinó su rostro sobre las palmas de las manos. Cualquiera hubiera interpretado aquel gesto cansado como una señal de irreversible abatimiento, pero para considerarlo así duró muy poco, apenas un instante. Se frotó suavemente la frente abombada con las yemas de los dedos de la diestra y me dirigió una mirada que pretendía ser alegre.
– No deseo ser descortés -dijo al fin- pero lo que has dicho… Bueno, es igual. ¿Qué te debo, físico?
No despegué los labios. En los últimos años, había tratado docenas, quizá cientos, de enfermos y ni uno solo se había comportado así después de que lo examinara. Podían estar aterrados o alegres, aliviados o hundidos, pero jamás había visto a ninguno que pretendiera aparentar aquella indiferencia. Indiferencia que, por otro lado, me constaba que era falsa.
– Vamos -insistió-. Tengo muchas obligaciones a las que atender. ¿Cuál es el precio de tus servicios?
Sentí un enorme pesar al escucharle. Como en el caso de Vortegirn, no conocía yo el significado completo y cabal de mis palabras, pero no me cabía duda de que tenían una enorme relevancia, precisamente la relevancia que el Regissimus se empeñaba en no concederles. Era como si un hombre a punto de ahogarse, o de verse abrasado en un incendio, o de morir extraviado en un bosque, hubiera recibido la información que hubiera podido salvarle y la desdeñara a sabiendas. Quizá otros se hubieran sentido indignados por aquel comportamiento imprudente, verdaderamente desdichado, del Regissimus. Yo sólo sentía un dolor sordo que me arañaba el alma, y, sí, creo que también sentía compasión hacia él. Sin responder palabra alguna, me di la vuelta y me encaminé a la salida.
– Pero… pero ¿qué haces, puer? -escuché que gritaba un desalentado Betavir-. ¿Adónde vas?
La luz amarilla de un sol adormilado me provocó una punzada profunda en los arcos de los ojos . Me llevé la mano al lugar dolorido y lo froté suavemente trazando pequeños círculos. Luego, parpadeé un poco y esperé a que mis ojos se acostumbraran a la luminosidad de un astro frío y pálido que ahora parecía rabiosamente vigoroso. Sí, a pesar de sus limitaciones, había mucha más luz allí fuera que en la dependencia austera del Regissimus.
Miré hacia el suelo yermo, descendí con cuidado de la plataforma sobre la que estaba elevada la covacha y comencé a caminar en dirección a mi caballo. No hubiera podido explicar por qué, pero no tenía la menor duda de que mi misión en aquel castra había concluido.
Читать дальше