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César Vidal: Artorius

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César Vidal Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius. A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas. Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna. Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Ahora ha pasado mucho tiempo y no tengo duda alguna de que existe algo de diabólico en todo poder humano. La prueba está en cómo la mayoría se siente hipnotizada ante su presencia. Un hombre pequeño, feo y débil es contemplado como un varón adornado de las mayores virtudes. Las mujeres lo encuentran hermoso, los clérigos lo ven piadoso y los campesinos se inclinan ante su presencia admirable. Y lo hacen de corazón, convencidos, sin sombra de duda en sus almas. Sin embargo, no por eso deja de tener un aspecto deplorable que, si se tratara de un artesano o un labrador, sólo provocaría desprecio. ¿Puede alguien discutir que esa transformación ante los ojos humanos únicamente es capaz de realizarla el Príncipe de las tinieblas? Por supuesto, sé sobradamente que el poder resulta tan indispensable que sólo un loco lo podría negar. ¿Quién mantendría la tranquilidad en los caminos, quién castigaría a los ladrones y a los asesinos, quién protegería a las viudas y a los huérfanos si no existiera una espada dispuesta a enfrentarse con los malhechores? A buen seguro nadie podría hacerlo en el mundo en que vivimos, pero esa circunstancia no debe impulsarnos a negar lo que es obvio, lo que ve cualquiera que sea capaz de conservar un poco de sensatez, pero no nos desviemos.

Sé que se han contado muchas cosas sobre Vortegirn y que abundan las descripciones sobre él. He oído decir que sus ojos eran como los de una serpiente venenosa y que sus cabellos se parecían a las hierbas ponzoñosas que se arremolinan en el fondo de negros lagos poblados por terribles demonios. He oído decir que su aliento era semejante al del azufre inextinguible en el que se ven atormentados los réprobos y que sus manos terminaban en uñas retorcidas como las raíces de los árboles añosos. He oído decir, en fin, que su voz marchitaba las flores que pudiera haber en su cercanía y que de entre sus labios emergía una neblina capaz de matar al que estuviera cerca. Todo eso -y mucho más- lo he oído decir, pero nada es cierto. Lo sé porque yo estuve delante de Vortegirn y tuve oportunidad de hablar con él.

Era un hombre alto aunque, quizá, al ser yo todavía un niño es posible que lo recuerde con más apostura de la que tenía en realidad. Sus cabellos, dorados y con algunas canas en las sienes, parecían salir de un casco de cuero y metal que se ajustaba a su cabeza como si lo hubieran confeccionado a medida. Su rostro se prolongaba en una barba larga y blanquecina, pero en ella no había nada que no pudiera encontrarse en otros hombres. Recuerdo especialmente sus ojos porque poseían un hermoso tono azul aunque las bolsas que tenía bajo los párpados inferiores los afearan un poco. Con todo, lo que más me impresionó fue un medallón verde y opaco que le colgaba del cuello. No es que esperara que llevara una cruz u otro tipo de abalorio. Se trataba simplemente de que aquella piedra oscura parecía contar con una vida propia, como si fuera un animal dormido, pero poderoso, que gustara de reposar sobre su pecho.

– ¿Éste es el niño? -preguntó mientras me miraba, porque ¡le de decir que nada más llegar al castra, el oficial y los soldados ¡los condujeron hasta su presencia con una rapidez que me sorprendió.

– Sí, mi señor -respondió el oficial.

Un silencio espeso y marcadamente incómodo se extendió por la sala mientras Vortegirn se levantaba de su trono y daba tilos pasos hacia mí. Apenas necesitó un par de zancadas para colocarse a mi altura. Entonces acercó la mano a mi rostro y me obligó a volverlo a uno y otro lado mientras me pasaba los dedos por las orejas. Tenía las manos grandes y, sobre todo, heladas, pero no percibí nada extraño en ellas.

– Levanta los brazos -me dijo y yo dirigí una mirada hacia mi madre que me indicó con la cabeza que debía obedecer.

Palpó bajo mis axilas de manera rápida, como si estuviera más que acostumbrado a realizar ese tipo de exámenes. Luego se volvió hacia un lado e hizo una seña con el dedo índice. Fue entonces cuando los vi por primera vez. Hasta ese momento, habían estado ocultos entre las sombras espesas que llenaban casi por completo la estancia, pero ahora emergieron como si procedieran de algún lugar lejano y desconocido. Eran dos. Lo recuerdo muy bien. Uno de ellos, el más bajo, llevaba una indumentaria gris. De estatura media, sobre su cabeza se agrupaban algunos cabellos grises y ralos, que se prolongaban en una barbita del mismo color. Tenía los ojos muy claros, como acuosos, y la piel blanca, casi translúcida. El otro era más alto y llevaba la cara pulcramente afeitada. Su pelo, también grisáceo, estaba peinado de una manera peculiar. Ignoraba yo entonces que usaba los rizos presumidos y coquetos de los romanos, porque nunca antes había tenido ocasión de verlos.

– Maximus -dijo Vortegirn-. Creo que cumple los requisitos, pero es mejor que lo examinéis.

Los ojos del tal Maximus me recordaron los de un pez, pero soporté sin quejarme la manera en que me palpaba en busca de algo que ignoraba, pero que intuía importante. Me había obligado a levantar las piernas y me había tocado con sumo interés las rodillas y los codos, cuando se volvió hacia el hombre de la barbita gris y le dijo:

– Roderick. Échale tú también un vistazo.

Roderick repitió la operación y, acto seguido, dijo con una voz suave, casi femenina:

– Mi señor, el muchacho es adecuado para el sacrificio.

– ¿Qué sacrificio? ¿Qué es eso del sacrificio? -pude oír que casi gritaba mi madre.

– Mujer -comenzó a decir el hombre llamado Roderick-. Según sé, eres cristiana. Yo también lo soy y por eso pienso que de sobra debes conocer la importancia del sacrificio. El mismo Cristo fue sacrificado por nuestra salvación… ¿No es así, Maximus?

– Sí, Roderick, lo es -respondió aquel hombre de aspecto afeminado y cara cuidadosamente afeitada-. El mayor ejemplo que nos ofreció Cristo fue su sacrificio. También nosotros deberíamos estar dispuestos a sacrificarnos…

– Sacrifícate entonces tú -gritó mi madre mientras de una zancada llegaba a mi altura, me tiraba del brazo y se interponía entre aquellos dos hombres y yo que, dicho sea de paso, no acertaba a comprender lo que estaba sucediendo.

– ¿Cómo… cómo te atreves…? -balbució Maximus.

– ¿Pretendes dar plantón al rey? -exclamó Roderick-. ¿Así agradeces que se te haya hecho venir a la corte?

– Nadie va a sacrificar a mi hijo -dijo mi madre con los ojos arrasados en lágrimas-. No lo consentiré.

– Pero mujer -insistió Maximus- Cristo…

– ¿Cómo… cómo te atreves a hablar de Cristo? -le cortó mi madre-. Tú no eres un cristiano. Tú eres simplemente un apóstata, un pagano disfrazado… si fueras… si fueras un cristiano no dirías lo que estás diciendo…

– Ya basta -se escuchó la voz de Vortegirn.

Las dos palabras fueron pronunciadas de manera calmada, casi suave, pero sonaron como el restallido de un látigo.

– No me interesan las discusiones teológicas -prosiguió el Reg issimus-. Estos hombres conocen de sobra la religión cristiana y además son peritos en artes ocultas. Ambas cosas son posibles y ahora, mujer, necesitamos a este niño.

– Pero… pero ¿por qué? -indagó mi madre mientras extendía sus brazos hacia atrás intentando cubrir con ellos mi cuerpo.

– Porque carece de padre -respondió Maximus-. Sólo un niño sin padre puede sernos de utilidad…

– ¿Sin padre? -chilló mi madre-. ¿Sin padre? ¿Qué locura es ésa?

– Hace poco -comenzó a decir Roderick mientras avanzaba suavemente hacia mi madre-. Compareciste ante un tribunal del Regissimus. Lo recuerdas, ¿verdad?

Mi madre no respondió una palabra, pero yo empecé a preguntarme si todo aquello tendría que ver con lo sucedido hace no tanto tiempo atrás, cuando había abandonado la aldea custodiada por un par de soldados.

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