César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Aquellas palabras rezumantes de familiaridad me sorprendieron. ¡Viejo bandido! De mi maestro con seguridad podían decirse muchas cosas y la gratitud debida no me cegaba tanto como para no ser consciente de que algunas no eran agradables, pero tanto como viejo bandido…

– ¡Rata de burdel! -aulló ahora el soldado alto antes de repetir el gesto cordial de su acompañante.

¡Rata de burdel!, repetí yo en voz baja. Pero… pero ¿qué decía aquel loco? Si Blastus era un modelo innegable de pulcra castidad. Nunca había visto que hablara con una mujer a solas e incluso en los casos en que lo hacía ante otros siempre se mantenía a una distancia enorme, tanto que a algunas les obligaba a gritar para que le alcanzaran con la voz… ¿De dónde habían salido aquellas bestias groseras y, sobre todo, de qué se conocían?

Parpadeé sorprendido al comprobar que mi maestro no sólo no los reprendía sino que se entregaba al poco edificante espectáculo de asestarles golpes en el vientre y en los brazos con gestos de una rudeza que jamás había contemplado antes. Pero ¿es que acaso se habían vuelto locos? ¿A qué se debían aquellas manifestaciones de familiaridad desagradable tan impregnadas de poco oculta chabacanería?

Mi sorpresa fue aumentando en los siguientes momentos cuando lanzaron sobre Blastus los epítetos más groseros y éste sello respondió con sonrisas que acabaron subiendo de tono hasta derivar en una carcajada. ¡Blastus riéndose! ¡Y, para remate, a carcajadas! Pero ¿quién era aquella gente?

Como si hubiera adivinado el pensamiento, mi maestro me dirigió la mirada y gritó con un tono de voz excepcionalmente risueño:

– ¡Ven! ¡Ven aquí! Quiero que conozcas a dos héroes.

Dum faciles animi iuvenum, dum mobilis aetas… mientras son jóvenes, su espíritu resulta dócil y su edad moldeable. Eso afirmaba el buen Virgilio y, aunque no gozará de las bendiciones de los bienaventurados, tengo que reconocer que tenía razón y, dado que no conoció la revelación, he de llegar a la conclusión de que se trata de una verdad fácilmente identificable para cualquiera que se limite a aplicar el sentido común a las peripecias de la vida. A lo largo de la mía, he conocido docenas de estúpidos de edad avanzada. Eran idiotas, necios, engreídos, soberbios y, por desgracia, a medida que pasaba el tiempo, los años sólo servían para acentuar tan horribles carencias. En todos y cada uno de los casos -de ello no me cabe duda- se trató de gente a los que no se educó durante su juventud. Se aplaudió su estupidez, se premió su soberbia, se incitó su maldad y los resultados fueron deplorables para ellos y para los que se cruzaron con ellos. En sus primeros años, cuando su corazón era tierno y su espíritu moldeable, hubieran podido ser orientados hacia una vida sabia y fecunda, pero, en lugar de educarles para el esfuerzo, se les alentó hacia el parasitismo y en lugar deformarlos para la incorporación de la sabiduría en su ser, se les estimuló hacia la mera palabrería. Quedaron moldeados, sí, pero para la perdición de ellos y la desgracia de los que con ellos se encontraron.

IV

En los años que llevaba con mi maestro jamás le había visto consumir vino, sidra o cerveza alguna. Como antaño Sansón o Juan el Bautista, a los que el voto de nazireato privó del consumo de ese tipo de bebidas, Blastus era un abstemio total. Y ahora, como por ensalmo, sobre la mesa habían empezado a aparecer recipientes con las más diversas bebidas fermentadas. Había, si no recuerdo mal, de seis o siete clases. Oscuras y claras, turbias y espumosas, de textura suave y de aspecto áspero. Pero ¿de dónde había salido todo aquello? ¿De dónde? Y si sorprendente era la bebida no lo resultaba menos el yantar. Aunque ése sí sabía de dónde procedía. De las alforjas de los recién llegados. Una pierna de cerdo rebozada sobre la que comenzaron a verter miel hasta que chorreó pringosa y amarilla, trozos y trozos de tasajo rojizo, una masa viscosa que nunca antes había visto y un tarrito que colocaron encima de la mesa con grandes alharacas y que destaparon esparciendo un olor apestoso por toda la estancia.

– Dios santo… -dijo Blastus- pero… pero sí es garum…

Una carcajada coreó su sorpresa mientras el legionario de la cabeza rasurada, el que respondía al nombre de Caius, daba un codazo a su acompañante.

– Garum… -repitió mi maestro mientras se acercaba la nauseabunda sustancia hasta la nariz-. El aroma de la vieja Roma…

Fue escuchar aquellas palabras y decirme que si así olía Roma debía ser una ciudad verdaderamente asquerosa. A decir verdad, aquella fetidez insoportable era peor que la de los excrementos humanos y parecía agarrarse a las ventanas de la nariz en un empeño por provocar la arcada.

– ¿Cuándo la visteis por última vez? -preguntó Blastus con los ojos cerrados y sin apartar aquel maloliente tarro de su rostro.

Una nube descendió sobre las caras de Caius y Betavir ensombreciéndolas. Sin duda, mi maestro les había dicho algo que les provocaba un enorme pesar.

– Hace cosa de un año -respondió al final Caius.

– Fuimos en busca de refuerzos… -añadió Betavir.

– Y no los conseguisteis, claro -concluyó Blastus.

– Roma, querido amigo, es apenas una sombra de la ciudad que conocimos -continuó Caius con el rostro casi contraído por un dolor cuya causa no acertaba yo a adivinar.

– Sí -confirmó Betavir-. A decir verdad creo que nunca se repuso de la invasión de los vándalos en el año 455 de nuestro Señor. Arrasaron todo. Saquearon lo que quisieron. Mataron y violaron por doquier.

– Ni siquiera respetaron las iglesias… -dijo Caius.

– Eso fue un castigo de Dios -intervino airado Betavir-. Si ni sus mismos representantes en la tierra se comportan como deben…

– ¿Qué quieres decir? -indagó sorprendido Blastus.

– Mira, aquello se ha corrompido mucho -respondió el legionario alto con gesto de amargura-. Antes uno podía acudir a una iglesia para encontrar consuelo, para escuchar el Evangelio, para hablar con Dios. Se entraba en esos recintos y… bueno, sentías paz. Sí, eso es. Sentías paz, ese tipo de paz que en las legiones no podemos conseguir.

– ¿Y ya no sucede eso? -preguntó Blastus con la incredulidad pintada en el rostro.

– No puedes ni imaginarte cómo están las cosas -respondió Caius apesadumbrado-. Hay locos que afirman que los hombres son buenos por naturaleza. ¡Buenos por naturaleza! ¡Qué estupidez!

– Una estupidez peligrosa además -remachó Betavir-. Cuando los barbari asaltaron nuestras fronteras, en lugar de defenderlas, ah, no, ni hablar, que arrasen todo… cuando los ladrones y los asesinos merodean por los caminos, en lugar de castigarlos, ah, no, lejos de eso, que satisfagan su hambre… No te costará darte cuenta de que la península Itálica es la parte más insegura del imperio en estos momentos. Hay gente que está tan preocupada por no hacer daño a los canallas, que se despreocupa totalmente por los infelices que trabajan y sudan y mantienen en pie todo el edificio del imperio.

Observé que Blastus se llevaba pensativo la mano izquierda a la barba y se la tironeaba con inquietud.

– ¿Estáis seguros de que no exageráis? -preguntó consternado.

– No exageramos lo más mínimo -respondió Caius moviendo la cabeza en un gesto de tristísima resignación-. No recibiremos ayuda de Roma. No llegará jamás porque el imperio se desmorona.

– ¡El imperio no se puede desmoronar! -cortó Blastus dando un puñetazo sobre la mesa con tanta violencia que estuvo a punto de lanzar la oronda pierna del cerdo contra el suelo.

Los dos legionarios guardaron silencio e intercambiaron una mirada que parecía clamar a gritos: «Ya te lo dije».

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