César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Naturalmente, eso era lo que él creía -o quería creer- porque la realidad era muy diferente. Los britanni ansiaban que todo aquello terminara y sentían una profunda repugnancia por todos aquellos comportamientos. De hecho, no puede causar ninguna sorpresa que cuando Aurelius Ambrosius desembarcó todo aquello quedara de manifiesto.

Durante años, los cristianos que no aceptaban a gente como Roderick Maximus, a la vez que guardaban silencio, se habían mantenido casi ocultos. Sospecho que quizá ésa era la razón por la que nos toleraban. Un grupo de mujeres acogido en las dependencias de una iglesia diminuta como la del apóstol Pedro era el ideal de Vortegirn. Siempre podía decir que no perseguía a los verdaderos creyentes y, a la vez, colocarlos entre la espada y la pared. Pero ahora alguien había difundido la noticia de que un niño le había profetizado su inmediato final y en unas horas Aurelius Ambrosius había aparecido. En apenas unos días, milites salidos de los lugares más insólitos reconocieron al recién llegado como Regissimus y comenzó la revuelta, una revuelta que sorprendió a Vortegirn. Sin embargo, en aquel entonces, nada más regresar del castra de Regissimus, ignorábamos todo lo que estaba a punto de suceder y, aunque lo hubiéramos sabido, en cualquier caso, mis preocupaciones eran por aquel entonces muy diferentes.

Cuando llegamos a la iglesia del apóstol Pedro, nos encontramos a todos los miembros de la aldea congregados en su interior. No se trataba, desde luego, de una reunión habitual. El presbítero no hablaba en latín, sino en la lengua de los britanni, y me pareció que lo hacía en un tono preocupado, abatido incluso. Me hubiera gustado saber a qué se estaba refiriendo, pero una de las mujeres presentes captó nuestra llegada, dio un grito y aquello significó el final de la reunión. Como si fueran animales de corral a los que se arroja comida, se dirigieron cloqueando hacia nosotros.

Recuerdo que nos cubrieron de besos, de palmaditas, de abrazos y, sobre todo, de un torrente inagotable de palabras que recayó, cálido e impetuoso, sobre nosotros. Resultaba todo muy confuso, pero aun así pude captar que le estaban más que agradecidos al Altísimo porque hubiéramos podido regresar a salvo. Poco más recuerdo de aquella noche, salvo un inmenso tazón de leche caliente y haberme dormido exhausto, pero feliz.

Cuando desperté a la mañana siguiente, descubrí que mi madre se encontraba al lado de la cama y charlaba en voz baja con el presbítero. Ambas circunstancias resultaban de lo más inesperado. Primero, porque yo dormía siempre con el resto de los muchachos acogidos en la iglesia del apóstol Pedro mientras que mi madre lo hacía con las demás mujeres dedicadas a Dios y, segundo, porque el presbítero jamás entraba en los dormitorios. ¿Qué hacían junto a mi lecho visitantes tan inesperados? Fingí seguir dormido y agucé el oído para enterarme de lo que estaban hablando.

– Hazme caso, mujer -decía el presbítero pronunciando cada palabra como si la masticara y, acto seguido, la escupiera-. Tu hijo sigue en peligro… Debe abandonar la iglesia del apóstol Pedro.

– Pero… pero nos dejó ir…

– ¡Oh, vamos! ¡VAMOS! -exclamó el hombre a la vez que con un gesto de la mano imponía silencio a mi madre-. Aurelius Ambrosius está a punto de desembarcar en Britannia si es que no lo ha hecho ya. Cuando eso suceda, Vortegirn se sentirá más indignado que nunca e intentará calmar su cólera con cualquiera…

– Pero… pero nos permitió marcharnos… -protestó mi madre en voz baja.

– Precisamente, precisamente. Conozco a gente como Maximus o Roderick. Pueden parecer derrotados, pero nunca se dan por vencidos. Pedirán perdón por todos sus crímenes cuando Vortegirn pierda el poder, pero nunca perdonarán al niño. En cualquier momento, enviarán a milites en su busca y entonces todo será muy diferente. No tendrá la menor posibilidad de que lo escuche el Regissimus o un juez como sucedió contigo. Lo degollarán sin más. Eso si no le hacen algo peor…

Mi madre inclinó la cabeza y guardó silencio por un instante. Por la manera en que le subía y le bajaba el pecho, me percaté de que contenía las lágrimas a duras penas.

– ¿Qué pretendes que haga? -preguntó al fin.

– El muchacho es bueno, es aplicado, casi me atrevería a decir que tiene una especial agudeza. Aquí… bueno, ya ha aprendido todo lo que puedo enseñarle…

Me cogió por sorpresa aquella afirmación. ¿Era posible que el presbítero no supiera más allá de lo que habíamos visto en sus clases? No podía creerlo…

– ¿Qué he de hacer? -volvió a indagar mi madre con la voz aún más cargada de angustia.

– Llevar al niño al norte -respondió y yo sentí un peso insoportable en la boca del estómago.

– Al norte… -dijo mi madre con una voz mortecina que no preguntaba sino que simplemente era un eco.

El presbítero asintió con la cabeza.

– ¿Por qué crees que los hombres del Regissimus no perseguirán a mi hijo hasta allí? -preguntó-. Lo más seguro es que busquen en cualquier iglesia, conventículo, ermita…

– Porque no irá a ninguno de esos sitios -cortó el presbítero-. Sería… sería muy peligroso… en eso tienes razón. Lo llevaré con un amigo mío. Se trata de un sabio, de un erudito, de un hombre que le enseñará mucho más de lo que yo podría.

Hizo una pausa y, con un tono seco que me pareció insoportablemente severo, dijo:

– No quiero ocultarte que es posible que nunca vuelvas a ver al muchacho.

Hizo una pausa como si esperara que mi madre pronunciara alguna objeción, pero la verdad es que no dijo ni una sola palabra.

– No es sólo cuestión de que esté a salvo -continuó el hombre-. Naturalmente, eso es muy importante, pero hay muchas más cosas. También se trata de que… oh, mujer, ¿acaso no lo entiendes? Tu hijo tiene un don. Es un don muy especial, un don que ningún hombre puede otorgar, porque sólo Dios lo concede y eso únicamente a algunos elegidos.

Reconozco que me sentí confuso al escuchar aquellas palabras. ¿A qué se estaba refiriendo el presbítero? ¿Qué era, exactamente, un don? ¿Y cuál era el mío? Me devanaba los sesos, pero no conseguía entender nada.

– Por eso, resulta urgente que sea puesto a salvo -continuó-. Sé que te duele, pero… no queda otro remedio y, bueno, no sabemos… quizá…

Un silencio pesado, espeso, agobiante invadió la salita donde fingía dormir, y mi madre y un presbítero intentaban adoptar una decisión sobre mi futuro.

– Está bien… -dijo mi madre y aunque su voz resultó apenas audible no tengo la menor duda de que aquellas palabras le resultaron más costosas que si hubiera pronunciado un elaborado discurso.

Un golpe de aire, expulsado por el presbítero con la misma fuerza que si lo hubiera contenido durante horas, corroboró la pertinencia total de aquellas palabras.

– ¿Lo despierto?

– No… -dijo el presbítero- creo que es mejor que lo dejes reposar un poco. El camino va a ser muy largo. Mucho más de lo que te imaginas.

Felix qui potuit rerum cognoscere causas… sí, tenía toda la razón el autor de las Églogas. Es dichoso el que conoce las causas de las cosas. Con toda seguridad, ese conocimiento no le libra de muchos de los efectos terribles de la existencia, pero si se sabe el origen de lo que vivimos, parece como si todo cobrara un sentido, como si todo poseyera una coherencia, como si todo estuviera dotado de una armonía quizá dolorosa, pero innegable. ¿Y qué sucede con el que ignora las causas? ¿Qué pasa con el que no logra comprender la razón de su enfermedad, de la muerte de un ser querido, de su desdicha, de su pobreza, de su soledad? Para algunos, esa circunstancia no tarda en convertirse en la puerta que conduce al odio y a la desesperación, a la envidia y a la búsqueda de algún inocente al que culpar de lo que nos sucede. Sin embargo, para otros, para los que creen sinceramente que el Sumo Hacedor sujeta de manera irreal las riendas de nuestra existencia, se trata únicamente,le otra oportunidad para ejercitar la fe. Es el momento -o la sucesión de momentos- en que pueden decirse, la vida me ha asestado un gol pe y resulta tan severo que desharía a cualquiera. Sin embargo, yo sé -sí, lo se- que es por mi bien y que de él sólo se derivará, si sé verlo, el bien porque el Bien Absoluto así lo ha dispuesto. Feliz sí el que anote las causas. Aún más feliz el que sin conocerlas sigue adelante apoyado en el Salvador.

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