César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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– Creo que sí…

Se dedicaba Blastus a este tipo de enseñanza el día del Señor, el primer día de la semana y ese aliciente, aún más que el del ansiado descanso, lo convertía en una jornada especialmente grata para mí. Porque durante un tiempo que, creo, no fue muy largo me moví en medio de sus enseñanzas sagradas como un ciego al que un muchacho debe guiar para que no tropiece, pero, de repente, de forma totalmente inesperada, comencé a comprender todo con una claridad meridiana. Como si la luz más limpia hubiera penetrado profundamente en las oscuras habitaciones de mi corazón, caí en la cuenta de que ya no sólo escuchaba sino que preguntaba e incluso discutía. Recuerdo a la perfección una tarde de domingo lluviosa y fría en que Blastus y yo conversábamos acerca de un pasaje del libro que los judíos denominan Qohelet y los cristianos, Eclesiastés. Recordar el agua que golpeaba furiosamente contra los muros tiene cierto mérito, pero en lo que se refiere al frío… Bueno, Blastus es taba sometido siempre al frío de una manera tan intensa que hubiérase dicho que lo rodeaba una nubecilla gélida. Necesitaba aquel aliento helado en torno de él de la misma manera que las plantas precisan del agua. Aquel domingo helado el pasaje que estábamos estudiando parecía -no, no parecía, era- muy enrevesado. Y, de repente, fue como si una saeta luminosa y veloz atravesara la estancia y se clavara en las líneas que estaba comentando con mi maestro. Comprendí todo. Entendí todo. Capté todo y en los términos más sencillos le dije a Blastus lo que me parecía evidente y hasta obvio.

Mi maestro me escuchó con atención. Siempre lo hacía así, a decir verdad, pero ahora sé que, por primera vez, no oía mis palabras a la espera de descubrir en ellas una imperdonable equivocación que había que corregir. Todo lo contrario. Estaba escuchando para comprender, incluso… sí, incluso para aprender.

Cuando terminé mi exposición -fue muy breve, de eso estoy seguro- Blastus colocó su diestra de palma ancha y dedos cortos sobre mi mano y dijo:

– Lo que voy a decirte es muy importante y conviene que no lo olvides nunca. Existen varios niveles de conocimiento. Primero, está el natural. Deriva del simple hecho de que Dios nos creó a Su imagen y semejanza. Por eso, lo puede tener un pagano si evita que las tinieblas de la ignorancia y de la mentira cieguen su corazón. No sólo eso. Si se esfuerza por ver la luz que ilumina su interior invisiblemente llegará con seguridad a captar muchas verdades importantes cuyo valor es eterno.

Hizo una pausa y yo intenté aprovecharlos soplándome los dedos ateridos sin que se percatara. Blastus veneraba tanto el frío que le molestaba profundamente que otros no pudieran entender su devoción por aquellas gélidas temperaturas.

– Después -prosiguió mi maestro- viene el conocimiento revelado. Ése procede de una comunicación directa de Dios. Lo poseen en parte los judíos y de manera más completa nosotros porque hemos aceptado a Jesús como el mesías, el Cristo, que es Hijo de Dios y nos ha revelado muchas cosas sobre Dios Padre que nunca hubiéramos podido conocer por nuestros medios. Pero… pero existe un tercer tipo de conocimiento.

Hizo una pausa, retiró la mano y se echó hacia atrás mientras en sus pupilas oscuras se agudizaba aquella expresión que no lograba descifrar.

– Ese conocimiento -prosiguió ahora con un tono de voz grave- no se puede obtener con el esfuerzo personal. No es cuestión de leer, de trabajar, de luchar con textos y textos. No. Es algo… algo muy diferente. Se trata de un conocimiento limitado, pero muy importante. Únicamente Dios puede darlo y además sólo se lo concede a algunos. Estoy hablando del conocimiento profético.

– ¿Te refieres, domine, a que pueden ver en el porvenir? -indagué desconcertado mientras me percataba de que con el frío ya no sentía los pies.

– En ocasiones, sí -respondió Blastus que parecía no percatarse lo más mínimo de la humedad helada que inundaba la habitación como si se tratara de un diluvio semisólido- pero eso no es lo más importante. El Príncipe de las Tinieblas, el señor de las potestades del aire, también puede impulsar a adivinos y, de hecho, lo hace valiéndose del poder maligno que tiene desde su caída. No, querido… amigo, no es eso lo más importante.

No pude reprimir un escalofrío pero esta vez no se debió a la destemplada temperatura. Estaba más bien relacionado con el hecho de que Blastus no me había denominado discípulo o puer sino amigo. ¿Se había equivocado o quería indicarme algo?

– Lo verdaderamente relevante es que las personas a las que Dios les concede ese don pueden, no siempre, no a voluntad, no según su gusto, pero sí cuando Él lo desea y dispone, ver las cosas exactamente como Él las contempla.

No estaba seguro de entender lo que me estaba diciendo mi maestro. ¿Qué significaba ver las cosas exactamente como Dios las ve?

– Sé que no es fácil entender lo que te estoy diciendo -dijo Blastus como si acabara de leer mis pensamientos- pero resulta esencial que lo entiendas. Para ayudarte a comprender, piensa en los ejemplos que aparecen en las Escrituras. En la época del profeta Amós, por ejemplo, el reino de Israel se complacía en su prosperidad material y pensaba que duraría para siempre, pero el profeta…

– … el profeta -reflexioné en voz alta- captó que vivían de una manera totalmente impía y apartada de Dios y que, por lo tanto, serían objeto de Su juicio.

– Exacto -dijo Blastus con el rostro bañado por la luz de la satisfacción- y en la de Elías…

– El perverso rey Ajab había decidido aliarse con los paganos y el pueblo se complacía pensando que aquello les proporcionaría la paz, pero Dios castigó a Israel enviándole una sequía como no habían conocido hasta entonces.

– Exacto -repitió Blastus todavía más feliz- y en la de Isaías…

– En la de Isaías -proseguí contagiado por su satisfacción- el profeta indicó que aunque el pueblo creía saber, perecería por su falta de conocimiento.

– Y aunque se aliaran con los paganos…

– Aunque se aliaran con los paganos, si no creían en el único Dios verdadero, no podrían permanecer.

– Sí -dijo Blastus con una dicha que rozaba el entusiasmo-. Yo no estaba equivocado. ¡No lo estaba! Entiendes a la perfección lo que deseaba decirte. Ése es el tercer tipo de conocimiento… Ése es el conocimiento especial que Dios ha decidido darte.

A pesar del frío tremendo, nada más escuchar aquellas palabras, se enroscó a mis orejas un calor insoportable, tanto que sentí que ardían como un trozo de leña. Abrí la boca una, dos, tres veces, sin lograr pronunciar una sola palabra. ¿Qué estaba diciendo Blastus? ¿Le había escuchado bien?

– También en la época de otro gobernante, un gobernante llamado Vortegirn…

– No -dije con un hilo de voz-. No… yo no…

– Por supuesto que sí, hijo, por supuesto que sí -cortó dulcemente Blastus.

Hizo una pausa y dijo:

– Debes estar helándote con este frío. Quizá deberíamos encender el fuego.

Ante mi perpleja mirada, Blastus interrumpió la conversación y se dedicó a quebrar algunas ramitas con las que alimentó una fogata diminuta, diminuta sí, pero que me pareció tan cariñosamente entrañable como el abrazo de una madre. Examinó con cuidado la manera en que las llamitas negruzcas se esforzaban por lamer los pedazos de leña y acababan transformándose en lenguas rojas y entonces, con una sonrisa, se volvió hacia mí y dijo:

– Tu destino, el destino que te ha marcado la Providencia, no es fácil. A decir verdad, es uno de los más duros y difíciles que se pueden vivir. La mayoría de la gente no te entenderá e incluso se sentirá molesta con tus palabras; los gobernantes te odiarán porque dejarás de manifiesto que sus corazones no son siempre limpios y los hombres de Dios, bueno, que dicen representar a Dios… ésos pueden llegar a ser los peores. Los que verdaderamente busquen Su voluntad acabarán reconociendo tarde o temprano que tus palabras son un rayo de luz, pero los que sólo se escudan en Dios para medrar te odiarán y querrán acabar contigo.

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