César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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II

– ¿Estás seguro?

Levanté la mirada del trozo de madera gastada cubierto de signos irregulares trazados con tiza. Sí. La verdad era que sí, que n o tenía duda alguna.

Mi maestro sonrió. Se trataba de una sonrisa satisfecha, amplia, serena, la que produce la enorme alegría de ver a un alumno aprovechado, a uno de esos discípulos que justifican toda tina vida de docencia. Pero no se quiso permitir aquella pequeña debilidad. Borró de golpe el gesto benevolente que colgaba de sus labios y dijo:

-Extremum hunc, mihi concede laborem: pauca mihi sunt dicenda. [2]

Reconocí inmediatamente la manera en que había adaptado el inicio de la décima Égloga de Virgilio. Sin duda, se trataba de una manera elegante de pedirme que continuáramos un poco más la tarea de traducir de la lengua de Cicerón.

-Volo certe [3] -respondí.

Esta vez le resultó más fácil ocultar su innegable satisfacción. Bastó con que se inclinara sobre el texto que tenía ante los ojos y me instara a seguir traduciendo. Aunque era duro a decir verdad, muy duro-, aunque el frío era realmente espantoso, aunque la comida dejaba mucho que desear y aunque difícilmente hubiéramos podido estar más incómodos en aquel lugar gélido y húmedo, sentía mucho afecto por Blastus, mi maestro. Desde luego, cuando abandoné con el presbítero la iglesia del apóstol Pedro no podía sospechar que nadie fuera capaz de abrigar en su interior tanta sabiduría. Por aquel entonces, yo sabía leer y escribir, y también podía hacer algunas cuentas, e incluso conocía los rudimentos de latín, la lengua de Roma y de nuestra iglesia, pero ¿cómo hubiera podido imaginar lo que me faltaba por aprender?

Mientras surcábamos prados sin cultivar, bosques espesos y arroyos helados, por mi corazón fueron pasando las más diversas imágenes sobre cómo sería mi futuro mentor. Lo mismo lo imaginaba como un anciano alto y fuerte de luengas barbas blancas, que se me antojaba que tendría que ser un personaje calvo y redondo. Lo mismo pensaba en alguien vestido con atavíos humildes semejantes a los del presbítero, como me lo sospechaba dotado de indumentarias casi lujosas como las que había visto que llevaban Roderick y Maximus cuando estuve con mi madre en el castra de Regissimus. ¿Se trataría de un presbítero como el que se ocupaba de la iglesia del apóstol Pedro o, por el contrario, de algún maestro de la corte? ¿Íbamos hacia una aldea tranquila y modesta como la que acabábamos de abandonar o, más bien, nos encaminábamos a un castra como el del rey Vortegirn? Todas esas preguntas y muchas más se agolpaban en el interior de mi corazón arremolinándose y excitando mi mente para que imaginara las cosas más diversas. No me atreví a formular ninguna pregunta a mi guía y tampoco él me informó de nada. Creo que fue mejor así porque, ocupado en adivinar, no dediqué mucho tiempo a pensar en la madre que quedaba detrás de mí. Tan sólo cuando, por la noche, buscábamos un sueño indispensable que reparara nuestras fatigas me venía a la cabeza su imagen, pálida y llorosa, en el momento de despedirnos.

No tengo una idea muy clara del tiempo que nos llevó aquel viaje. Pienso que no fue menos de cuatro días, pero no podría asegurarlo con total certeza. Sí puedo decir que resultó agotador porque el presbítero caminaba a una velocidad excesiva para mí y ni aminoraba su marcha ni se detenía por muy cansado que yo pudiera estar. A decir verdad, parecía aprovechar su mayor rapidez y así, cuando el sol excepcionalmente nos agobiaba, apretaba el paso para alcanzar la sombra de algún árbol donde esperaba a que yo llegara. Sin embargo, en ese momento, en lugar de concederme que yo pudiera disfrutar también del descanso, emprendía de nuevo la marcha conmigo jadeando en pos de él. No era, ciertamente, muy considerado para conmigo, pero quiero creer que actuaba así por mi bien.

Quedé un tanto desilusionado -lo reconozco- al ver a Blastus. Acostumbrado a lugares más amplios como la iglesia o el dormitorio donde descansaba con otros niños, la cabaña en la que vivía el que iba a ser mi preceptor me pareció minúscula. Aunque, quizá no fue la pequeñez lo que más me llamó la atención, sino la forma en que estaba totalmente atestada de recipientes, escritos y libros. Era difícil caminar por en medio de aquel recinto sin tirar algo al suelo y rayaba lo imposible el poder realizar las labores domésticas como traer agua o cocinar sin causar algún estropicio de mayor o menor envergadura.

Con todo, lo que más me desilusionó fue el aspecto del preceptor. Era un hombre de estatura reducida, delgado, de barba pobre en aquel entonces. Se encontraba lejos, por lo tanto, de la presencia imponente que yo hubiera esperado. Pero más curiosa resultaba su manera de hablar. Se llevaba frecuentemente las manos a las sienes como si deseara sujetarse el cabello, alzaba la barbilla para lanzar alguna orden o insistir en una enseñanza y caminaba de una manera extraña que nunca antes me había sido dado contemplar. Si me hubiera fijado tan sólo en la apariencia externa -y así fue durante algunos días- el pesar más absoluto se hubiera apoderado de mí. Sin embargo, no tardé mucho en percatarme de que tras su comportamiento áspero, tras su habla cortante y tras sus aseveraciones rudas y directas, Blastus encerraba una gran sabiduría que pronto ansié que me transmitiera.

Ahora acababa de cerrar el texto de Virgilio y, al respirar hondo, me había comunicado que pasábamos a otra parte de nuestras clases. El problema es que no resultaba fácil saber por dónde querría llevarme.

– Peer -dijo-. Pasemos al arte de curar. Lo último que estudiamos fue la división que Dioscórides hace de las cañas…

Le escuché sin decir una palabra. Sí, recordaba aquella clase. A ver por dónde salía ahora.

– Las cañas… -repitió con un ligero tono de impaciencia.

– ¿Las… cañas?

La mirada que me lanzó Blastus era una mezcla de «¿Eres tonto?» «¿Estás sordo?» y «¿Te burlas de mí?» en un solo gesto. Tragué saliva y respondí sin lograr, por mucho que lo deseaba, que el miedo me abandonara el cuerpo.

– De las cañas, una se llama compacta y con ella se hacen las flechas. Hay otra que recibe el nombre de hembra y con ella se elaboran las lengüetas para las flautas. Luego existe otra que es gruesa y tiene nudos apretados y se usa para escribir…

– ¿Eso es todo? -indagó con voz irritada Blastus.

– No -respondí acompañando mis palabras de un gesto de cabeza-. Además está la caña que nace junto a los ríos y otra blanquecina, delgada, que sirve para curar.

– Vamos a detenernos en ésa -dijo mi maestro- pero antes dime los nombres de cada una de las cañas.

Respiré hondo. El latín era mi lengua madre de la misma manera que el britannus. Incluso prefería aquél porque poseía una estructura especialmente adecuada para transmitir conocimientos y ordenar el pensamiento. Pensar en latín constituía una gimnasia de la mente que me permitía asimilar mejor cualquiera de las enseñanzas ineludibles que me dispensaba mi maestro. Sin embargo, a pesar de todo, seguía teniendo una considerable dificultad para asimilar el griego. No era un problema de su gramática que, a decir verdad, era más sencilla que la latina, con conjugaciones más simples y un número más reducido de declinaciones. Se trataba de una cuestión de vocabulario. El griego no se parecía a ningún idioma que yo hubiera escuchado antes y memorizar sus términos más simples me exigía un esfuerzo especial. Por supuesto, mi maestro había reparado en ello y, vez tras vez, hurgaba en la herida como si encontrara un placer especial en ello.

– La compacta -comencé a decir atemorizado- se llama nastós. La utilizada para las flautas recibe el nombre de zelys. La que sirve para escribir es la syringuia… la… la que nace junto a los ríos es denominada donax y la curativa… la curativa es la fragmites.

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