César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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El agua corría limpia colina abajo como si nunca hubiera estado encerrada bajo tierra y en su discurrir parecía atrapada la mirada inmensamente triste de Vortegirn y entonces fue cuando la vi. Era muy hermosa, extraordinariamente hermosa, increíblemente hermosa. Sin duda, lo era más que mi madre y que cualquier otra mujer a la que hubiera podido observar con anterioridad. Su cabello, suavemente rubio, aparecía recogido en rutilantes rodetes pegados a sus sienes; su rostro era incluso más blanco que el de mi madre; sus ojos presentaban una tonalidad azul cuyo paralelo en la Naturaleza hubiera sido incapaz de encontrar y el resto… su nariz, sus labios, sus orejas me parecieron de una perfección extrema, tan extrema que daba la sensación de hallarse situada en algún punto más allá de lo humano. Nadie me lo dijo, pero supe al instante que aquella mujer incomparable sólo podía ser la esposa del Regissimus.

Se acercó a Vortegirn y asió con su diestra su brazo izquierdo. Entonces pareció que el Regissimus despertaba sobresaltado de un sueño tejido por la culpa y el desasosiego.

– La fortaleza se caía por el agua… -musitó sin que pueda asegurar si se lo decía a la reina o sólo pensaba en voz alta.

– ¿Maximus y Roderick estaban equivocados? -preguntó la mujer con una frialdad absoluta, como si simplemente hubiera dicho algo como «¿crees que puede llover?» o «¿debería ponerme más ropa por el viento?».

Pero Vortegirn no respondió. Se desasió de la mano de la bárbara y dio unos pasos hacia mí. Al llegar a donde me encontraba, dobló las piernas hasta que su mirada quedó a la altura de la mía.

– ¿Qué pasará ahora? -me preguntó y en sus pupilas pude distinguir un océano de pesadumbre y derrota.

Han pasado muchos años desde aquel día y, sin embargo, al recordar los ojos de Vortegirn no puedo evitar una sensación extraña en la boca del estómago. Así me sucede no sólo porque se trataba de un hombre singular en una situación excepcional, sino, sobre todo, porque fue la primera vez que aquello me pasó. De manera totalmente inesperada, sentí un calor especial que me invadía y algo que desataba mi lengua y comenzaba a hablar sin que yo lo pretendiera o supiera muy bien lo que estaba diciendo.

– Tú, oh domine -comencé a decir- has invitado a los sajones a venir a esta tierra y esos paganos se han comportado con tu pueblo, el pueblo al que debías proteger, como si fueran un dragón. Las montañas y los valles se nivelarán y los ríos que corren por los valles lo harán empapados en sangre y la práctica de la religión verdadera declinará y aumentará la destrucción de las iglesias, pero, al final, uno que fue expulsado regresará y se enfrentará con los invasores.

Mi madre me dijo después que al escuchar aquellas palabras el rostro de la mujer del Regissimus se había contraído en una terrible mueca de odio y que Maximus y Roderick me habían mirado, primero, con sorpresa y luego con un gesto de refrenada maldad. Pero eso lo sé porque así me lo refirió mi madre va que yo estaba totalmente absorto en la transmisión de aquel mensaje que pronunciaba mi boca, pero que procedía de algún lugar externo a mi ser.

– ¿Qué será de mí? -indagó Vortegirn con un tono de voz que era más de rendición que de temor.

– No conservarás lo que ahora tienes, oh domine -le respondí-. Dios va a ejecutar Su juicio sobre ti.

Al parecer, según me contaría mi madre, Maximus y Roderik se entregaron a realizar aspavientos en señal de escándalo protesta al escuchar esas palabras. A la sazón, yo no veía nada más allá del rostro de Vortegirn e incluso éste carecía de importancia para mí poseído como estaba de aquella fuerza que me impulsaba, suave pero firmemente, a pronunciar mi mensaje.

– ¿No tengo salida alguna? -me preguntó un Vortegirn cansado que parecía haber envejecido décadas en tan sólo unos instantes.

– Durante años Dios te ha dado la oportunidad de arrepentirte, de regresar a los caminos que abandonaste en tu juventud, de enmendar tus acciones -respondí- pero no has hecho caso. Ahora tu tiempo, oh domine, ha concluido.

– Rex -gritó Roderick aplicando a Vortegirn un término latino que a nadie era lícito aplicar-, ordena que se ejecute a este niño. Lo que dice es intolerable. Es alta traición.

– Que lo sacrifiquen -añadió Maximus-. Que lo sacrifiquen.

Sin moverse de la posición en que se encontraba, Vortegirn alzó la mano derecha para imponer silencio a sus siervos.

– Nadie hará daño a este niño -comenzó a decir con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas-. Ni a su madre. Se les proporcionarán vituallas suficientes para que regresen sanos y salvos a su aldea. Ahora mismo.

Y entonces todo sucedió muy deprisa. Antes de que pudiera percatarme bien de lo que estaba sucediendo, me encontraba de nuevo en el camino con mi madre.

A decir verdad, no se puede negar que todo había acontecido de la mejor manera. Habíamos salido de la iglesia sin saber lo que nos esperaba aunque temiendo cualquier cosa. Luego nos habíamos enterado de que un presbítero llamado Maximus y un diácono de nombre Roderick habían aconsejado al Regissimus que sacrificara a un niño sin padre para evitar que se desplomara por enésima vez una torre que estaba construyendo. A Dios gracias, de todos aquellos peligros nos habíamos salvado. Si la fortaleza no podía mantenerse en pie era porque, por debajo del terreno en el que Vortegirn deseaba levantarla corría un arroyo. Aquellos apóstatas habían señalado el problema, pero habían sido incapaces de solucionarlo. A decir verdad, el remedio propugnado por ellos había sido injusto, sanguinario y, para remate, ineficaz. Ahora si algo había quedado de manifiesto era que cuando desecaran la zona no restaría obstáculo alguno para llevar a cabo los deseos de Vortegirn. Supongo que después de que todo hubo quedado de manifiesto, se podía haber acusado a Maximus y a Roderick de ser unos sucios embusteros, y de que no les había importado sacrificar a una criatura para conseguir sus propósitos y de que, a pesar de su profesión de fe cristiana, en realidad, no eran sino siervos de una religión antigua y rancia que había causado la desgracia de Britannia durante siglos. Pero ni mi madre ni yo lo hicimos. Quizá se debió a que nos sentíamos extraordinariamente felices por haber sobrevivido; quizá era que le dábamos tan poca importancia a aquellos dos impostores que no nos molestamos en exponerlos a un castigo que hubiera sido justo; quizá tan sólo asistí a una muestra más de la fe de mi madre, una fe que se sustentaba en la justicia, pero que también sabía perdonar. Y, a fin de cuentas, ¿qué más daba? Yo sabía que no perdurarían mucho tiempo.

Nos hallábamos ya muy cerca de la aldea cuando formulé a i ni madre una pregunta que venía picándome casi desde el momento en que habíamos abandonado la ciudad de Vortegirn.

– Madre -comencé a decir-. Todo ha sido como lo de Moisés y los magos del rey de Egipto, ¿verdad?

Mi madre reprimió una sonrisa al escuchar la pregunta.

– Nunca deberías compararte con gente del pasado -comenzó a decirme-. Hacerlo sólo puede conducirte a la soberbia o al desánimo. A la soberbia porque podrías llegar a pensar (pie eres mejor que ellos y al desánimo si no alcanzas a igualar lo que hicieron. ¿Comprendes?

– Creo que sí -contesté- pero ¿fue como lo de Moisés o no?

Mi madre no respondió. Se limitó a guardar silencio durante unos instantes y entonces nuevamente se dirigió a mí:

– ¿De dónde sacaste lo que le dijiste al Regissimus?

– No… creo que… bueno, no lo sé, madre. La verdad es que no lo sé. Fue como si… como si algo en mi interior hablara por mí…

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