– Bájate, puer -dijo Caius mientras descendía de un salto de su caballo.
Lo hice. No de manera perfecta como mis acompañantes, pero creo que sí bastante decorosa.
– El Regissimus nos espera -señaló Betavir a un par de centinelas que se encontraban en la puerta.
– Tengo que avisar al optio -dijo uno de ellos que hasta ese momento había recibido adormilado los pálidos rayos de un sol tímido y tibio.
– Hazlo, pero no tardes. El Regissimus lleva días aguardando nuestro regreso -le conminó Caius con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas sobre su escaso deseo de esperar.
No tardó. De hecho, al cabo de unos instantes, el legionario regresó flanqueado por un optio bajito y de espaldas anchas.
– Ya era tiempo de que regresarais… -dijo con gesto cansino-. El Regissimus preguntó por vosotros hace dos días.
Caius abrió la boca como si fuera a dar una explicación, pero la cerró inmediatamente. Debió de llegar a la conclusión de que no merecía la pena entretenerse un solo instante con el optio.
– Voy a ver si puede recibiros -añadió.
De nuevo, Caius se mantuvo en silencio aunque estoy convencido de que se hubiera sentido mejor disparando un par de frases sobre el optio.
Apenas tardó en salir con una expresión sombría posada sobre el semblante.
– Podéis pasar -dijo con gesto dubitativo.
Tardé unos instantes en acostumbrarme a la penumbra espesa de la modesta estancia. Sumida totalmente en la oscuridad, la única iluminación que había en su interior era un haz de luz procedente de un ventanuco irregular abierto en el muro de la derecha. Como forma de destrozarse la vista, apenas podía ocurrírseme otra peor porque sólo contaba con esa luz exigua el hombre que había sentado en una mesa escasa situada en el centro.
– Regissimus -dijeron a la vez Caius y Betavir al tiempo que se golpeaban el pecho con el puño derecho.
El hombre alzó la vista de un escrito que sujetaba con las manos. Aunque la luz era mala, pude contemplar con relativa claridad sus facciones. Los ojos , grandes y grises, estaban bordeados por unas bolsas enormes, que recordaban saquetes para llevar dinero. Resaltaban aún más porque el rostro era enjuto y afilado concluyendo en un mechón enhiesto de pelo canoso. No debía ser muy mayor, de eso no me cabía duda, pero daba la impresión de que había envejecido con rapidez, con demasiada rapidez. A decir verdad, era como si los años futuros se hubieran ido ocultando en sus párpados hinchados, conscientes de que nunca serían vividos y ansiosos, sin embargo, por brotar.
-Loquisne linguam latinam? [4] -preguntó.
-Loquor, Regissime [5] -respondí asombrado de su tono de voz .
-Laus Deo! Esne discipulus Blasti? [6]-preguntó. – Verissime [7] -contesté.
Y entonces, con un simple gesto de su mano, el Regissimus me indicó que tomara asiento en un taburete situado frente a su mesa.
Non omnia possumus omnes… sí, no se equivocaba mi venerado Virgilio al afirmar que no todos podemos todo. Tarde o temprano -generalmente, más temprano que tarde- descubrimos que no podemos hacer lo que otros hacen. Tienen más fuerza para levantar piedras que nosotros. Tienen más astucia a la hora de vender que nosotros. Tienen más talento en el aprendizaje que nosotros. Tienen más memoria para recordar lo pasado y lo presente que nosotros. Lo que pueden con el vigor, con la habilidad, con la mente, con el corazón queda fuera de nuestro alcance. Cuando eso sucede hay muchos que deciden negar la realidad y caer en la mentira y en la envidia. No pueden soportar que otro sea más fuerte, más rico, más inteligente, mejor, a fin de cuentas y entonces se apresuran a negar la superioridad del otro o a difundir calumnias sobre él. Dicen que no es tan trabajador, o tan noble, o tan sabio. En el fondo de su corazón saben que lo cierto es lo contrario, pero, aun así, se empeñan en endurecer su corazón frente a la verdad. Sin embargo, existe una manera sabia de contemplar esas situaciones inevitables. Pasa por reconocer que no todos podemos todo y luego, por dar gracias al Sumo Hacedor que tanta variedad creó en la Naturaleza. Tanta que ni siquiera tenemos que envidiar al pez porque puede vivir bajo el agua ni al águila porque recrea su mirada y su corazón con la visión de las montañas más elevadas.
Se han difundido muchos relatos sobre aquella primera entrevista, pero, como en tantas ocasiones, la leyenda ha añadido mucho a la realidad de los hechos. A decir verdad, se trató de un encuentro muy sencillo en un lugar difícilmente más simple.
– He oído hablar de ti… mucho -comenzó a decir el Regissimus mientras depositaba sobre la mesa el texto que había estado leyendo hasta nuestra llegada-. Ignoro si lo que dicen es cierto, pero si tan sólo una parte se corresponde con la verdad quizá podrías sernos de ayuda.
Es muy posible que el Regissimus esperara que comentara sus palabras, pero opté por mantenerme en silencio.
– El pueblo afirma que puedes ver el futuro, que incluso le anunciaste a Vortegirn, mi predecesor, lo que iba a ser su destino -hizo una pausa y apoyando las palmas de las manos en la mesa se incorporó-. También he oído historias sobre tu capacidad prodigiosa para curar las más diversas dolencias.
Se calló mientras su mirada se clavaba en mí a la espera de una respuesta. Sin embargo, yo no sentía el menor deseo de hablar. No, desde luego, sin saber cuáles eran las razones para que me hubiera convocado ante su presencia.
– Eres bastante joven… -dijo acercando su rostro al mío.
– No tanto, Regissime -escuché que decía Caius a mis espaldas-. Ya ha rebasado los treinta.
– ¿Has cumplido ya los treinta años? -preguntó sorprendido el Regissimus.
– Así es -respondí.
– Sin duda, tu vida ha debido ser más tranquila que la mía -comentó el Regissimus- y más desprovista de trabajos. -Conoce filtros… -intervino nuevamente Caius-. Quizá…
– Eques -cortó el Regissimus- cuando desee saber lo que piensas, te lo preguntaré. De momento, me gustaría saber lo que el físico tiene en la cabeza.
Apoyó las manos en la espalda en un gesto repetido miles de veces, se separó un par de pasos de mí y dijo:
– Cuéntame qué sucedió realmente con Vortegirn.
Ahora sé que a la gente le gusta que las narraciones sean elaboradas, acentuando los aspectos más extraños, ocultando la conclusión ansiada hasta el último momento, dando vida a lo que pueden ser aburridos hechos. No me gusta esa manera de contar las cosas porque, en no pocas ocasiones, se halla apenas separada de la falsedad, pero por aquel entonces además ignoraba esa forma peculiar de relatar. Le conté de la manera más breve y sucinta lo que había sucedido. Cómo vivía con mi madre en la iglesia del apóstol Pedro, cómo habían venido a buscarla, cómo supe que regresaría y la esperé a la vera del camino, cómo había regresado incólume tan sólo para que poco tiempo después unos soldados me llevaran ante Vortegirn, cómo había revelado a éste las razones por las que se desplomaba la torre que deseaba edificar y así me había salvado de ser sacrificado por un par de falsos cristianos, y cómo, al final, le había anunciado su próximo final. Cuando concluí mi exposición observé que el Regissimus se acariciaba la barba hirsuta con gesto dubitativo. Muy posiblemente, se resistía a creer lo que acababa de escuchar, pero, al mismo tiempo, quizá pensaba que no había asomo del menor fingimiento ni sombra alguna de exageración en mis palabras.
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